Литмир - Электронная Библиотека

– Yo me ocuparé de esto -dijo Solliday-. Organizaré los controles de calles.

– Gracias -susurró Mia, luego se volvió hacia la mujer-. Déjame verla. -Cogió la placa de la mujer y la levantó hacia la luz-. Olivia Sutherland. Departamento de Policía de Minneapolis.

La boca de Sutherland se curvó, aquella misma sonrisa que se reía de sí misma.

– Hola, hermana.

Mia le devolvió la placa.

– ¿Por qué no has venido a hablar conmigo? ¿Por qué llevas semanas siguiéndome? ¿Estás intentando volverme loca?

– No estaba intentando volverte… loca. No sabía si quería hablar contigo. No sabía si quería conocerte. Pensaba que no quería.

Mia esperó una milésima de segundo antes de inclinar la cabeza.

– ¿Y eso por qué?

La mujer se encogió de hombros.

– Él te quería a ti, no a mí. Quería a tu madre, no a la mía.

Mia parpadeó, luego se echó a reír.

– Estás bromeando, ¿verdad?

La sonrisa burlona desapareció.

– Ni se me ocurriría.

Era obvio que alguien le había pintado a aquella mujer un cuadro mucho más halagüeño de Bobby Mitchell de lo que se merecía.

– Empecemos de nuevo. Olivia Sutherland, gracias por salvarme el culo.

La sonrisita volvió.

– Estaba esperando a que te dieras cuenta.

– ¿Por qué lo has hecho?

Olivia se encogió de hombros.

– No quería que me gustases. Quería odiarte profundamente, pero te he observado y me he dado cuenta de que tal vez estuviera equivocada en algunas cosas. Me preparaba para marcharme esta tarde cuando he visto tu dirección publicada en el periódico matinal. -Frunció el ceño-. Tienes que hacer algo con respecto a esa mujer, ya sabes. Esa Carmichael es una víbora.

– Sí. Ya me he dado cuenta. Así que… ¿has estado merodeando por aquí todo el día?

– A ratos, bastantes. Pensaba que si venías a tu casa, te diría hola y adiós, pero no sueles ir a tu casa muy a menudo.

– Lo sé. Normalmente me quedo en las casas de mis amigos.

– ¿La pelirroja del funeral?

– Ella es una de ellos. Mira, quiero hablar contigo, pero tengo que ocuparme de esto. -Hizo un gesto por encima del hombro hacia donde Solliday tenía un plano desplegado en el capó de uno de los coches patrulla, para establecer los controles.

Sutherland sonrió.

– Cuando las cosas se aposenten podremos hablar.

«Cuando las cosas se aposenten». De repente, la frase le dio a Mia en los morros. Había perdido tantas cosas porque había esperado a que las cosas se aposentaran. Ahora tenía una oportunidad que tal vez no se volvería a presentar nunca más.

– No, porque nunca se aposentarán. ¿Cuántos años tienes?

Sutherland parpadeó.

– Veintinueve. -Luego sonrió-. Eres muy grosera preguntando eso.

Mia le devolvió la sonrisa.

– Lo sé. ¿Puedes quedarte por aquí unos días más?

– No. Me había guardado algunos días y cogí algunos de permiso, pero mi capitán anda detrás de mí para que vuelva. Tengo que irme a casa.

– Solo un día más, por favor. Yo no conocía tu existencia hasta hace tres semanas. Es evidente que tenemos algunas cosas en común, además de Bobby. ¿Dónde te alojas?

Sutherland estudió la cara de Mia y luego asintió.

– Mi madre se trasladó a Minnesota cuando yo nací, pero mi tía aún vive aquí. Estoy en su casa. -Anotó una dirección y un número de teléfono en el reverso de su tarjeta-. Yo sé dónde vives.

– No durante unos días. Estaré de un lado a otro, probablemente, pero aquí está mi móvil.

Le dio a Sutherland una tarjeta, miró cómo se la guardaba en el bolsillo y luego levantó los ojos pensativamente.

– He vivido deseando ser tú. Odiándote, pero no eres la que yo pensaba que eras.

– A veces incluso me sorprendo a mí misma -dijo Mia con ironía-. Ahora vamos a tener que tomarte declaración. El tipo al que has ahuyentado ha matado a cuatro mujeres.

Olivia abrió los grandes ojos azules y era como mirarse al espejo.

