– Así es. Un infierno. El fuego devoró prácticamente media manzana. -Reed podía oír el martilleo de un teclado. Tennant estaba comprobando sus datos.
– Encontrará cuatro entradas mías en la base de datos. Cabe la posibilidad de que ese incendio esté relacionado con un asesino pirómano en serie de Chicago. ¿Cómo se llamaba el propietario de la casa?
– Ahora mismo no puedo darle esa información.
Reed dejó escapar un suspiro impaciente.
– ¿Puede decirme al menos si el apellido era Young?
Hubo un leve titubeo.
– Sí. Tyler Young.
«Uno de los hijos. Mierda».
– ¿Ha sobrevivido?
Tennant vaciló.
– Primero debo comprobar su identidad. Dígame su número de placa.
Reed lo recitó de un tirón.
– Dese prisa. Llámeme en cuanto lo haya verificado.
Habían encontrado a uno de los Young. Demasiado tarde, al parecer. Quizá aún estuvieran a tiempo de prevenir a los otros tres. Procedió a marcar el número de Mia pero cambió de parecer. Esperaría a que Tennant telefoneara.
Los aullidos del cachorro rompieron el silencio. Por lo visto Biggles estaba fuera, pero no había oído a Beth bajar para dejarlo salir. Entonces el silbido agudo del detector de humos se sumó al bullicio. Con el corazón en un puño, Reed subió la escalera como una bala mientras marcaba el número de emergencias. ¡Beth estaba arriba! El humo ya inundaba el pasillo.
– Fuego en el 356 de Morgan. Repito, fuego en el 356 de Morgan. Hay gente en la casa.
– Señor, tiene que salir -dijo la operadora.
– ¡Mi hija está dentro!
– Señor…
Reed cerró el teléfono y agarró el extintor de la pared.
– ¡Beth!
Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro. Beth tenía puestos los auriculares. No podía oírlo. Arremetió contra la puerta y resquebrajó la madera. Durante una fracción de segundo contempló, horrorizado, las llamas que lamían las paredes y el humo que invadía la habitación.
– ¡Beth! -Corrió hasta la cama, tiró de la manta y vació el extintor en la base de las llamas, pero la cama estaba vacía.
Beth no estaba. ¡No estaba! Corrió hasta el pasillo, miró en el cuarto de baño, en la habitación de invitados ¡Nada! Tocó la puerta de su dormitorio y se le abrasó la mano.
Regresó al cuarto de baño. «Moja las toallas. Cúbrete las manos y la cara». Actuando con el piloto automático, abrió de un empujón la puerta de su dormitorio. La ola de calor lo derribó. Su cama aparecía devorada por las llamas. Giró sobre su estómago y trató de entrar a rastras. «¡Mi pequeña!»
– ¡Beth! Estoy aquí. Habla. Hazme saber dónde estás.
Pero apenas podía oír el sonido de su propia voz por encima del fragor y los silbidos. De repente unas manos tiraron de él e intentó soltarse.
– ¡No! Mi hija está aquí. Mi hija sigue aquí.
Fue sacado de la habitación a rastras por bomberos completamente equipados. Máscaras de oxígeno cubrían sus caras. Uno de ellos se la levantó.
– ¿Reed? ¡Por Dios, tío, sal de aquí!
Reed se los quitó de encima.
– Mi hija sigue aquí. -El humo le inundó los pulmones y cayó de rodillas, tosiendo hasta quedarse sin aliento.
– Nosotros la encontraremos. Sal de aquí.
Uno de los hombres lo empujó hasta la calle y se lo entrego a un sanitario de urgencias.
– Es el teniente Solliday. Su hija está dentro. No dejes que vuelva a entrar.
Reed se soltó del sanitario con vehemencia, pero otro ataque de tos lo dejó sin respiración. El sanitario se lo llevó a la ambulancia y le colocó una mascarilla de oxígeno en la cara.
– Respire, teniente. Y ahora siéntese.
– Beth. -El cuerpo no le respondía. Solo podía quedarse ahí, viendo cómo una de las ventanas reventaba.
El sanitario le estaba vendando las manos.
– La encontrarán, señor.
Reed cerró los ojos. «Beth está dentro. Está muerta. No llegarán a tiempo».
