Reiko pensó en el varapalo que había recibido la facción de Yanagisawa durante la guerra, y habló siguiendo una corazonada:
– ¿Estaba herido?
– Sí.
– De modo que estaba herido y no tenía adónde ir. Y apuesto a que, en cuanto estuvo recuperado, se fue. ¿No es así?
La expresión angustiada de Yugao reveló que Reiko había acertado.
– Tuvo que irse. Tenía cosas importantes que hacer.
– Más importantes que tú. Dime, cuando escapaste de la cárcel, ¿se alegró de verte?
– Tiene problemas que lo preocupan -espetó Yugao.
– Y tú te convertiste en uno de ellos -dedujo Reiko-. Sabía que podías ser su ruina. Y tenía razón. Has traído la ley hasta él. Te dejará tirada en cuanto pueda.
– No me importa -replicó Yugao, pero sus ojos resplandecían de lágrimas y tristeza; se le quebró la voz a medida que la abandonaba su arrogancia-. El es todo lo que tengo.
Por fin Reiko penetraba en Yugao, hasta el espíritu oculto tras su duro caparazón, La pérdida y las privaciones habían trazado el camino de su vida. Había perdido su inocencia, además del amor de su madre, por culpa de la depravación de su padre. Había perdido su hogar, su vida acomodada como hija de mercader y su lugar en la sociedad. Había perdido el afecto de su padre por culpa de su hermana. Tras asesinar a su familia, había perdido su parentela y su libertad. Ahora se aferraba desesperadamente a lo único que no había perdido todavía.
– ¡No consentiré que me alejéis de él! -gritó.
Reiko la compadeció al verla contener las lágrimas con un parpadeo. Su habitual escudo de hostilidad endureció sus facciones.
– Estoy harta de escucharos. -Tenía la voz ronca pero firme. En sus ojos ardía un odio que había empeorado porque Reiko la había obligado a abrirse-. Va siendo hora de acallaros para siempre.
Desarmado, ciego e indefenso, Sano se dio cuenta de que si las cosas seguían así, no tenía ninguna posibilidad. Debía hacerse con el control de la situación. Lo primero era salir de la trampa del Fantasma. Gateó por el suelo hasta encontrar una pared de paneles de madera. La palpó de un lado a otro y hacia arriba hasta que su mano topó con una hendidura. Metió los dedos y tiró. El panel se deslizó hacia un lado.
– ¿Qué estáis haciendo? -Kobori sabía que Sano intentaba tomar la iniciativa, y eso no le gustaba nada.
Tras el panel había otro, hecho de papel enmarcado por parteluces. Lo recorrían unas vetas de luz, suficientes para que Sano distinguiera que se encontraba solo en una habitación sin muebles. Descorrió el panel. Al otro lado había toscos tablones clavados en una puerta. La luna entraba por las rendijas que los separaban. Habían cegado la casa para protegerla de los ladrones. Sano tiró de los tablones con la mano izquierda; la derecha, junto con todo el brazo, seguía enturneada e inútil. Al ver que los tablones no cedían, empezó a aporrearlos.
– No podéis escapar de mí -susurró Kobori.
Su voz se acercaba, acompañada por pasos resonantes. Desesperado, Sano miró en derredor y distinguió una endeble escalera hecha con listones y postes de madera que se elevaba desde un rincón. Se abalanzó hacia ella.
– ¿Adonde vais? -La voz de Kobori sonó seca y áspera.
Sano llegó al final de la escalera, que terminaba en una plataforma de madera contra el techo. Hizo fuerza hacia arriba y se abrió una trampilla. Kobori había olvidado sellar esa salida o había pensado que Sano no la encontraría. Metió la cabeza por la abertura y la sacó a la brisa nocturna, fresca y pura.
– ¡Quieto! -ordenó Kobori con rudeza, elevando la voz-. ¡Regresad!
Con un esfuerzo torpe que casi le desgarra los músculos, Sano se izó al tejado. Se plantó en su desigual e inclinada superficie de juncos y se frotó el brazo y la mano derechos para reanimarlos. El tejado tenía unos doscientos pasos de largo y la mitad de ancho, con jorobas sobre sus hastiales. Por encima se cernía el nivel superior de la casa, su balcón y la elevada ladera cubierta de bosque. Por debajo se extendía la techumbre del nivel inferior, el valle y las colinas que descendían hacia las escasas y tenues luces de Edo. La luna estaba baja, pero al menos allí vería venir al Fantasma.
