Jueves, 30 de noviembre, 20:15 horas
– La cena ha sido muy buena, Lauren -dijo Reed ayudando a quitar los platos de la mesa.
Lauren lo miró con suspicacia.
– Me sorprende oír eso. Parecía como si estuvieras castigando a la comida todo el tiempo.
Más como si se estuviera castigando a sí mismo. Había llevado mal todo ese asunto con Mia.
– Lo siento. Tengo la cabeza llena de cosas.
– Supongo que sí. -Lauren le dio un apretón en el brazo y llevó los platos al fregadero.
– ¡So! -Reed freno a Beth, que se marchaba de la cocina sin decir palabra-. ¿A dónde crees que vas?
Beth lo miró.
– A mi cuarto -dijo, como si él fuera un enfermo mental.
Beth había guardado silencio durante toda la cena, con una mueca petulante en el rostro. Una vez más, había pedido ir a dormir a casa de una amiga el fin de semana. Y una vez más, él le había dicho que no. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre.
– Vuelve aquí y ayuda a tu tía. No sé qué te pasa, Beth.
Con expresión de enfado la chica empezó a dejar caer la cubertería sobre los platos con gran estruendo.
– ¡Beth!
Beth levantó la mirada y a Reed le impresionó descubrir lágrimas en sus ojos.
– ¿Qué? -dijo entre dientes.
– Beth, cielo, ¿qué pasa?
Beth limpió con violencia las migas de la mesa.
– Nada que tú puedas entender.
Tiró las migas al cubo de basura y salió corriendo de la estancia, dejando a Reed desconcertado y boquiabierto.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
Lauren cogió la escoba y barrió alrededor del cubo de basura, donde habían caído la mayoría de las migas.
– Algo la ha tenido preocupada toda la semana. Quizá sea un chico.
Reed cerró los ojos y se estremeció.
– Tiene catorce años, Lauren. No me digas eso.
– Tiene catorce años, Reed. Vete haciendo a la idea.
– Iré a hablar con ella.
– Dale tiempo para recomponerse. -Lauren se inclinó sobre la escoba y le dirigió una mirada calibradora-. Tú tampoco has estado muy tranquilo estos últimos días. ¿Necesitas hablar?
Reed la miró. De todos sus hermanos, él y Lauren eran los más próximos. Quería a todos los demás, pero entre él y Lauren siempre había habido un vínculo más fuerte.
– No lo sé.
Lauren sonrió.
– Cuando lo decidas, ya sabes dónde vivo.
– ¡Ah!, oye. -Se frotó la nuca con torpeza-. He ofrecido tu casa para una buena causa.
Lauren asintió, entornando los ojos.
– Has ofrecido mi casa, ¿por qué?
– Mitchell necesita un lugar donde quedarse unos días. Le he ofrecido el otro lado de la casa. He pensado que no te importaría quedarte en la habitación de invitados; tienes muchas cosas tuyas allí.
Lauren lo pensó en silencio durante un momento.
– ¿Por qué no puede compartirla conmigo?
Reed abrió la boca y la volvió a cerrar. Había pensado en eso después de haberle hecho la oferta a Mia, luego había descartado la idea. Quería a Mia sola, la quería desnuda, quería oírla gritar cuando se corriera, sin preocuparse de que su hermana los estuviera oyendo ni dejara a su hija sola. Lauren cayó en la cuenta y sus ojos expresaron comprensión mientras las mejillas de Reed se arrebolaban.
– Por fin has seguido mi consejo.
– No, no es eso.
– Pero…
– Lauren, no es asunto tuyo, pero ahora que lo sabes, es solo provisional. Como el hecho de que ahora seamos compañeros.
Los ojos de Lauren se ensombrecieron.
– ¿Sabes lo que estás haciendo, Reed?
Reed parpadeó.
– ¿Perdón?
– No me refiero desde el punto de vista técnico. Supongo que eso lo tienes muy bien controlado.
– Lauren… -le advirtió Reed, pero ella no le hizo caso.
– Me refiero a esta… cosa con Mia. Recuerda que por muy en secreto que lo lleves no significa que sea menos importante, y aunque te digas a ti mismo que es algo provisional no significa que lo sea. Y a pesar de que parece una mujer dura, seguro que tiene sentimientos.
Él ya lo sabía.
– No quiero hacerle daño.
– Con quererlo no basta. -Tiró las migas a la basura-. Prepararé la habitación. -Su expresión se tornó de dolor y pasó el dedo por la abertura de la camisa de su hermano, tocando la cadena que llevaba debajo de ella-. Te dejaste esto anoche.
– ¿Estuviste en mi habitación?
– Buscaba una aspirina. Estaba en la mesilla de noche a plena vista. Ten cuidado, Reed. Ninguna mujer quiere vivir con la sombra de otra, ni siquiera de manera provisional.
No sabía qué decir y el timbre del teléfono móvil lo salvó de tener que abrir la boca. No reconoció el número.
– Solliday.
Lauren sacudió la cabeza y, mirando hacia atrás, se fue a preparar la habitación de Mia.
– Soy Abe Reagan. El compañero de Mia.
Reed levantó la guardia.
– Me alegro de conocerte. Solo por curiosidad, ¿cómo has conseguido mi número de móvil?
– Me lo dio Aidan y a él se lo dio Jack. Mia acaba de salir de aquí. Ha dicho que se iba a quedar en tu casa, pero sé que antes va a pasar por su apartamento. Si pudiera iría a cubrirla.
– Yo iré. Gracias por ponerme sobre aviso.
Reed se guardó el teléfono móvil, pero primero tenía que hablar con Beth. Subió los escalones de dos en dos y llamó a la puerta. Dentro sonaba la música alta y no pudo oír la respuesta.
– ¿Beth? Tengo que hablar contigo.
– Vete.
Sacudió la puerta, pues estaba cerrada con llave.
– Tengo que hablar contigo. Abre la puerta, vamos.
Al cabo de un minuto más o menos, se abrió la puerta y ella apareció allí plantada mirándolo con beligerantes ojos oscuros, aún hinchada y enrojecida de llorar.
– ¿Qué?
Reed intentó apartarle un mechón de cabellos húmedos de la mejilla, pero ella retrocedió y se apartó, lo cual le dolió más que sus palabras.
– Beth, por favor, dime qué pasa. No puedo comprenderlo si no me lo explicas.
– No es nada, solo estoy cansada.
Impotente y frustrado, Reed frunció el ceño.
– ¿Te encuentras mal? ¿Quieres que llamemos al médico?
Beth esbozó una sonrisa amarga y demasiado adulta.
– ¿Me preguntas si necesito un loquero? No lo creo, papá. Tú eres el que siempre anda diciendo que son una estupidez.
Reed hizo una mueca de dolor; había dado en el blanco.
– Puede que yo haya dicho eso, pero no debería haberlo dicho. Tal vez hay muchas cosas que debería haber hecho de otra manera, pero no puedo cambiarlas si no hablas conmigo, nena.
Los ojos de Beth centellearon.
– No soy una nena. -Luego se entristecieron, pero Reed podía ver socarronería en ellos-. Podrías dejarme dormir fuera de casa; eso me haría feliz.
Reed dio un paso atrás y se le pusieron los pelos de punta. Aquella no era su niña. Aquella extraña manipuladora pertenecía a otra persona.
– No. Ya te ha dicho que estabas castigada y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión, sino todo lo contrario. No sé por qué es tan importante que duermas fuera de casa, pero no, no puedes ir. A partir de ahora no quiero que vayas más a dormir a casa de Jenny.
A Beth se le hincharon las aletas de la nariz marcando el ritmo de la respiración.
– Le estás echando la culpa a ella. Jenny ya dijo que la culparías. -Beth retrocedió con la mano en la puerta-. ¿Has acabado de destrozarme la vida?
Reed sacudió la cabeza, sin palabras.
– Beth, tengo que salir unos minutos. Acabaremos de hablar cuando vuelva.
– No te molestes -dijo Beth con frialdad-. Estaré dormida cuando regreses.
Y le cerró la puerta en las narices.
Se toqueteó los cabellos y se agarró la nuca como si quisiera sujetarla en su sitio. ¿Qué le pasaba a esa niña? ¿Era solo una rabieta? ¿O tal vez era algo más? ¿Algo… peor? Pero no podía creerlo. Beth era su niña lista. Era una niña buena, solo tenía catorce años; sin embargo sabía, por experiencia propia, en lo que andaban las niñas de catorce. Pero aquella era Beth. No era la hija de un alcohólico drogadicto al que le importaba más el siguiente chute que dar de comer a su hija.