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Mia parecía perpleja.

– ¿Estás diciendo que crees que en realidad alguien puso las cerillas en sus zapatillas? ¿Por qué iba a hacer alguien tal cosa?

– No lo sé. Tú eres la detective. Tu teniente está muy molesto conmigo, Mia.

Reed mantuvo la voz tranquila.

– Sí, lo estoy.

– ¿Por qué? -preguntó Westphalen.

Reed soltó el aire de manera controlada para que no fuera un soplido de frustración.

– Manny Rodríguez no es un hipnozombie radiocontrolado -respondió-. Es un muchacho que ha tomado algunas decisiones equivocadas. Cada vez que encendía una cerilla sabía que estaba mal y sin embargo elegía hacerlo a pesar de todo. Tal vez no robase esas cerillas. No lo sé, pero sugerir que no podría controlarse para no usarlas no solo es ridículo sino peligroso.

A Westphalen se le acabó el humor.

– Estoy de acuerdo.

Reed entornó los ojos desconfiando de la súbita capitulación.

– Me está siguiendo la corriente.

Westphalen hizo una mueca.

– No, no le estoy siguiendo la corriente, de veras, Reed. No creo que la decisión de alguien de quebrantar la ley le haga menos responsable. Debe ser castigado, pero su capacidad para controlar sus impulsos está dañada.

– Por la educación que haya recibido -dijo Reed de manera rotunda.

– Entre otras cosas. -Westphalen lo estudió-. Eso tampoco se lo traga.

– No, no me lo trago.

– Y no me va a decir por qué.

Reed relajó el rostro y esbozó una sonrisa de dentífrico.

– En realidad no importa, ¿no?

– Creo que importa mucho -murmuró Westphalen-. Lo que he estado buscando por ahora es el detonante de Devin White. ¿Qué le hizo empezar ahora? ¿Por qué? Podemos suponer que lo de Brooke fue una venganza, pero ¿qué cometido ejercían las demás víctimas en su vida como para odiarlas tanto?

Mia suspiró.

– De modo que volvemos a los archivos.

Westphalen le dirigió una mirada paternal.

– Eso diría yo. Llámame si me necesitas.

Mia observó cómo se marchaba y luego se dirigió a Reed con los ojos llenos de interrogantes, pero no los formuló.

– Vayamos a hablar con Manny; ya volveremos a los archivos.

Jueves, 30 de noviembre, 15:45 horas

Reed esperó hasta que el chico estuvo sentado frente a él. Mia, de pie, miraba desde detrás del cristal.

– Hola, Manny.

El chico no dijo nada.

– Hoy habría venido antes a verte, pero hemos estado muy ocupados.

Nada.

– Ha empezado esta mañana cuando a la detective Mitchell y a mí nos han llamado al escenario de ese formidable incendio del apartamento. -La barbilla de Manny permaneció con una rigidez estoica, pero parpadeó-. Unas llamaradas enormes, Manny. Iluminaban todo el cielo.

Se detuvo, dejó que el chico empezara a salivar sin control.

– La señorita Adler está muerta.

Manny se quedó boquiabierto.

– ¿Qué?

– Tu profesora de literatura inglesa está muerta. La señorita Adler vivía en el apartamento que se ha incendiado.

Manny bajó los ojos hacia la mesa.

– Yo no lo hice.

– Lo sé.

Manny levantó la mirada.

– Yo no quería que ella muriese.

– Lo sé.

Se quedó allí sentado un momento, simplemente respirando.

– No voy a hablar con usted.

– Manny. -Esperó hasta que el chico le prestó atención-. El doctor Thompson está muerto.

Manny palideció; la conmoción hizo presa en sus rasgos.

– No. Está mintiendo.

– No miento. Yo mismo he visto el cadáver. Le habían cortado el cuello.

Manny se estremeció.

– No.

Reed le acercó a Manny la foto de Thompson en el depósito de cadáveres, por encima de la mesa.

– Compruébalo tú mismo.

Manny no la miró.

– Llévesela. ¡Que le jodan, llévesela! -La última palabra fue un sollozo.

Reed se la acercó y la colocó boca abajo.

– Sabemos quién lo hizo.

Un destello de duda apareció en su mirada.

– No voy a hablar con usted. Acabaría como Thompson.

– Sabemos que fue el señor White.

