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– Había monóxido de carbono en los pulmones de la víctima del incendio.

– ¡Caramba! -exclamó la detective.

– Un momento -dijo Reed al mismo tiempo-. La CSU encontró sangre en el escenario. Supusimos que le disparó, como hizo con Caitlin Burnette.

– No. Las radiografías muestran los destrozos craneales, lo que coincide con la presión debida a las altas temperaturas. Esta vez no hubo agujeros de ventilación. Estaba viva cuando se inició el incendio.

Ella arrugó el entrecejo.

– ¿Cuánto tiempo continuó viva?

– Los niveles de monóxido de carbono indican que de dos a cinco minutos, no mucho más.

– ¿Estaba consciente? -preguntó Reed casi con miedo.

– No he hallado indicios de trauma craneal anterior a la muerte.

Mia palideció intensamente. Reed aspiró una bocanada de aire y no quiso imaginar el sufrimiento que la mujer tenía que haber experimentado en el caso de haber estado consciente. Dio palos de ciego e inquirió:

– Sam, ¿cabe la posibilidad de que estuviera drogada?

– He solicitado un análisis toxicológico para averiguar si estaba drogada. Su vejiga quedó prácticamente destruida, por lo que no he podido realizar una analítica de orina. Las muestras de sangre que tomé apuntan a un nivel de alcohol de cero coma ocho gramos por litro. Es demasiado para una mujer de sus dimensiones.

– Había estado de fiesta -murmuró Mitchell; enderezó la espalda y habló con tono más firme-: Si el asesino no le disparó, ¿de dónde salió la sangre?

Con sumo cuidado, Barrington retiró la sábana y Reed notó que Mitchell se tensaba a su lado.

– Debo ser muy cuidadoso -explicó Barrington-. El cuerpo es muy frágil. Vengan. -Se apartó a un lado y les hizo señas de que se acercasen-. Mírenle los brazos.

El torso de Hill estaba ennegrecido; tenía los brazos y las piernas cubiertos de ampollas, la piel suelta y… a Reed se le revolvió el estómago y, a su lado, Mitchell tragó ruidosamente saliva.

– ¡Santo cielo! -musitó la detective y volvió a erguirse-. Tengo la sensación de que antes sus brazos estaban más ennegrecidos.

– Por el hollín. Hemos tenido que limpiar la piel. Su torso recibió lo más intenso de las llamas. Es realmente difícil destruir por completo un cuerpo adulto en un incendio doméstico -explicó Barrington, como si diera clase a estudiantes de Medicina-. El cuerpo se compone, en gran parte, de agua.

– El asesino le untó el torso con catalizador sólido, pero no hizo lo mismo con las extremidades -dedujo Reed lentamente.

– He encontrado nitrato amónico en su torso. Resultó muy útil saber qué tenía que buscar -comentó el forense.

– Barrington, ¿qué pasa con la sangre? -inquirió Mitchell-. ¿De dónde salió?

Sin inmutarse, Sam se señaló el pliegue interior del brazo, justo por encima del codo.

– En este punto le cortó la arteria braquial. Si se fijan bien, verán que la piel se enrosca a la altura del corte.

– ¿Le cortó? -Desconcertada, Mitchell miró a Reed, volvió a observar a Sam y entrecerró los ojos-. ¿Cuánto tardó en desangrarse?

– De dos a cinco minutos -repuso Sam.

Mitchell adoptó una expresión severa.

– ¡Qué cabrón! Quería que se desangrase lentamente. Pegarle un tiro habría sido demasiado compasivo.

Reed exhaló poco a poco.

– Quiso hacerla sufrir y la quemó viva.

– ¿Cuánto tiempo estuvo consciente? -inquirió Mia con los dientes apretados.

– ¿Sin drogas? Unos minutos, es difícil calcularlo.

– Tiene las manos intactas -dijo Reed-. ¿Las ha examinado?

– Sí, pero no he encontrado nada. Si lo arañó, no arrancó piel.

– ¿Ha estudiado su dentadura? -inquirió Mitchell.

El forense negó con la cabeza.

– Todavía no, pero lo haré.

Mitchell soltó una bocanada de aire.

– ¿Qué clase de instrumento cortante buscamos?

– Muy afilado y probablemente no es de sierra. No hay pruebas de que serrara, solo de corte.

La detective se alejó del cadáver.

– Tenemos que averiguar si han desaparecido cuchillos de casa de Penny Hill. Espero que la hija sepa lo que su madre tenía en la cocina.

Reed consultó la hora.

– Supongo que la administrativa ya habrá recogido los expedientes de los casos de Burnette. Vayamos a Servicios Sociales, retiremos los archivos de Hill y cotejemos los datos.

Mia echó un último vistazo al cuerpo de Hill, apretó los dientes y masculló:

– De acuerdo. Averigüemos quién odiaba tanto a Penny Hill como para hacerle esto.

Martes, 28 de noviembre, 15:15 horas

Aunque el brazo le latió, Mia aguantó y no soltó la caja con los expedientes de los Servicios Sociales. Solliday acarreó la caja más pesada y adoptó una expresión tan seria y descarnada como debía de serlo la de la detective. Daba la sensación de que sus estados de ánimo se habían combinado y creado una nube oscura. Al salir del depósito de cadáveres, Mitchell se sentía terriblemente contrariada y también muy vacía.

Penny Hill había sido muy querida. La pena mostrada en las oficinas de los Servicios Sociales resultó palpable. Los teléfonos sonaron y los trabajadores sociales realizaron sus tareas cotidianas, pero reinaba un silencio especial, como el que se impone en la iglesia antes de un funeral o en la tumba tras el entierro.

La puerta del ascensor se abrió y Mia entró en su oficina, sin dejar de contar los segundos que faltaban para dejar la caja, pero frenó en seco al ver que su escritorio estaba atiborrado. Por su parte, el de Abe seguía ordenado e inmaculado, pues no había ni una carpeta a la vista.

– Dios me salve de las empleadas picajosas -masculló la detective.

Stacy se había molestado porque Mia no había apreciado lo suficiente el esfuerzo que había hecho de ordenar el escritorio… motivo por el cual en ese momento ni siquiera lograba ver la mesa. Sin pronunciar palabra se dirigió a su escritorio y depositó la caja en el suelo.

Con más tranquilidad, Solliday apoyó la caja que llevaba en el escritorio de Abe y tomó asiento en su silla.

Sin poder reprimir el reflejo, Mia estiró la mano y de su garganta escapó un grito de protesta:

– ¡No! -Solliday levantó la cabeza y cuando sus miradas se cruzaron la detective se ruborizó-. Disculpa. Ha sido una tontería.

El teniente sonrió.

– Te prometo que no apoyaré mis sucios zapatos en su escritorio -replicó y su tono irónico llevó a Mia a sonreír al tiempo que se sentaba.

– Perdona. Abe querría que estuvieras cómodo. Lo que ocurre es que hace mucho que no estoy tan cansada.

– Lo sé. Hemos pasado en vela casi toda la noche y después… bueno, después, esa clase de dolor. -Solliday sacó una pila de carpetas de su caja-. Ese sufrimiento te deja prácticamente sin alma.

Mia parpadeó.

– Solliday, lo que acabas de decir es extraordinariamente poético. Me refiero… me refiero a un poema de verdad, nada que ver con «los raperos matones».

Reed clavó la mirada en las carpetas.

– ¿Cómo quieres hacerlo? -preguntó.

Picada por la curiosidad, Mia se echó hacia delante y vio que las mejillas del teniente estaban encendidas.

– Solliday, te has ruborizado.

El teniente ladeó la cabeza, se negó tercamente a mirarla y Mitchell se sintió encantada.

– Propongo que repasemos los expedientes a los que el jefe de Hill atribuyó más importancia -dijo Reed.

– Sí, claro. Te refieres a los numerosos pirómanos que Penny Hill intentó colocar en hogares de acogida. Tenemos que hacerlo sistemáticamente porque, de lo contrario, jamás encontraremos una conexión. ¿Qué tal si apuntas los nombres que aparecen en los archivos de Hill y yo hago lo mismo con los de Burnette? Dentro de una hora paramos y los comparamos. -Mia miró las cajas con cara seria-. Me gustaría saber por dónde empezar.

Solliday se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de analgésicos.

– Empieza por esto. De solo mirarte me duele todo. Has acarreado la condenada caja como si no tuvieses un agujero en el hombro.

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