– Anoche intentaste matarme en mi propia casa -dijo Sano por el hueco de la trampilla-. Si todavía quieres hacerlo, sube aquí.
– Si queréis atraparme, volved dentro -replicó Kobori.
Aquel punto muerto aminoró el paso del tiempo hasta casi detenerlo. Sano flexionó el brazo y la mano. Sintió un cosquilleo a medida que desaparecía el entumecimiento. Entonces cayó en la cuenta de por qué el Fantasma mataba encubiertamente. No era sólo porque conociera los secretos del dim-mak.
– ¿Qué pasa, tienes miedo de enfrentarte conmigo cara a cara? -gritó.
Ningún samurái podía soportar que se pusiera en entredicho su coraje. Kobori respondió:
– No temo a nada, y mucho menos a vos. Sois vos quien tiene miedo de mí. -Su voz surgía por la trampilla como un humo ponzoñoso-. Os escondéis tras las murallas de vuestro castillo y vuestros soldados. Sin ellos, os encogéis como una mujer aterrorizada por un ratón.
– Eres tú el que se esconde en la oscuridad porque tiene terror de mostrarse -replicó Sano-. Te acercas a hurtadillas a tus víctimas para que no puedan defenderse. ¡Eres un cobarde!
Se produjo un silencio; aun así, Sano casi podía sentir calentarse el tejado bajo sus pies, como encendido por la ira de Kobori. Ningún samurái podía tolerar un insulto semejante. Kobori tenía que salir y defender su coraje y honor. Sin embargo, Sano no era tan iluso para creer que el Fantasma se asomaría por la trampilla para que él lo atrapara. Oteó el tejado en derredor, escudriñando los caballetes, a la espera de un ataque por sorpresa. Echó un vistazo al tejado de debajo. Su instinto de supervivencia le decía que corriese cuando todavía tenía otra oportunidad. Sin embargo, estaban en juego su propio coraje y honor.
Al volverse para mirar hacia arriba, una sombra se desprendió del balcón superior y se abalanzó sobre él. No tuvo tiempo de esquivarla. Kobori aterrizó sobre él y los dos cayeron con estrépito. Kobori no era un hombre muy grande, pero parecía duro y pesado como el acero, todo hueso y tendones. Inmovilizó a Sano con una llave implacable. Rodaron tejado abajo. Mientras lo hacían, Sano vio la cara de Kobori, los dientes expuestos en una sonrisa salvaje y los ojos centelleantes. Trató de clavar los talones en algún punto para evitar la caída por la pendiente, pero no pudo contrarrestar la inercia. Ambos se precipitaron por el borde del tejado.
Cayeron al vacío, pero la cubierta de un balcón interrumpió su caída. Chocaron con una fuerza que sacudió a Sano y luego volvieron a caer hacia el tejado del nivel inferior.
Sujetando el cuchillo con las dos manos, Yugao inhaló hondo. Blandió la hoja de un lado a otro por encima de Reiko. Tenía las facciones desencajadas en un rictus salvaje. Aterrada, Reiko se encogió y levantó los brazos para protegerse.
Se oyó un golpe pesado y estruendoso en el tejado, por encima de
ellas. Del techo se desprendió una lluvia de polvo y trozos de yeso. Yugao vaciló, con el cuchillo todavía en alto y la expresión feroz fija en la cara. Más golpes, acompañados de ruido de pelea, sacudieron la casa. Yugao miró hacia el techo, distraída por lo que parecía un combate en el tejado.
En ese momento Reiko se lanzó hacia los muslos de Yugao y le dio un violento empujón. La chica salió despedida hacia atrás a trompicones, desconcertada. Trastabilló con su falda, perdió el equilibrio y cayó de lado.
– ¡Zorra traicionera! -bramó.
Reiko se incorporó en su rincón a la vez que sacaba el puñal de la espalda con un rápido movimiento. Yugao se puso en pie ayudándose con las manos. Aullando de furia, arremetió contra Reiko, que renunció a la esperanza de capturarla. Bastante tendría con salir viva de esa casa. Corrió hacia la puerta, pero Yugao le cortó el paso de un brinco y empezó a lanzarle furiosas cuchilladas. Reiko las esquivó, saltando a un lado y agachando la cabeza, mientras el puñal hendía surcos enloquecidos en el aire y la rasguñaba, destrozándole la ropa. Los jirones de tela silbaban con las maniobras de la propia Reiko con el cuchillo, para parar los golpes de Yugao. La chica se movía tan rápido que alrededor de Reiko parecían zumbar cien puñales.