Y así lo hizo, observando con placer cómo los ojos de Tyler bizqueaban de dolor. Luego se pasó el tubo de una mano a otra.
– Por lo general, a estas alturas ya he terminado con el tubo -dijo con desenfado-, pero contigo tengo planeado darle otra utilidad. A mí no me gustan los hombres, solo las mujeres, pero no quiero que eso me impida darte el mismo placer que tú me diste a mí. -Advirtió que Tyler comprendía-. Genial. Oh, ¿y el cuchillo? Normalmente me limito a rebanar gargantas con él, pero también en este caso le tengo planeada otra utilidad. -Le sonrió a su víctima, a la que mantenía viva porque quería. Tyler moriría cuando él quisiera-. Entonces nos llamabas mariquitas. Ahora sabrás qué significa realmente esa expresión. Que empiece de una vez el espectáculo, Tyler. Antes de que se acabe el oxígeno.
Chicago, sábado, 2 de diciembre, 6:35 horas
Murphy vio a Mia acercarse al coche. Estaba despierto, pero contempló agradecido las tazas de café que sostenía. Bajó y se desperezó, luego cogió una taza.
– Gracias.
Mia se apoyó en el coche, de cara a la casa.
– ¿Alguna novedad?
– White no ha vuelto, pero el niño ha estado vigilando. Ahí está de nuevo.
Una vez más, las cortinas cedieron y unos dedos menudos aparecieron. Una vez más, Mia sonrió dulcemente y saludó con la mano. Una vez más, el niño desapareció.
– Propongo que intentemos conseguir una orden de registro. Las hemos conseguido por menos.
– Pediré un coche patrulla que me sustituya durante la reunión. Nos coordinaremos con los demás.
Los demás. Eso incluía a Reed.
– Suéltalo de una vez, mujer -le ordenó Murphy con su estilo afable-. ¿Qué ha hecho el guapo de Solliday?
Mia sonrió, sorprendida de que todavía pudiera.
– Nada. No hizo promesas, Murphy, y no ha roto ninguna. Y yo he obtenido del trato dos noches de sexo alucinante.
Murphy hizo una mueca de dolor.
– Eso, refriégamelo. -Ladeó la cabeza-. Cuando quieras puedo destrozar esa cara bonita por ti.
– Mi héroe. -De repente se puso seria-. Mira lo que tenemos aquí.
La puerta de la casa se abrió y por ella apareció el niño, vestido para ir a la iglesia, con traje oscuro y corbata. Se detuvo en el porche, respiró hondo y caminó sin pausa, cruzando la calle, hasta donde ellos estaban. En la mano llevaba el folleto que le habían entregado a su madre. Estaba aplanado, pero alguien lo había estrujado. Tragó saliva de forma audible.
No tenía más de siete u ocho años. Tenía el pelo rubio rojizo, cuidadosamente humedecido y peinado, y la cara llena de pecas. Las pecas siempre habían sido la debilidad de Mia. Le tendió una mano solemne.
– Soy la detective Mitchell y este es el detective Murphy.
El niño le estrechó la mano.
– Yo soy Jeremy.
– ¿Jeremy Lukowitch? -preguntó Murphy, y el niño asintió.
– ¿Dónde está tu madre, Jeremy? -inquirió Mia.
– Todavía duerme. Creo que deberíamos ir a la comisaría -dijo el niño en un tono grave.
– Y puede que vayamos -dijo Mia, apoyando una rodilla en el suelo-. ¿Has visto al hombre de la foto, Jeremy?
– Sí.
– ¿Cuándo?
Jeremy volvió a tragar saliva.
– Muchas veces. A veces vive aquí.
«Oh, dulce bingo».
– ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que lo viste, cariño?
– El jueves por la mañana, antes de ir al colegio, pero esa mañana llegó tarde.
– ¿Recuerdas a qué hora?
– A las cinco cuarenta y cinco. Miré mi reloj. -Jeremy alzó el mentón-. Deberían conseguir una orden para registrar nuestro jardín trasero.
El corazón de Mia latía con fuerza, pero mantuvo la calma.
– ¿Qué encontraríamos?
– Enterró algo allí. -Jeremy empezó a contar con los dedos-. El jueves, el martes, el domingo y el viernes pasado.
Mia parpadeó.
– ¿El viernes pasado?
Jeremy asintió.
– Sí, señora. Estaré de acuerdo en testificar si nos dan a mí y a mi madre protección policial. Nos gustaría cambiarnos el apellido y mudarnos a… Iowa.
