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Mia le pasó un brazo por los hombros.

– Bien.

Tras unos minutos de rigidez, Jeremy apoyó la cabeza en su hombro. Y permaneció así hasta que terminó el programa.

Sábado, 2 de diciembre, 21:20 horas

Mia aparcó frente a la casa de Dana más tarde de lo que tenía previsto. Había pasado más tiempo con Jeremy del que había planeado. Pero después de la semana que había tenido, le había sentado bien pasar un rato con un niño que había necesitado que estuviera allí tanto como ella.

Tenía la mano en el pomo de la puerta de la calle cuando Dana y Ethan aparecieron en la ventana. Dana estaba riendo y Ethan tenía una mano en su barriga. Luego se inclinó y habló hacia la cintura de Dana. Y así, sin necesidad de más, Mia comprendió.

Para su consternación, no sintió una oleada de alegría, solo una enorme tristeza. Y vergüenza. Su mejor amiga estaba embarazada y había estado demasiado preocupada por el estado emocional de Mia para mostrar su dicha. «¿Cuán egoísta puedo ser?» Esa noche, mucho. Como una cobarde, retrocedió y casi había llegado al coche cuando la puerta de la calle se abrió.

– Mia. -Dana se detuvo en el porche, tiritando-. Entra, por lo que más quieras.

Mia negó con la cabeza. Apretó los labios. Respiró hondo y se obligó a sonreír.

– Acabo de darme cuenta de que llego tarde. He prometido… -Pero ninguna mentira brotó de sus labios y Dana la miró apenada.

– Lo siento. Quería decírtelo.

– Lo sé. -Mia tragó saliva-. Vendré a verte mañana para que me cuentes todos los detalles.

Dana asintió con tristeza.

– ¿Dónde piensas pasar la noche?

– En casa de Lauren. -«Cuando haya vida en Marte»-. Por cierto, ¿tienes sitio para otro niño?

– Pues ahora que lo dices, sí. Servicios Sociales entregó al niño que tenía que volver con nosotros a su madre.

– Tengo un niño que necesita una buena casa. Anoche asesinaron a su madre.

Los ojos de Dana se humedecieron.

– Hormonas -musitó-. ¿Cómo se llama?

– Jeremy Lukowitch. Es un gran chico. -Que merecía una vida mejor que la que tenía. «Aunque, ¿no la merecemos todos?»-. Ahora debo irme. Descansa. -Mia sonrió torpemente-. Pon agua a hervir.

Se había visto obligado a estacionar lejos, en una calle secundaria, para no ser visto. Pero había valido la pena. Por los prismáticos vio a Mitchell hablar con la pelirroja, subir al coche y largarse. La siguió.

Ni siquiera había tenido que esperar demasiado. Había hecho una parada en el camino para pertrecharse. En el registro público había encontrado la dirección de su madre. Y, llevado por un antojo, también buscó la de Solliday. Tarde o temprano, Mitchell tendría que aparecer en uno de esos lugares. Y si se desesperaba, había planeado esperarla frente a la comisaría. Pero la suerte había querido que ninguna de esas medidas fuera necesaria. Había localizado a Mitchell. La seguiría, y cuando bajara la guardia, iría tras ella. Tarde o temprano tendría que dormir.

De repente, al llegar a la autopista, Mitchell aceleró y se deslizó delante de un camión de grandes dimensiones. Con el corazón en la garganta, pisó a fondo el acelerador, pero ya no podía verla. Se le había escapado.

«La he perdido». Su ira era fría como el hielo. Vale, tendría que hacer que ella viniera a él.

Sábado, 2 de diciembre, 22:00 horas

Decían que la tristeza busca compañía, y debía de ser cierto, porque después de deshacerse de la pesada y embustera Carmichael, Mia se descubrió estacionada delante del Retén de Bomberos 172 con la esperanza de encontrar a David Hunter de guardia. Estaba en la cocina preparando chile con carne.

– Qué típico -dijo, y David se dio la vuelta, sorprendido.

El bombero encogió los hombros.

– Y encima está bueno. ¿Quieres?

– Claro. -Mia se sentó a la mesa-. Huele bien.

– Cocino bien. -Le colocó un cuenco delante-. ¿Lo has cogido?