– ¿Entonces era…?

Su hermanita pequeña leía los periódicos.

– Sí. Vamos. Vamos a trabajar.

Jueves, 30 de noviembre, 22:00 horas

El chico de las mates se había escapado. Reed echaba chispas en silencio mientras observaba a la policía ir de puerta en puerta. Había estado tan cerca… Se había acercado tanto… Podía ver la cara burlona del hijo de puta. Su sonrisita triunfante al saber que se había escapado. Si hubiera sido un poco más rápido…

– Si sigues poniendo esa cara se te quedará así para siempre -dijo Mia y se apoyó en el todoterreno junto a él.

– Lo he tenido al alcance de la mano. -Reed apretó los dientes-. ¡Maldita sea! Casi lo tenía.

– El «casi» no nos vale en este juego -objetó Mia-. Estamos perdiendo el tiempo, Reed. No va a quedarse aquí pegado. Se ha ido.

– Lo sé -dijo Reed con amargura.

– Me pregunto por qué lo ha hecho. ¿Por qué yo?

Reed se encogió de hombros.

– Nos estamos acercando y él lo sabe. Además, si sabe tu dirección, también sabe que te dispararon el martes por la noche.

Se llevó los dedos a la mejilla donde un paramédico de urgencias le había dado dos puntos para cerrar la piel que la bala había rozado.

– Una maniobra de distracción.

– ¡Mia!

Se volvieron los dos y vieron a Jack junto a la puerta del edificio de su apartamento. Sostenía una bala en la palma de la mano.

– Si hubiera dado una fracción de centímetro más en el blanco…

Como había ocurrido en múltiples ocasiones durante la última hora, a Reed se le heló la sangre en el cuerpo. Unos milímetros más y la bala se habría estrellado contra la base del cráneo en lugar de rozar la superficie de la mejilla. Una fracción de milímetro y podría haberla perdido.

– Sí, sí -dijo Mia-. Estaría muerta. Gracias, Jack.

– En realidad -dijo Jack de modo seco-, lo más probable es que hubiera rebotado en tu dura cabezota. A veces me gustaría que no tuvieras tanta suerte. Estás empezando a pensar que estás hecha a prueba de balas y no es así.

No, no lo era. Reed se tragó el miedo que afloraba a su garganta cada vez que su mente recreaba la escena en la que ella caía al suelo.

– Jack, estamos derrotados. ¿Puede Mia hacer su maleta y salir de aquí?

Jack lo miró con suspicacia y Reed sabía que en las llamadas telefónicas entre Abe, Aidan y Jack no solo habían intercambiado números de teléfono.

– Sí. Cúbrele las espaldas hasta que llegue… a donde quiera que vaya.

Todos miraron a su alrededor, percatándose de que las paredes tenían oídos.

– Lo haré. -Reed aguantó la puerta del edificio de su apartamento-. Vamos a hacer tu maleta.

Esperó hasta que Mia abrió con llave la puerta principal, luego la empujó dentro y contra la puerta, con el corazón acelerado. Puso la boca en la suya, con demasiada fuerza y demasiada desesperación, pero enseguida dejó de importarle porque ella se abrazaba a su cuello y le devolvía el beso, con la misma fuerza y la misma desesperación.

Reed se apartó, respirando con la misma dificultad que cuando perseguía a ese sapo cabrón de asesino comemierda.

– Gracias. Lo necesitaba -susurró Mia.

Descansó la frente en la de ella.

– Maldita sea, Mia. Estaba tan…

Ella respiró hondo.

– Sí. Yo también.

Reed retrocedió un paso y ella levantó los ojos hacia él, con una mirada de comprensión.

– Haz pronto la maleta. Quiero sacarte de aquí. -Luego, incapaz de resistirse, le cogió la mejilla con la mano y recorrió con el pulgar y con cuidado una línea debajo de los puntos-. Te deseo y punto. Ven a casa conmigo.

– No parece que tenga otra elección. -La detective hizo una mueca-. Eso ha sido algo muy rastrero, manipularme de ese modo. Echar a Lauren de su propia casa.

Movió el pulgar hasta su labio inferior y lo acarició.

– Técnicamente es mi casa. Ella solo la alquila. -Se quedó en silencio un instante-. La habitación de invitados de ese lado tiene una cama muy cómoda. Muy grande, con un colchón duro.

84
{"b":"115158","o":1}