Manny lo miró a los ojos.

– Entonces, ¿para qué necesita hablar conmigo?

– El doctor Thompson llamó a la detective Mitchell justo después de salir de aquí anoche. Dijo que era urgente. Luego llamó al señor White. Pocas horas más tarde estaba muerto. Queremos saber qué fue lo que le dijiste que necesitaba contárnoslo.

– No tienen a White.

– No -dijo Reed-. Y no lo tendremos a menos de que seas sincero con nosotros.

Manny sacudió la cabeza.

– Olvídelo -fue la respuesta de Manny.

– Vale. Entonces, con respecto a las cerillas, ¿cómo crees que acabaron en tu zapatilla?

La expresión de Manny se agrió.

– Da lo mismo, igualmente no me creería.

– ¿Cómo podría creerte? No me has contado nada. ¿Tuviste las zapatillas en la habitación todo el tiempo?

El chico reflexionó sobre la pregunta.

– No -dijo por fin-. Las llevé puestas todo el día. Era el día que a mi grupo le tocaba usar el gimnasio.

– ¿Cuándo usaste el gimnasio?

– Después de comer. -El chico se recostó en el asiento-. Eso es todo lo que voy a decirle. Déjeme volver a mi celda.

– Manny, White no puede hacerte daño aquí.

Manny curvó los labios.

– Claro que puede.

Jueves, 30 de noviembre, 16:45 horas

– ¿Has llamado? -preguntó Mia mientras ella y Solliday se paraban ante la mesa de Aidan.

Aidan levantó la mirada.

– Sí. He llamado a la secretaría de la universidad de White en Delaware, pero ya se habían ido, van una hora adelantados con respecto a nosotros. Pero me he puesto en contacto con la secretaria del departamento de educación. Es una señora muy amable.

Mia se sentó en una esquina de la mesa.

– ¿Qué ha dicho esa dama tan encantadora?

Aidan le tendió la foto en blanco y negro sobre un papel normal.

– Me la ha enviado por fax hace veinte minutos. Es una foto de un boletín del departamento que fue tomada en la función benéfica para el golf universitario celebrada el año pasado. Ha hecho un círculo sobre Devin White. La foto tiene mucho grano, pero se le puede ver la cara.

Solliday miró por encima del hombro de Mia, se acercó tanto que si ella hubiera girado la cabeza habría podido besarlo. Cuanto más largo se hacía el día, más ganas tenía Mia de que llegara la noche, pero habían hecho un trato y Aidan la miraba atentamente.

– Se le parece, ¿verdad? -susurró Solliday-. La misma estatura, el mismo color de pelo. -Reed se irguió y ella por fin soltó un respiro.

– Pero no es el hombre con el que hemos hablado esta mañana -dijo Mia-. Su cara no es la misma, pero la mayoría de la gente solo nota la estatura y el color de pelo, a menos que se fijen bien. Eligió robar un buen carnet de identidad. Apuesto lo que quieras a que el auténtico Devin White está muerto. ¿Tiene la secretaria números de teléfono de su familia, contactos o lo que sea?

– Dice que dejó el apartado sobre la familia en blanco. Ella cree que no tenía ningún pariente vivo. Su madre murió y nunca conoció a su padre.

– Bueno, ¿esa dama tan amable ha dado alguna otra información útil?

– Ha dicho que Devin era uno de sus preferidos -explicó Aidan-. Que le prometió llamarla cuando se estableciera, pero nunca lo hizo y supuso que estaba muy atareado en su nueva vida. Había ido desde Delaware a Chicago para una entrevista de trabajo, pero planeaba quedarse en Atlantic City unos pocos días. Eso habría sido a principios de junio pasado.

La energía empezó a propagarse por sus venas.

– Podemos comprobar los hoteles, ver si White se quedó en alguno de ellos.

– Ya he empezado a comprobarlo -dijo Aidan y le tendió una hoja de papel a cada uno de ellos-. Estos son los principales hoteles de Atlantic City. Si los dividimos, podremos acabar antes.

Mia se llevó el papel a su mesa, luego se detuvo frunciendo el entrecejo. Sobre la montaña de expedientes de Burnette había un sobre marrón acolchado del tamaño de un vídeo. Estaba dirigido a ella en letras mayúsculas. No había dirección del remitente.

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