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Echó un vistazo hacia atrás, hacia el vago y borroso contorno de la entrada iluminada por la luna. Parecía a un mundo de distancia aunque sólo hubiera recorrido treinta pasos. Al deslizar el pie hacia delante, el suelo desapareció bajo él. Tanteó con el dedo gordo, que tocó la contrahuella y el siguiente peldaño de una escalera que descendía hacia el nivel inferior de la casa. Se agarró a la barandilla mientras bajaba, poco a poco y con cautela. Al llegar abajo siguió adelante por otro pasillo. La absoluta oscuridad era como un tejido viviente que le insuflara bocanadas de moho y polvo en los pulmones. Tenía la espeluznante sensación de que la frontera entre él y el espacio que lo rodeaba se estaba disolviendo. Sintió el impulso de tocarse el cuerpo para asegurarse de que todavía existía.

– Adelante, honorable chambelán -susurró el Fantasma-. Ya casi estáis.

La mano de Sano notó que la pared terminaba. Había llegado a una esquina. La dobló centímetro a centímetro. Varios pasos más allá se encontró con una entrada, tras la cual se adivinaba una habitación. El pasillo lo llevó por delante de más habitaciones, alrededor de más recodos. Se imaginó vagando por un laberinto en cuyo centro esperaba Kobori, presto a abalanzarse. Su percepción aguzada rozaba lo sobrenatural. El olor del rastro del Fantasma era tan fuerte que podía saborearlo. Notó un desplazamiento de peso en algún punto del suelo: Kobori se hallaba en el mismo nivel de la casa.

El suelo chirrió una vez, luego dos más.

Sano se quedó inmóvil, escuchando la subrepticia aproximación de los pasos del Fantasma, tratando de dilucidar desde qué dirección.

– Aquí vengo -susurró Kobori.

Sano se volvió hacia la voz y sostuvo la espada en alto con las dos manos. Mientras esperaba, se sintió a la vez invisible y expuesto, aterrorizado por la confrontación a la par que sediento de ella.

Los pasos se acercaban desde todas las direcciones, como si el Fantasma se hubiese multiplicado en un ejército. ¿Había creado Kobori esa ilusión, o eran imaginaciones de Sano? Nunca se había sentido tan solo, confundido o vulnerable. Ni su alto rango ni su legión de subordinados podían protegerlo. Allí no importaba que tuviera poder sobre la práctica totalidad de los ciudadanos de Japón. El Fantasma lo había reducido a la condición del samurái sin señor, luchando por sobrevivir con sus propios medios, que en otro tiempo había sido. Su mujer, su hijo y sus logros se antojaban tan remotos como si los hubiera soñado. Lo único que tenía en ese momento, como entonces, eran sus espadas.

Su enemigo pretendía que se sintiera así para quebrantar su confianza, y la sensación de vulnerabilidad y aislamiento de Sano se intensificó contra su voluntad. Los pasos del Fantasma aceleraron a medida que se acercaban. Con ciego apresuramiento, Sano atravesó a trompicones una puerta. De repente los pasos cesaron. Sintió un aire cálido a sus espaldas.

Era el calor corporal del Fantasma.

El pánico se apoderó de él. Antes de que acertara a reaccionar, sintió un golpecito en la espalda, por debajo de su hombro derecho. Soltó la espada, que cayó al suelo. Mientras se doblaba con los dientes apretados por el dolor, lo agarraron por detrás. Le manosearon el cuerpo. Lanzó un golpe con el brazo izquierdo, pero sólo encontró vacío. El brazo derecho le colgaba inútil y dolorido. Sintió un tirón en la cintura y luego oyó unos pasos rápidos que se alejaban.

Kobori había atacado y ahora retrocedía, como una serpiente.

Solo en la oscuridad, Sano cayó de rodillas, trastornado y jadeante a causa del repentino y violento ataque. El dolor del brazo se perdió en una pesada insensibilidad, como si le hubieran cortado la circulación. Kobori había alcanzado algún punto vital que le había incapacitado el brazo. Buscó a tientas por el suelo, desesperado por encontrar su espada, pero sus manos barrieron una superficie vacía. Se palpó la cintura en busca de su espada corta, pero ésta también había desaparecido. Kobori le había arrebatado sus dos armas. Oyó sus carcajadas, que crepitaron como ñamas.

