– ¿Qué es esto?
Aidan le echó una mirada y se puso en pie despacio.
– No lo sé. Yo no estaba aquí, he ido al fax antes. Podemos preguntárselo a Stacy.
Mia se puso unos guantes.
– La hemos visto salir cuando nosotros entrábamos. -Sacudió el vídeo en el sobre. Solliday aún tenía el televisor y el reproductor de vídeo en su escritorio, así que allí lo insertó.
Apareció la cara de Holly Wheaton, triste y grave.
«A la luz del reciente y trágico asesinato de la hija de un oficial de policía local, queremos repasar el cargo que el trabajo de policía cobra a sus familias. A menudo los familiares pagan un alto precio por el servicio público que prestan los policías. Algunos, como Caitlin Burnette, son víctimas de la venganza por la actitud de sus padres contra el crimen».
– ¡Zorra! -murmuró Mia-. Está utilizando el sufrimiento de Roger Burnette para subir su puto índice de audiencia.
«La mayoría -prosiguió Wheaton muy seria- encuentra que satisfacer las expectativas de ser la hija o el hijo de un policía es demasiado como para soportarlo, y toman la dirección contraria».
La cámara fundió a negro y Mia notó que se le caía el alma a los pies. Abrió la boca, pero no le salió ninguna palabra. Solliday la cogió del brazo y la empujó hasta sentarla en una silla.
Le cubrió los hombros con las manos y la sacudió con cuidado.
– Respira, Mia.
Mia se tapó la boca con mano temblorosa.
– ¡Oh, Dios mío!
Wheaton hizo un gesto para señalar el edificio de ladrillos que aparecía detrás de ella.
«Este es el Centro Penitenciario de Mujeres de Hart. Las internas aquí convictas son mujeres que han cometido delitos que van desde la tenencia de drogas al asesinato. Las internas aquí convictas son mujeres de todos los extractos sociales, de todas las tipologías de familias. -La cámara hizo un zoom a la expresión de dolor de Wheaton-. Incluso familias de policías. Una de las mujeres que cumplen su pena aquí es Kelsey Mitchell.
– ¿Qué es? -quiso saber Spinnelli desde detrás de ellos-. ¡Oh, Dios, Mia!
Ella le hizo gestos para que se callara mientras la foto de la detención de Kelsey llenaba la pantalla. Kelsey parecía demacrada, vieja, hecha polvo por las drogas.
– Solo tenía diecinueve años -suspiró Mia.
«Kelsey Mitchell está cumpliendo una condena de veinticinco años por robo a mano armada. Es hija y hermana de policías. Su padre murió recientemente, pero su hermana, la detective Mia Mitchell, es una detective de Homicidios condecorada e, irónicamente, es responsable de la detención de muchas de las mujeres que se encuentran recluidas en el mismo bloque penitenciario que su hermana».
– La van a matar. -Mia apenas podía oír su propia voz-. Van a matar a Kelsey. -Se levantó de repente, con el corazón absolutamente disparado-. No puede emitir esta cinta. Esto es una maldita amenaza. Quiere su maldita historia y no le importa el daño que pueda hacer.
– Lo sé. -Spinnelli extrajo el vídeo-. Voy a llamar a la productora de Wheaton ahora mismo. Intenta calmarte, Mia.
Spinnelli volvió a su despacho con expresión sombría.
Mia cogió el teléfono de Solliday.
– Voy a llamar a esa jodida zorra yo misma.
Solliday la sujetó por los hombros, y le dio la vuelta hasta que la tuvo de frente.
– Mia. Deja que Spinnelli se ocupe de esto.
Mia intentó zafarse, pero Solliday la sujetaba con fuerza.
Sintió dolor en el hombro y dio un respingo.
– Me estás haciendo daño.
Reed aflojó al instante, pero no la soltó.
– Prométeme que no llamarás a Wheaton, que no la amenazarás, que dejarás que Spinnelli se ocupe de esto. Prométemelo, Mia.
Mia asintió. Reed tenía razón. De repente estaba demasiado cansada para luchar; bajó la frente hasta el pecho de Solliday y se recostó en su hombro. Él tensó las manos y luego las abrió, dudando entre apartarla o acercarla.