– Todavía no.

– Entonces, ¿qué haces aquí?

Mia puso los ojos en blanco.

– Juro que a la próxima persona que me pregunte eso la tumbo. Venía a ver cómo estás. El incendio en casa de Brooke Adler fue… devastador.

David se sentó con ella a la mesa.

– Lo superaré. Estoy convencido de que tú ves cosas peores regularmente.

Mia pensó en Brooke Adler, en las quemaduras y el dolor atroz de la mujer.

– No creo. Aquello fue tremendo, David. No te sientas mal si necesitas hablar con alguien.

David no respondió, dejándole contemplar su cara de modelo y compararla con la de Reed. Debía de estar chiflada, porque Reed salía vencedor. Mia suspiró.

– Ojalá te deseara a ti, David.

Tras su pasmo inicial, David sonrió con ironía.

– Lo mismo digo.

– ¿También tú?

El bombero rio con pesar.

– A veces me pregunto por qué una persona te va y otra no. Lo siento, Mia, pero tú no eres mi tipo. Aunque sé de unos cinco tíos de este retén que matarían por estar contigo. Metafóricamente hablando, claro.

– Claro. -Cuando hubiera superado lo de Reed, le pediría a David que le presentara a alguno de esos chicos-. No la has olvidado, ¿verdad? -Dana, a quien David había amado durante años y que no tenía ni la más remota idea del daño que le había hecho.

Él cerró sus ojos grises.

– Come chile, Mia.

– Vale. Oye, la otra noche mi coche sufrió una emboscada. El departamento me arreglará los cristales, pero una de las balas golpeó el capó. ¿Le echarás un vistazo en tu taller?

David enarcó sus negras cejas.

– ¿Han tiroteado tu coche? ¿Tu pequeño Alfa?

– Ajá. -Mia sonrió-. Fue emocionante.

David echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, y por un momento Mia se preguntó si ella y Dana eran unas memas sin ojos en la cara.

– Apuesto a que lo fue. -Recuperó la seriedad-. ¿Por qué has venido, Mia?

Debería contarle lo de Dana y el bebé, porque si para ella había sido duro, más lo sería para él. Mejor otro día.

– Esta noche no tenía plan.

La mirada de David se nubló.

– Está bien. Arriba tenemos una mesa de billar.

– ¿Podré bajar por la barra?

David sonrió, iluminando la lúgubre atmósfera.

– Claro.

– En ese caso, que se preparen.

Sábado, 2 de diciembre, 22:50 horas

Lauren tenía una cita y Beth estaba de morros. Eran las once de un sábado y estaba solo. Cerró los ojos y se permitió reconocer que no quería estar solo. Quería a Mia allí, con él. Quería su boca descarada, sus bruscos modales, sus suaves curvas. Dios, qué suaves eran sus curvas. Recordó la sensación de sumergirse en ella, de empujar contra ella, de llenarse las manos de ella. Había estado…

Perfecta. Abrió los ojos y contempló la pared, preguntándose si se había vuelto ciego y estúpido. Perfecta. Mia no era elegante y el hogar que creara estaría lleno de cajas de comida precocinada y sábanas que no hacían juego. Pero sería un hogar. Ella le hacía…

Feliz. Se tocó la cadena que llevaba en el cuello. Le había hecho daño. A Mia.

Pero no era demasiado tarde. No podía serlo. Se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro. No permitiría que lo fuera.

El ordenador pitó. O tenía un correo nuevo o una entrada nueva en la búsqueda que había programado tres veces al día. Se sentó delante de la pantalla y dejó de respirar. Era una entrada nueva en la búsqueda del catalizador sólido. Las primeras cuatro entradas eran suyas, pero la quinta había sido registrada esa misma tarde. Por un tal Tom Tennant de Indianápolis.

Reed encontró el número del Cuerpo de Bomberos de Indianápolis. Diez minutos y tres transferencias más tarde, lo tuvo al otro lado de la línea.

– Tennant. -Era un gruñido amodorrado.

– ¿Tom Tennant? Me llamo Reed Solliday, de la OFI de Chicago. Esta tarde ha registrado en la base de datos un incendio por gas natural donde se había utilizado un catalizador sólido.

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