Mia miró a Murphy, que estaba intentando en vano reprimir una sonrisa, y de nuevo a Jeremy.
– Ves mucha tele, ¿verdad, Jeremy?
– Y leo -respondió-. Pero sobre todo veo la tele. -De repente empezó a temblarle la barbilla y su fachada se vino abajo-. He de conseguir protección para mi madre. Él le hizo daño una vez. Mucho daño. Mamá tiene miedo. -Los ojos se le inundaron de lágrimas-. Y siempre está llorando. Por favor, señora, no deje que él vuelva a hacerle daño a mi mamá. -Se quedó ahí quieto, tan valiente y solo, mientras las lágrimas le rodaban por las pecosas mejillas, y Mia tuvo que morderse la mejilla para no llorar con él.
Llorar dañaría la confianza de Jeremy en la policía. Pero sí lo envolvió en un fuerte abrazo.
– Protegeremos a tu mamá, Jeremy. No tienes de qué preocuparte, cariño.
Murphy ya había sacado la radio y estaba pidiendo refuerzos.
Mia retrocedió y secó las mejillas de Jeremy con los pulgares.
– ¿Tienes hambre?
Jeremy asintió mientras sorbía por la nariz.
– Anoche no terminamos de cenar.
– Tengo un burrito de desayuno en el coche. Lo compartiremos mientras esperamos a la CSU.
Jeremy asintió con suficiencia.
– Deberían traer aparatos de rayos X y detectores de metales.
A Mia le temblaron los labios.
– Se lo diré de tu parte.
Sábado, 2 de diciembre, 7:15 horas
Reed se detuvo detrás de una hilera de coches patrulla y furgonetas de la CSU. Todavía no habían empezado. Supuso que estaban esperando la orden de registro. Mia estaba apoyada en el coche de su departamento. Se acercó sin saber qué decir o cuál iba a ser su reacción.
No sabía lo que sentía. O lo que quería. No había pegado ojo en toda la noche. Mia levantó la vista y esbozó una sonrisa cordial que no logró alegrarle la mirada.
– Teniente Solliday -dijo formalmente-, tengo a alguien aquí a quien debería conocer.
Dentro del coche había un niño de rostro pecoso y pelo rubio rojizo.
– Teniente, le presento al señor Jeremy Lukowitch -dijo Mia-. Jeremy, te presento al teniente Solliday. Es investigador de incendios.
El miedo nubló la mirada del niño.
– La detective Mitchell dice que protegerá a mi mamá.
– Entonces lo hará. Es una buena policía.
Mia tragó saliva pero su sonrisa no flaqueó.
– Jeremy, espérame dentro del coche, donde hace menos frío. Confío en que no toques nada.
– No lo haré.
Mia se disponía a marcharse cuando introdujo nuevamente la cabeza por la ventanilla.
– Jeremy, no entraremos hasta que tengamos una orden, pero ¿crees que tu madre saldrá?
– Lo más seguro es que esté durmiendo. A veces toma pastillas para dormir.
Mia asintió.
– Volveré pronto. -Se alejó despacio pero su expresión era ahora grave-. Reed, ¿tienes la formación de técnico en urgencias médicas?
– Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que la madre tomó una sobredosis de pastillas?
Mia había echado a correr hacia la parte trasera de la casa, donde Jack Unger estaba esperando la orden para actuar.
– Puede que de manera inconsciente. Pero vio a White y vivía con él. No la dejará viva.
– ¿Tenemos la orden? -preguntó Jack.
– Todavía no. Creo que la madre tomó algunos somníferos. Vamos a entrar. -Mia embistió la puerta con el hombro y este crujió-. Qué daño -farfulló con una mueca.
– ¿En serio? -dijo Reed-. Aparta. -Y partió la puerta de un empujón. Desenfundaron sus armas y él la siguió.
– Señora Lukowitch, somos policías. -Mia corrió hasta el dormitorio, donde había una mujer tumbada en la cama en posición fetal-. Oh, mierda, mierda. Huelo a cianuro. -Se enfundó la pistola y le buscó el pulso. Finalmente dio un paso atrás-. Está muerta, Reed. Prácticamente en rigor mortis.
Reed suspiró.
– Once.
– Tenías razón, no estaba contando cadáveres. -Mia cerró los ojos-. ¿Cómo le digo ahora a ese chiquillo que su madre ha muerto?