– Dice… el periódico dice que la policía sospecha que la asesinaron.
– Así es, señorita -confirmó Solliday y Margaret rompió a llorar.
– Perdonen… -musitó la mujer-. No puedo… ¡Dios mío! ¡Ay, mi madre!
Mia le cogió la mano.
– ¿Su madre le comentó si estaba preocupada por algo o por alguien?
Margaret hizo denodados esfuerzos por controlarse.
– Mi madre era trabajadora social y durante veinticinco años cada semana se ocupó de salvar a menores con madres desequilibradas y padres maltratadores.
– ¿Se preocupaba por esos padres? -preguntó Solliday.
– En realidad, no. A veces le inquietaba visitar sus casas. Una vez le dispararon y estuvo a punto de morir. Me alegré mucho de su decisión de retirarse y pensé que, por fin, podría dormir por la noche.
– ¿No dormía? Acaba de decir que los padres no le inquietaban -añadió Mia.
– Y así era. -La sonrisa de Margaret fue de amargura-. Le aterrorizaba la posibilidad de que algo se le pasara por alto. Si se le escapaba un detalle, un menor se vería afectado. Mi madre solía despertarse gritando en plena noche. Las cosas empeoraron después de que le dispararon. Entonces pensamos que la habíamos perdido. Yo solo tenía quince años.
– ¿Qué sucedió con el agresor?
– Lo condenaron y encarcelaron. A mi madre solo la hirió, pero mató a su esposa.
– ¿Sigue en prisión?
– Supongo que sí. En el caso de que salga tienen que avisarnos.
Mia tomó nota.
– Señorita Hill, ¿alguien tenía un problema personal con su madre?
Margaret asintió antes de responder:
– Mi ex marido quería matarla.
Solliday enarcó las cejas e inquirió:
– ¿Por qué?
– Porque finalmente mi madre me convenció de que lo dejase. Hace dos meses pedí el divorcio. Mamá podría haber recitado «ya te lo decía yo», pero no lo hizo.
– ¿Por qué se separó? -preguntó Mia y Margaret se arremangó. Solliday no pudo refrenar un respingo. Los brazos de la mujer estaban cubiertos de pequeñas cicatrices redondas: quemaduras de cigarrillo. Mia apretó los labios-. Está bien, ya me ha respondido.
– Señorita Hill, ¿dónde está su ex marido? -preguntó Solliday con voz tensa.
Mia notó que el teniente estaba muy indignado, aunque se controló, lo que consideró positivo.
– En Milwaukee.
Mia bajó las mangas del abrigo de Margaret.
– ¿Su madre estaba al tanto de los malos tratos?
– Durante una temporada logré ocultarlos, pero al final los descubrió.
– ¿Cómo reaccionó su ex marido al darse cuenta de que usted se había ido?
– Doug intentó entrar por la fuerza en casa de mi madre, que lo amenazó con llamar a la policía. Se largó sin dejar de maldecirla. Yo permanecí oculta en el cuarto trasero. Por lo visto, acabé huyendo de Doug tal como escapé de mi madre.
Solliday arrugó el entrecejo.
– ¿A qué se refiere?
– La relación entre mi madre y yo fue difícil. Supongo que me casé con Doug simplemente para castigarla. La autoritaria trabajadora social era incapaz de controlar a su propia hija. Es imposible que lo entiendan.
Mia se acordó de su hermana. «Tengo que decirle a Kelsey lo que sucedió en el entierro de Bobby».
– Le aseguro que la entiendo. Necesitamos el nombre completo y la dirección de su ex marido.
Margaret apretó los dientes y, al tiempo que escribía, dijo:
– Se apellida Davis. Odio a ese cabrón.
– También la entiendo -añadió Mia. Reparó en la expresión de Solliday, que la miró más a fondo de lo que estaba dispuesta a mostrar. Experimentó un escalofrío y se concentró tenazmente en Margaret-. Señorita Hill, ¿a su ex marido le gustan los animales?
– No. Detesta a los perros. Cuando me marché llevé a Milo a casa de mi madre… Ay, por favor. ¿Milo está vivo?
– Al parecer no estaba en la casa cuando se produjo el incendio -intervino Solliday.
El alivio y la confusión libraron una batalla en la expresión de Margaret Hill.