– De alguna manera todo saldrá bien -murmuró contra su cabello.
Mia asintió, combatiendo contra las lágrimas que afluían a su garganta. Los polis no lloran. Bobby le había dicho eso muchas veces.
– La matarán, Reed. -Solliday no dijo nada, solo la abrazó hasta que ella notó que recuperaba el control de sus emociones; entonces se apartó, calmada-. Estoy bien.
– No, no estás bien -dijo él con tranquilidad-. Las tres últimas semanas han sido un infierno. Has aguantado mejor de lo que nadie habría esperado. -Le levantó la cara-. Ni siquiera tú.
Los ojos de Reed rebosaban compasión y respeto y las dos cosas consolaron a Mia. Luego retrocedió un paso hasta que vio a Aidan observándola y notó que se le sonrojaban las mejillas.
Con la intención de desviar la atención de lo que había sido obviamente un abrazo público, entornó los ojos hacia Aidan.
– Ya sabes, creo que Jacob Conti tenía razón después de todo.
Durante un segundo, Aidan abrió mucho los ojos, luego sonrió antes de poder controlarse. Luego se puso serio, dirigiéndole una mirada recatada.
– Mia Mitchell. Debería darte vergüenza.
Solliday parecía confuso.
– ¿Quién es Jacob Conti?
Mia se sentó en su silla con la lista de hoteles de Atlantic City.
– Un hombre malo, muy malo.
Conti era un hombre muy malo que se había tomado la justicia por su mano con un reportero de televisión que, enmarañando las cosas con la finalidad de crear una noticia, había puesto al hijo de Conti en el punto de mira de un asesino. La venganza de Conti por la muerte de su hijo había sido efectiva y definitiva. Por desgracia para él, también había sido ilegal. Mia tendría que tomar unas vías más convencionales para vengarse.
– Un viejo caso -dijo Aidan-. De cuando acosaban sexualmente a mi cuñada Kristen.
Solliday se sentó a su escritorio y tecleó en el ordenador con su ritmo metódico. Luego levantó la mirada con los ojos muy abiertos.
– Era un hombre malo.
Había repasado el viejo caso.
– Ya te lo hemos dicho.
– Y Reagan tiene razón. Deberías avergonzarte. -Pero había una chispa súbita en sus ojos-. Eres una chica muy mala, Mia.
Mia se rio en voz baja, recordando la última vez que él le había dicho aquellas mismas palabras. Pero el alivio pasó y el terror regresó vengativo, mientras miraba la puerta de Spinnelli. Si la cinta de Wheaton se emitía, la vida de Kelsey correría serio peligro, pero dejaría que Spinnelli se ocupara de eso, al menos por ahora.
– Llamemos a esos hoteles, luego nos vamos a casa.
Jueves, 30 de noviembre, 17:30 horas
La gran caravana de los Dougherty entró por fin en el camino de entrada del 993 de Harmony Avenue. Por un momento pensó que la chica del hotel le había mentido. Aquello habría sido un desastre.
Había estado escuchando la radio. Nadie había informado de la desaparición de Tania. Y nadie había mencionado a Niki Markov, la mujer que debería haber estado en su casa con sus dos hijos, en lugar de tener la mala fortuna de dormir en la habitación de hotel de los Dougherty. Si las mujeres se quedaran donde se suponía que debían estar, no tendrían tantos problemas. Ahora Niki Markov estaba muerta y enterrada, sus propias maletas le servían de última morada. Sonrió para sí. «Moradas», mejor dicho, en plural. Los policías nunca la encontrarían.
Los Dougherty salieron de la furgoneta y se dirigieron directamente hacia la parte trasera rodeando la casa, con bolsas de JCPenney en las manos. Lo más probable era que hubieran ido de compras para reponer la ropa, dado que toda la suya había desaparecido. Lástima que no las fueran a necesitar.
Cuando hubiera terminado allí aquella noche, habría acabado su tarea en Chicago. Conduciría hacia el sur, de camino hacia los últimos y escasos nombres que quedaban en su lista. Le rugían las tripas y le recordaban que no había tomado nada desde el desayuno. Apartó el coche de la acera sabiendo que cuando regresara sería el momento de actuar. Y el momento de que la vieja señora Dougherty muriera por fin.