Reed le lanzó el frasco por encima de los escritorios y Mia lo cogió.
– ¿Siempre eres tan maternal? -quiso saber la detective.
Solliday se sorprendió.
– No. En todo caso, soy paternal. ¿Por qué solo las madres consiguen que os toméis las medicinas?
– Porque… -Mitchell se mordió la lengua. «Porque los padres son el motivo por el cual hay que tomar medicinas. Las madres te dan una pastilla y te piden que dejes de provocarlo». Cogió la primera carpeta y comenzó a leer-. Pongamos manos a la obra, ¿de acuerdo?
Mia notó que Solliday no le quitaba ojo de encima, aunque al final permaneció en silencio, se acomodó en la silla de Abe y se puso a leer.
Martes, 28 de noviembre, 16:00 horas
Bart Secrest era un hombre de aspecto temible, una especie de Don Limpio, pero con cara de malo. Su despacho era oscuro y austero y no había una sola foto u objeto personal que suavizase su imagen.
Brooke aceptó la silla que le ofreció.
– Señorita Adler, ha hecho lo correcto -afirmó Secrest sin más preámbulos.
– No he querido molestar a Julian.
El consejero escolar se había puesto furioso al enterarse de que habían registrado la habitación de Manny.
– Julian lo superará -añadió Bart en un tono que llevó a Brooke a pensar que esos dos no se llevaban demasiado bien-. Señorita Adler, atinó al preocuparse por Manny Rodríguez.
– ¿Han encontrado algo?
El encargado de seguridad asintió y repuso:
– Unos cuantos artículos de prensa sobre incendios.
– ¿Sobre incendios locales, como los de las dos noticias que le vi recortar?
– No, esos fueron los únicos artículos locales. Los que encontramos se refieren a las maneras de provocarlos.
– ¡Santo cielo! ¿Coleccionaba artículos sobre cómo encender fuegos?
– Así es. -Secrest se acomodó en la silla-. También encontramos una caja de cerillas en una zapatilla. Evidentemente la introdujo de forma clandestina.
Brooke frunció el entrecejo.
– Pero si estamos encerrados. ¿Es posible entrar algo de tapadillo?
– Señorita Adler, hasta los castillos tienen un punto débil.
La joven parpadeó.
– ¿Cómo dice?
La sonrisa de Bart fue efímera y le dio aspecto de malvado.
– Toda institución, incluso esta, tiene un conducto que permite el contrabando. Le aseguro que lo encontraré.
Secrest se puso en pie y Brooke dedujo que el encuentro había tocado a su fin.
– Muy bien, buenas tardes.
La respuesta de Bart fue una fugaz inclinación de cabeza y Brooke salió. Había doblado el recodo que conducía a la entrada principal cuando oyó que pronunciaban su nombre. Julian se había asomado a la puerta de su despacho con cara de pocos amigos.
– Brooke, ¿qué demonios has hecho?
Convencida de que había hecho lo correcto, la joven enderezó la espalda. Hasta Bart Secrest opinaba que había obrado bien.
– Julian, avisé que había detectado una conducta sospechosa, tal como tendrías que haber hecho tú.
Julian se acercó hasta que prácticamente la pisó. Se inclinó, invadió el espacio de la profesora y le hizo cosquillas en la nariz con el olor a tabaco de pipa que impregnaba su chaqueta.
– ¡Eres una insolente y pequeña…! -El consejero siseó apretando los dientes-. ¡Ni se te ocurra decir lo que tendría que haber hecho! ¡Has echado a perder meses de avances con el chico! ¡Varios meses! Gracias a ti, la confianza que había desarrollado con Manny se ha esfumado.
A Brooke el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que Julian lo oiría. Era un hombre corpulento, estaba demasiado cerca y respiraba su aire. De todos modos, levantó la barbilla y lo miró con actitud desafiante:
– Dijiste que no prendería fuego en el centro.
– Y no lo ha hecho.
La profesora meneó la cabeza.
– Secrest encontró cerillas en su habitación.
Julian entrecerró los párpados.
– Eso es imposible.
– Habla con Secrest. Te lo dirá. Manny podría haber provocado un incendio y todos los internos y profesores habríamos corrido peligro. Por mucho que no te guste, he hecho lo correcto.
Temblorosa de la cabeza a los pies y satisfecha de no haber cedido y pedido disculpas, Brooke caminó hasta su coche y respiró hondo al tiempo que se abrochaba el cinturón. Cogió con mano trémula los artículos que había fotocopiado los dos últimos días: el del Trib del lunes y el del Bulletin del día. Se referían a dos incendios locales, en los que había habido un par de víctimas. Esa mañana, en plena clase, habían ido a buscar a Manny, que estaba inquieto y abstraído. En su habitación habían encontrado cerillas.
Era imposible que Manny hubiese participado en dichos incendios. No podía salir del centro de internamiento. De todos modos, alguien se las había ingeniado para introducir cerillas. Las noticias de los incendios eran los únicos artículos locales que el muchacho había recortado. ¿Qué volvía tan especiales dichos incendios? ¿Acaso Brooke había vuelto a encender la compulsión de Manny y habría bastado con cualquier artículo de periódico sobre un incendio?
Brooke dio un respingo. «Encender», pensó, y llegó a la conclusión de que no había elegido las palabras adecuadas. En esos incendios habían perdido la vida dos personas. Sería incapaz de conciliar el sueño mientras le preocupase la posibilidad de que, de alguna manera, era… era «responsable», aunque tampoco se trataba de una palabra bien elegida. Preferiría suponer que estaba «relacionada». Debía averiguar si Manny estaba relacionado con los incendios y, a través de él… también ella.
Podía llamar a la policía, que sería lo más sensato, pero lo más probable es que sus temores fueran completamente absurdos y no existiese la más mínima relación. Para la policía representaría una búsqueda inútil, lo cual también sería contraproducente.
En el caso de que hubiera una relación, tendría que comunicárselo a la policía y solo había una manera de averiguarlo. El segundo incendio se había producido en un barrio cercano al centro. Decidió ver los resultados con sus propios ojos.
Martes, 28 de noviembre, 16:15 horas
– Mia… ¡Mia!
La detective dio un brinco, apartó la mirada de los expedientes de Burnette y parpadeó con rapidez a fin de enfocar a Solliday. «¡Mierda!» Se había quedado frita sentada en su escritorio.
– ¿Estás a punto para cotejar nombres?
Reed negó con la cabeza.
– Tenemos compañía -murmuró el teniente. Una mujer con los ojos enrojecidos e hinchados atravesó las oficinas de Homicidios-. Coincide con la descripción de la hija de Hill.
Totalmente despierta, Mia se puso de pie. La mujer llevaba en la mano un ejemplar del Bulletin.
– Soy Margaret Hill y busco a la detective Mitchell, que me ha dejado un mensaje.
– Soy la detective Mitchell. Supongo que ha venido por su madre.
– Entonces, ¿es cierto? -musitó la mujer y esgrimió el periódico-. ¿Es cierto lo que dicen de mi madre?
– Señorita Hill, lo siento. Vayamos a un sitio donde podamos hablar en privado.
Mia la condujo a un pequeño despacho contiguo al de Spinnelli. Sin soltar el diario, Margaret Hill se dejó caer en la silla y cerró los ojos. Solliday entró y cerró la puerta.
– Señorita Hill, lamento que haya perdido a su madre. Le presento al teniente Solliday, que trabaja para la oficina de investigaciones de incendios. Investigamos la muerte de su madre.
Margaret asintió y se enjugó las lágrimas con las yemas de los dedos. Solliday dejó una caja de pañuelos de papel en el regazo de la mujer y se apoyó en el borde de la mesa, de tal modo que Margaret quedó entre ambos.
– Señorita Hill -dijo Reed en un tono tan suave que a Mia se le hizo un nudo en la garganta-. Seguramente sabe por el periódico que anoche se incendió la casa de su madre.
Margaret levantó la cabeza y las lágrimas rodaron por sus mejillas.