—Éste es el fin — dijo el gato con voz débil, tumbado en una lánguida postura en un charco de sangre—, apártense de mí un segundo, quiero despedirme de la tierra. Oh, mi amigo
Asaselo — gimió el gato desangrándose—, ¿dónde estás? — el gato levantó sus ojos desvanecidos hacia la puerta del comedor—. No acudiste en mi ayuda en el momento de un combate desigual; abandonaste al pobre Popota, prefiriendo una copa de coñac (muy bueno, eso sí). Pues bien, que mi muerte caiga sobre tu conciencia, y yo, en mi testamento, te dejo mi «Browning»…
— La red…, la red… — se oyó una voz nerviosa alrededor del gato, pero la red, el diablo sabrá por qué, se enganchó en el bolsillo de alguien y no quiso salir.
— Lo único que puede salvar a un gato mortalmente herido — pronunció el gato— es un trago de gasolina — y aprovechando el momento de confusión, se pegó al orificio del hornillo y dio varios tragos. Inmediatamente se cortó la sangre que chorreaba por debajo de la pata izquierda delantera. El gato se puso en pie de un salto, vivo y lleno de energía, agarró el hornillo bajo el brazo, voló a la chimenea y de allí, rompiendo el empapelado, subió por la pared. A los dos segundos estaba muy alto, encaramado en una galería metálica.
Varias manos agarraron la cortina y la arrancaron con la galería; el sol llenó la habitación, que estaba a media luz. Pero ni el gato, repuesto por una pillería, ni el hornillo cayeron abajo. El gato, sin separarse del hornillo, se las arregló para saltar a la araña que colgaba en el centro de la habitación.
—¡Una escalera! — gritaron abajo.
— Les desafío — chilló el gato, columpiándose por encima de sus cabezas en la araña. De nuevo apareció en sus patas la pistola y colocó el hornillo entre dos brazos de la araña. Volando como un péndulo, apuntó a los que estaban abajo y abrió fuego. Un estruendo sacudió la casa. Cayeron trozos de cristal de la araña, aparecieron estrellas de grietas en el espejo de la chimenea, llovió el polvo de estuco; por el suelo saltaron cartuchos usados, explotaron los cristales de las ventanas y el hornillo atravesado empezó a escupir gasolina.
Pero el tiroteo no duró mucho rato y poco a poco fue disminuyendo. Resultó ser inofensivo para el gato y para sus perseguidores. Nadie resultó muerto, ni siquiera herido. Todos, incluyendo al gato, estaban ilesos. Uno de los hombres, para convencerse definitivamente, soltó cinco balazos en la cabeza del dichoso animal, a lo que el gato respondió alegre-mente disparando todo el cargador, y lo mismo, no pasó nada. El gato se columpiaba en la araña cada vez con menos impulso, soplando en el cañón de su pistola y escupiendo en su pata.
En la cara de los que estaban abajo, en completo silencio, se dibujaba una expresión de total asombro. Era el único caso, o uno entre pocos, de un tiroteo ineficaz. Podían suponer que la «Browning» del gato era de juguete, pero no se podía decir lo mismo de las «Mauser» de la brigada. Y la primera herida del gato, no quedaba la menor duda, había sido simplemente un truco, un simulacro indecente, lo mismo que la bebida de gasolina.
Intentaron pescar al gato de nuevo. Echaron el lazo que se enganchó en una de las velas, y la araña se vino abajo. Su caída pareció sacudir todo el edificio, pero no tuvo otro efecto.
Cayó una lluvia de cristales y el gato voló por el aire y se instaló cerca del techo en la parte superior del marco dorado del espejo de la chimenea. No tenía la menor intención de escaparse; al contrario, como se encontraba relativamente fuera de peligro, empezó otro discurso:
— No puedo comprender — decía desde arriba— las razones de este tratotan violento…
Pero fue interrumpido al principio de su discurso por una voz baja y profunda que no se sabía de dónde provenía:
—¿Qué ocurre en esta casa? No me dejan trabajar…
Otra voz, desagradable y gangosa, respondió:
— Pues claro, es Popota, ¡porras!
Y otra, tintineante, dijo:
—¡Messere! Es sábado. Se pone el sol. Ya es hora.
— Ustedes perdonen, pero no puedo seguir la conversación — dijo el gato desde el espejo—. Ya es hora — y tiró su pistola, rompiendo dos cristales de la ventana. Luego salpicó el suelo con gasolina, que ardió sin que nadie la encendiera, produciendo una ola de fuego que subió hasta el techo.
Todo empezó a arder con una rapidez nunca vista, cosa que no suele suceder ni cuando se trata de gasolina. Humearon los papeles de las pa-redes, ardió la cortina tirada en el suelo, y empezaron a carbonizarse los marcos de las ventanas rotas. El gato se encogió, maulló, saltó del espejo a la repisa de la ventana y desapareció con su hornillo. Fuera se oyeron disparos.
Un hombre, sentado en la escalera metálica de incendios, a la altura de las ventanas de la joyera, disparó al gato cuando éste volaba de una ventana a otra, dirigiéndose al tubo de desagüe de la esquina.
Por este tubo el gato se encaramó al tejado. Allí también, sin efecto alguno desgraciadamente, le dispararon los guardias, que vigilaban las chimeneas, y el gato se esfumó a la luz del sol poniente que bañaba toda la ciudad.
A todo esto en el piso se encendió el parquet bajo los pies de la brigada, y entre las llamas, en el mismo sitio que estuvo echado el gato fingiendo una grave herida, apareció, espesándose más y más, el cadáver del barón Maigel, con la barbilla subida y los ojos de cristal. No hubo posibilidad de sacarlo de allí.
Saltando por los humeantes recuadros del parquet, dándose palmadas en los hombros y el pecho que echaban humo, los que estaban en el salón retrocedían al dormitorio y al vestíbulo. Los que se encontraban en el comedor y en el dormitorio corrieron por el pasillo. También llegaron los de la cocina, metiéndose en el vestíbulo. El salón ya estaba en llamas, lleno de humo. Alguien tuvo tiempo de marcar el número de los bomberos y gritó en el aparato:
— Sadóvaya, 302 bis.
Era imposible quedarse por más tiempo. El fuego saltó al vestíbulo; se hizo difícil respirar.
En cuanto se escaparon por las ventanas rotas del piso encantado las primeras nubes de humo, en el patio se oyeron gritos enloquecidos:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Un incendio!
En distintos pisos de la casa la gente empezó a gritar por teléfono:
—¡Sadóvaya! ¡Sadóvaya, 302 bis!
Mientras en la Sadóvaya se oían las alarmantes campanadas de los alargados coches rojos que corrían por Moscú a gran velocidad, encogiendo los corazones, la gente que se agitaba en el patio pudo ver cómo de las ventanas del quinto piso salieron volando, en medio de la humareda, tres siluetas oscuras, que parecían de hombre, y una silueta de mujer desnuda.
28. ÚLTIMAS ANDANZAS DE KORÓVIEV Y POPOTA
No podríamos asegurar si las siluetas aparecieron realmente o si fueron fruto del terror que se había apoderado de los inquilinos de la desafortunada casa. Si verdaderamente fueron ellos, nadie sabe a dónde se dirigieron, tampoco se separaron; pero un cuarto de hora después de que empezara el incendio en la Sadóvaya, junto a las puertas de luna del Torgsin[19] en el mercado Smolenski, apareció un ciudadano largo, con un traje a cuadros, acompañado de un gran gato negro.
Escurriéndose hábilmente entre los transeúntes, el ciudadano abrió la puerta de entrada de la tienda. Pero un portero enclenque, huesudo y con aire hostil, les cerró el paso, diciendo irritado:
—¡Con gato no se puede!
— Usted perdone — sonó la voz cascada del largo, que se llevó una mano nudosa a la oreja como si fuera sordo—, ¿con gatos, dice usted? ¿Y dónde está el gato?
Al portero se le salían los ojos de las órbitas. No era para menos: efectivamente, no había ningún gato. Por encima del hombro del ciudadano asomaba un tipo regordete que tenía cierto aire de gato y llevaba una gorra agujereada y un hornillo de petróleo en las manos.