– Veamos lo bien que podéis combatirme sin vuestras espadas -susurró Kobori.

– Mi padre era verdugo -dijo Yugao.

Relajó la presión del cuchillo sobre la garganta de Reiko, que respiró con cautela y destensó los músculos.

– Llegaba a casa y se ponía a hablar de cuánta gente había matado y lo que habían hecho para merecer ese final -prosiguió Yugao-. Nos contaba cómo se comportaban cuando los llevaban al campo de ejecución. Nos describía cómo era cortarles la cabeza.

Reiko concentró su mirada en su cara, con la esperanza de retener la atención de Yugao.

– Después de la guerra, ejecutaron a muchos samuráis del ejército de Yanagisawa. Eran sus camaradas. -La furia en nombre de su amante le centelleaba en los ojos-. Mi padre mató a muchos. Se jactaba de ello porque habían sido hombres importantes y él era un hinin, pero ellos estaban muertos y él vivo. Cada vez que mataba a uno, hacía una muesca en la pared.

Reiko recordó las marcas que había visto en la chabola. Desplazó poco a poco su brazo derecho hacia el costado, buscando el cuchillo que llevaba a la espalda.

– No podía permitirle que siguiera matándolos -dijo Yugao-. Aquella noche me harté de oírlo fanfarronear. No lo soportaba. O sea que lo apuñalé. Era lo menos que podía hacer por mi amado.

Por fin Reiko entendía que hubiera mantenido en secreto el móvil: para evitar mencionar a Kobori y revelar sus crímenes. Sin embargo, también intuía que las afrentas del pasado y el presente se habían combinado para colmar el vaso de Yugao. Hacía tiempo que la chica albergaba un odio enconado hacia su padre por violarla y luego rechazarla. Podría haberlo soportado por siempre o haberlo apuñalado en otro momento, pero sus ofensas contra los camaradas de Kobori habían supuesto el motivo que necesitaba su mente inestable para asesinar a su padre.

– ¿Por qué mataste a tu madre y tu hermana? -preguntó Reiko.

Una desdeñosa sonrisa torció los labios de Yugao.

– Mientras lo estaba apuñalando, se limitaron a acurrucarse en un rincón y llorar. -Arrugó el entrecejo-. Podrían haberme detenido. Si él les hubiera importado, lo habrían hecho. Esas miserables cobardes merecían morir.

A lo mejor Yugao había querido que la detuviesen, especuló Reiko. A lo mejor todavía amaba a su padre a pesar de todo. En ese caso, las había castigado por su incapacidad para salvarlo de ella, además de por las pasadas injusticias que le habían infligido. Sólo quedaba una cuestión por dilucidar.

– ¿Por qué confesaste? -preguntó.

– Lo hice por él. Y quería que él lo supiera. No esperaba volver a verlo, pero se enteraría de lo que yo había hecho. El entendería por qué. Sabría que había muerto por él y estaría agradecido.

Reiko estaba anonadada por la magnitud de su enajenación.

– Entonces ¿por qué huiste de la cárcel? -Reiko tenía el brazo doblado tras el cuerpo, los dedos en la empuñadura del cuchillo.

– El incendio fue una señal. Decía que mi destino era reunirme con él en lugar de morir por él. -Arrugó la frente, súbitamente suspicaz-. ¿Qué hacéis?

– Sólo me rasco la espalda-mintió Reiko.

– Poned las manos donde pueda verlas.

Reiko obedeció, renunciando a toda esperanza de atacar a Yugao por sorpresa. Ideó una nueva táctica.

– Mataste por Kobori. Estabas dispuesta a sacrificar tu vida por él. ¿Qué ha hecho él por ti?

Yugao la miró como si fuese la pregunta más estúpida del mundo.

– Él me ama.

– ¿Te lo ha dicho?

– No hace falta. Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me hace el amor.

– Quieres decir que obtiene de ti su placer. Eso no quiere decir que signifiques nada para él más allá de lo físico.

– Acudió a mí después de la guerra. No le importó que fuera una hinin. -Por primera vez Yugao sonaba ansiosa por demostrar que ella significaba tanto para él como él para ella-. Quería estar conmigo.

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