«No he podido salvar a mi hija». Entumecido, tomó asiento y esperó.
Sábado, 2 de diciembre, 23:10 horas
Los hombres se habían congregado alrededor de la mesa de billar y Mia calculó que al menos dos de los tipos eran de los que matarían por estar con ella. En el pasado se habría sentido halagada, pero, tal como le había contado a Reed, el problema nunca había sido el sexo, sino la intimidad. Pero el hombre con quien se había mostrado realmente íntima, compartiendo sus secretos más profundos, no la quería.
Por lo menos no como ella quería. No le cabía la menor duda de que Reed Solliday la deseaba sexualmente. Incluso sabía lo mucho que quería desearla emocionalmente. Pero tenía miedo. Como ella. Y mientras ella no superara ese miedo, seguiría llegando cada día a una casa vacía y seguiría siendo la tía Mia de los hijos de los demás.
– He ganado -anunció Larry Fletcher y dejó su taco sobre la mesa.
– Has hecho trampa -le corrigió Mia con una sonrisa-. Lo he pasado muy bien, pero ahora debo irme. -Adónde, no estaba segura. Los dos aduladores protestaron, entonces sonó un aviso por radio y todos guardaron silencio Cuando quedó claro que no era para el retén 172, reanudaron la charla, pero Mia escuchó una frase que le heló el corazón.
– Callad.
– No es para nosotros, Mia -dijo David, pero ella ya corría hacia la escalera.
– Es la casa de Reed -dijo por encima del hombro, y reparó en el rostro grave de Larry.
Él también lo había oído.
– Voy contigo -dijo, siguiéndola.
Sábado, 2 de diciembre, 23:25 horas
Mia corrió hasta la ambulancia.
– Dios mío, Reed. -Tenía el semblante inerte, salvo por las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Llevaba las manos vendadas y una máscara de oxígeno colgada del cuello. Se arrodilló-. ¿Reed?
– Beth está dentro -dijo con voz inexpresiva. «Muerta»-. No he podido encontrar a mi pequeña.
Mia le tomó la mano vendada.
– ¿Dónde está Lauren?
– Tenía una cita -explicó-. En casa solo estábamos Beth y yo.
– Reed, escúchame, ¿has mirado en la habitación de Beth?
Él asintió mecánicamente.
– No estaba.
«¡Será majadera!», pensó Mia, furiosa con la muchacha por causarle semejante dolor a su padre. Beth había vuelto a escaparse por la ventana.
– Larry, quédate con él. -Se alejó empuñando la radio-. Soy Mitchell, de Homicidios. Necesito un coche patrulla que acuda como una bala dentro de lo prudente, con luces y sirenas, al Rendezvous Café. -Les facilitó la dirección-. Dígales que busquen a «Liz» Solliday y monten una escena. Y si está ahí, que le den un susto de muerte.
– Esto… entendido, detective Mitchell -dijo la operadora con cautela.
– No, no lo entiende. Su casa está ardiendo y el padre cree que la muchacha está dentro.
– Unidad en camino, detective.
Mia aguardó, martilleando el suelo con impaciencia, mientras veía a Reed sufrir innecesariamente. Entonces su indignación flaqueó. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si Beth se encontraba realmente dentro? Podría estar muerta. Kates había actuado allí, en la mismísima casa de Reed.
Después de verlo contemplar su casa en llamas durante lo que le pareció una eternidad, la radio crepitó y escuchó su nombre.
– Mitchell al habla.
– La chica está a salvo y, esto… con un susto de muerte. ¿Quiere que la lleven a casa?
– Sí. Que viaje en el asiento de atrás. Y asegúrese de que todo el mundo los vea. -Mia se acercó a Reed con paso tembloroso-. Reed, Beth está bien. No estaba en casa.
Reed abrió los ojos de par en par.
– ¿Qué?
– Salió por la ventana. Probablemente lleva horas fuera de casa.
La mirada de Reed se nubló.
– ¿Dónde está? -preguntó, pronunciando detenidamente cada palabra.
– En un concurso de poesía en el centro de la ciudad. Un lugar llamado Rendezvous Café. Un coche patrulla la trae de camino con luces y sirenas. -Mia reprimió una sonrisa-. Les he pedido que la asustaran.