– Mi madre nunca lo dejaba suelto.
– Si lo encontramos le avisaremos -aseguró Mitchell-. Su hermano llega mañana.
Margaret cerró los ojos.
– Vaya, fantástico.
– ¿No se lleva bien con su hermano? -quiso saber Solliday.
– Mi hermano es un buen hombre, pero no nos entendemos. Cierta vez me dijo que le causaría a mi madre más problemas de los que podía resolver. Supongo que tenía razón. No suele equivocarse. -Se incorporó sin tenerlas todas consigo-. ¿Cuándo podré ver a mi madre?
– Lo siento, pero no es posible -explicó Mia con amabilidad.
Tortuosas emociones demudaron el semblante de la mujer antes de asentir e irse.
Mitchell se dirigió a Solliday y opinó:
– Tal vez Doug es un cabrón que maltrataba a su esposa, pero no creo que haya provocado el incendio.
– Estamos de acuerdo. De todos modos, cuanto antes lo excluyamos, menos tardará Margaret Hill en librarse de parte del sentimiento de culpa. -Reed consultó el reloj-. Llama a la policía de Milwaukee mientras conduzco.
Mia frunció el ceño.
– ¿Adónde vamos?
– A la universidad. Tenemos que hablar con las amigas de Caitlin. He llamado a la encargada de la residencia de la hermandad y reunirá a las chicas a las cinco y media.
– ¿Cuándo has llamado?
– Mientras dormías. -Reed le pidió que guardase silencio cuando la detective abrió la boca para protestar-. No digas que lo sientes. Te has pasado la noche en vela. Ayer detuviste a un tío y deberías seguir de baja. Mia, me parece que incluso tú necesitas dormir.
Más allá de la crítica, esas palabras contenían una paradójica admiración.
– Bueno, gracias.
Martes, 28 de noviembre, 16:30 horas
El individuo preguntó arrastrando la voz:
– Hola. Por favor, ¿puedo hablar con Emily Richter?
La anciana dejó escapar un suspiro de resignación.
– Soy yo. ¿Con quién hablo?
– Me llamo Tom Johnson y llamo del Bulletin de Chicago.
– ¿Cómo se las arreglan los periodistas para averiguar mi número de teléfono?
– Señora, su número figura en el listín.
«¡Maldita idiota!», pensó.
– Está bien. -Emily Richter se sorbió la nariz-. Ya he hablado con una periodista. Se llama… se llama Carmichael. Hable con ella si quiere los detalles del incendio.
– Verá, señora, en realidad no me ocupo del incendio propiamente dicho. Pertenezco a otra sección. Me gustaría sacar a sus vecinos en un pequeño artículo para que la comunidad se entere de lo que necesitan. Bueno, ya que estamos en época de celebraciones quiero echar una mano a esa gente. Solo dispongo de unas horas para cerrar el artículo y no sabe cuánto le agradecería que me ayudara.
– ¿Qué quiere de mí? -espetó la vieja.
«Viejo saco de huesos, me encantaría cerrarte el pico», se dijo, pero habló con tono relajado y afable:
– He intentado ponerme en contacto con los Dougherty, pero nadie sabe dónde están. Quiero hablar con ellos para saber qué necesitan.
– Esta misma mañana han regresado de Florida. Estuvieron aquí y hablaron con la policía. En cuanto los agentes se fueron salí, como es lógico, a ofrecerles mi ayuda.
«Como es lógico…»
– Por casualidad, ¿dijeron dónde se hospedan?
– No lo pregunté, pero llevaban una autorización de aparcamiento del Beacon Inn.
«Demos gracias a Dios por las viejas chismosas y entrometidas», pensó, y esbozó una sonrisa.
– Gracias, señora, y felices fiestas -se despidió y colgó lleno de satisfacción.
«Señora Dougherty, usted y yo tenemos una cita ardiente». Rio entre dientes. Pensó en la cita ardiente y se dijo que, a veces, sus propias palabras le causaban mucha gracia. Sacó el pesado listín de debajo del teléfono público, averiguó el número del hotel, se metió la mano en el bolsillo en busca de más monedas y marcó.
– Beacon Inn, soy Tania -se identificó una mujer desenvuelta-. ¿En qué puedo ayudarle?
El individuo habló con voz ronca: