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– Conmigo. Se lo diremos juntos.

Mia asintió.

– De acuerdo. Vamos.

Sábado, 2 de diciembre, 8:10 horas

Mia y Reed protegieron a Jeremy con sus cuerpos mientras los técnicos forenses sacaban a su madre en una bolsa. Pero el muchacho no estaba mirando. Tenía los ojos clavados al frente. Cuando la ambulancia hubo partido, Mia se agachó.

– Jeremy, cariño, tengo que examinar tu casa.

– ¿Qué ocurrirá conmigo? -preguntó en una voz tan queda que Mia tuvo que inclinarse para entender las palabras-. Mi mamá ha muerto y mi papá se ha ido. ¿Quién cuidará de mí?

«Yo», quiso decir, pero no lo hizo. Se trataba de un niño, no de un gato.

– He llamado a una asistente social. Te darán un hogar temporal mientras buscamos una solución.

– Una casa de acogida -repuso Jeremy débilmente-. Los he visto en la tele. Allí hacen daño a los niños.

Reed lanzó una mirada rauda a Mia y esta retrocedió. Se puso en cuclillas delante de Jeremy.

– Hijo, sé lo que has visto en la tele, pero has de entender que solo enseñan los casos malos y que en realidad son muy pocos. -El muchacho no le creyó, así que probó de nuevo-. Jeremy, tu eres un niño muy listo. ¿Cuántos aviones crees que vuelan cada día en Estados Unidos?

Jeremy volvió la cabeza.

– Miles -respondió.

– Exacto. ¿Cuántas veces oyes hablar de accidentes de avión en las noticias? Pocas. Oyes hablar de algún que otro avión malo, pero nunca de los miles de aviones buenos que cada día llegan felizmente a su destino. Lo mismo ocurre con los hogares de acogida. Los hay malos, pero son pocos. Yo crecí en un hogar de acogida bueno, así que sé de lo que hablo.

Jeremy dejó caer los hombros.

– Vale. -Miró a Mia-. ¿Puedo seguir viéndola?

Mia sintió una opresión en el corazón.

– Claro. Ahora tenemos que trabajar, Jeremy. No te muevas de aquí y no te marches a menos que sea conmigo, con el teniente Solliday o con uno de esos agentes.

Su mirada era demasiado inteligente para un niño de siete años.

– No soy tonto, detective Mitchell.

Mia le alborotó el pelo.

– Lo sé.

Murphy agitó un brazo.

– Tengo la orden.

– Ha estado bien lo que le has dicho -lee murmuró Mia a Reed mientras se alejaban-. Gracias.

– Mia…

– Ahora no, Reed. No puedo. -Echó a correr y él se quedó mirando su espalda. Desconcertado y dividido, la siguió para ver qué tesoros estaba a punto de desenterrar Jack.

Sábado, 2 de diciembre, 10:30 horas

Era un buen día para estar vivo. Finalmente las cosas estaban mejorando. Alegra esa cara. Sonrió mientras se decía tonterías como esa. Había dejado a Tyler vivo y en llamas. Enormemente gratificante. Había estado a punto de poner rumbo a Santa Fe, pero el subidón de adrenalina le había bajado deprisa. Agotado, encontró un motel barato junto a la carretera y se acostó. Cuando despertó, volvía a pensar con claridad. Iría a Santa Fe por carreteras secundarias. Una vez allí, y una vez concluido su plan, México le parecía la mejor opción para pasar inadvertido. Transcurrido un tiempo ya nadie se acordaría de su foto y podría regresar.

Tenía que ser discreto. Esconderse como una chica. Porque Mitchell había colgado su foto por todas partes.

La ira contra esa mujer hirvió con fuerza y trató de sofocarla. Había intentado cargársela en una ocasión. Tenía que aprender de Laura Dougherty. Escuchar al destino. Fluir.

Recuperó el control y con él los problemas logísticos de su plan. Cuando abandonase México, no regresaría a Chicago. Se establecería en el sur, donde hacía calor. Por tanto, necesitaba recuperar sus cosas. Sus recuerdos. Eso suponía otras ocho horas de su vida, de Indianápolis a Chicago y vuelta al sur, de donde había salido esa mañana. Pero había esperado diez años. ¿Qué eran ocho horas más? Quería sus cosas.

Su instinto se puso en guardia varias manzanas antes de llegar a su casa. Giró dos manzanas antes y se detuvo. Podía ver coches patrulla, furgonetas y hombres con palas. En su casa.

Mitchell había encontrado su casa. Había cogido sus cosas. Dio la vuelta con frialdad. Al infierno con el destino. Esa mujer tenía que pagar. Había esquivado una bala dos veces esa semana. Zorra afortunada. Pero la suerte estaba a punto de acabársele.

Sábado, 2 de diciembre, 11:45 horas

Mia se balanceó sobre los talones, los puños en las caderas. La mesa estaba repleta de los objetos que habían desenterrado en el jardín de los Lukowitch. Y habían necesitado los aparatos de rayos X y los detectores de metales. Por lo menos, Jeremy estaría orgulloso de eso.

– Es sorprendente. -Spinnelli estaba examinando cada objeto-. Tenemos el bolso de Caitlin, un collar de Penny, catorce juegos de llaves… zapatos, más collares… Dios santo.

– Estas llaves son del doctor Thompson -explicó Reed-. Y estas de Brooke. Creemos que las cogió el miércoles por la noche, cuando Brooke estaba con unas cervezas de más. Estas son de Tania, la subdirectora del hotel, y estas de Niki Markov, la representante. El resto no sabemos a quién pertenece.

– Ahora ya podemos relacionarlo con los asesinatos de Burnette y Hill -dijo Spinnelli con satisfacción-. Todavía quiero a los forenses, pero esto es mucho más de lo que teníamos hasta ahora.

– Atlantic City ha enviado a alguien para examinar todo esto -dijo Aidan-. Las mujeres a las que violó allí dicen que les quitó las llaves, su forma de decir que podía volver cuando quisiera.

– Hijo de puta -farfulló Reed.

– Creo que todos compartimos ese sentimiento -declaró Spinnelli-. Ha telefoneado Sam. Dice que la prueba de orina de Ivonne Lukowitch mostraba Valium mezclado con cianuro, no el somnífero que le habían recetado.

– Hemos encontrado un recibo de una tienda de fotografía -dijo Jack-. Nuestro hombre compró allí el cianuro. Se utiliza para el revelado de fotos. Sam dijo que la mujer no habría notado nada.

Mia suspiró.

– Más adelante será importante para Jeremy saber que su madre no se suicidó. Ahora, siendo un niño de siete años aterrorizado, eso no representa demasiado consuelo. Jeremy dijo que su madre conoció a White el pasado junio, mientras dirigía una clase de adiestramiento canino en el parque. Llegó a casa hablando del hombre que acababa de conocer. White le llevaba vino y rosas. A las tres semanas ella le propuso que viviera con ellos.

– Qué rápida -comentó Jack.

– Se sentía sola -replicó Mia-. Hemos encontrado en su cuerpo una cicatriz que va desde la clavícula hasta el pecho, de una cuchillada. Jeremy dice que White se la hizo la misma noche que se fue a vivir a la casa. Le dijo a Ivonne que si lo contaba le haría algo peor a Jeremy. Jeremy y su madre han vivido aterrorizados desde finales de junio.

– Y seguimos sin saber cómo se llama -dijo amargamente Murphy.

Spinnelli se mostró esperanzado.

– Puede que tenga algo para vosotros. Esta mañana he recibido una llamada del depósito municipal. Recuperaron un coche cuyo robo había sido denunciado el jueves. Lo encontraron en la zona que Murphy estaba rastreando. Los del depósito encontraron un libro debajo del asiento.

Reed se enderezó de golpe.

– ¿Un libro de matemáticas?

Spinnelli esbozó una sonrisa astuta.

– De álgebra. Estará aquí en unos minutos. Hasta entonces, ¿qué hacemos?

– Yo estoy siguiendo las pistas de la foto que apareció en los informativos -explicó Aidan-. Y seré el enlace con el Departamento de Policía de Atlantic City. Envié la foto al Departamento de Policía de Detroit, pero todavía no han dicho nada.

– Sigue insistiendo -pidió Spinnelli-. ¿Mia?

– Tenemos la lista de Servicios Sociales de todos los niños que Penny Hill colocó con los Dougherty. Hoy nos ocuparemos de eso. Tenemos nueve nombres sin dirección que rastrear y algunas coartadas de las direcciones conocidas que verificar.

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