Así lo hizo. El de las patas de cabra le ofreció una copa de champaña; Margarita lo bebió, y en seguida sintió calor en el corazón. Preguntó qué había sido de Natasha, y le respondieron que, después de bañarse, había vuelto a Moscú, montada en su cerdo, para anunciar la llegada de Margarita y para ayudar a prepararle el traje.
Durante la breve estancia de Margarita bajo los sauces hubo otro episodio: se oyó un silbido y un cuerpo negro cayó al agua. A los pocos segundos ante Margarita apareció el mismo gordo con patillas que se le había presentado tan desafortunadamente en la otra orilla. Al parecer, había tenido tiempo de volver al Eniséi, porque iba vestido de frac, pero estaba mojado de pies a cabeza. Por segunda vez el coñac le había hecho una mala jugada: al aterrizar fue a caer justamente en el agua. A pesar de este triste percance, no había perdido su sonrisa, y Margarita, entre risas, permitió que le besara la mano.
La ceremonia de bienvenida tocaba a su fin. Las sirenas terminaron su danza a la luz de la luna y se esfumaron en ella. El de las patas de cabra preguntó respetuosamente a Margarita cómo había llegado hasta el río. Le extrañó que se hubiera servido de una escoba:
—¡Oh! ¿pero por qué? ¡Si es tan incómodo! — en un instante hizo un teléfono sospechoso con dos ramitas y ordenó que enviaran inmediatamente un coche, que, efectivamente, apareció al momento. Un coche negro, abierto, que se dejó caer sobre la isla, pero en el pescante se sentaba un conductor poco corriente: un grajo negro, con una larga nariz, que llevaba gorra de hule y unos guantes de manopla. La isla se iba quedando desierta. Las brujas se esfumaron volando en el resplandor de la luna. La hoguera se apagaba y los carbones se cubrían de ceniza gris.
El de las patas de cabra ayudó a Margarita a subir al coche y ella se sentó en el cómodo asiento de atrás. El coche despegó ruidosamente y se elevó casi hasta la luna. Desapareció el río y la isla con él. Margarita volaba hacia Moscú.
22. A LA LUZ DE LAS VELAS
E1 ruido monótono del coche volando por encima de la tierra adormecía a Margarita. La luz de la luna despedía un calor suave. Cerró los ojos y puso la cara al viento. Pensaba con tristeza en la orilla del río abandonado, sintiendo que nunca más volvería a verle. Pensaba en los acontecimientos mágicos de aquella tarde y empezaba a comprender a quién iba a conocer por la noche, pero no sentía miedo. La esperanza de conseguir que volvieran los días felices le infundía valor. Pero no tuvo mucho tiempo de soñar con su felicidad. No sabía si debido a que el grajo era un buen conductor o a que el coche era rápido, pero el hecho fue que en seguida apareció ante sus ojos, sustituyendo la oscuridad del bosque, el lago trémulo de luces de Moscú. El negro pájaro conductor destornilló una rueda en pleno vuelo y aterrizó en un cementerio desierto del barrio Dorogomílovo.
Junto a una losa hizo bajar a Margarita, que no preguntaba nada, y le entregó su escoba; luego puso en marcha el coche, apuntando a un barranco que estaba detrás del cementerio. El coche cayó allí con estrépito y pereció. El grajo hizo un respetuoso saludo con la mano, montó en la rueda y salió volando.
Y en seguida apareció por detrás de un mausoleo una capa negra. Brilló un colmillo a la luz de la luna y Margarita reconoció a Asaselo. Asaselo la invitó con un gesto a montarse en la escoba y montó él en un largo florete; se elevaron en el aire y, sin ser vistos por nadie, descendieron a pocos segundos junto a la casa número 302 bis de la Sadóvaya.
Cuando atravesaban el portón, llevando bajo el brazo el estoque y la escoba, Margarita se fijó en un hombre con gorra y botas altas que parecía muy impaciente; seguramente estaba esperando a alguien. A pesar de que los pasos de Margarita y Asaselo eran muy ligeros, el hombre solitario los percibió, y se estremeció asustado, sin saber de dónde provenían.
Junto al sexto portal se encontraron con otro hombre que se parecía sorprendentemente al primero. Se repitió lo que acababa de ocurrir; ruido de pasos…, el hombre se volvió asustado y frunció el entrecejo. Cuando la puerta se abrió y se cerró, echó a correr detrás de los transeúntes invisibles, se asomó al portal, pero, como era de esperar, no vio a nadie.
Otro hombre, igual que el primero y el segundo, estaba de guardia en el descansillo de la escalera del tercer piso. Fumaba un tabaco muy fuerte y a Margarita le dio un ataque de tos al pasar junto a él. El fumador se levantó del banco como si le hubieran pinchado, mirando alrededor inquieto, se acercó a la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Margarita y su acompañante ya estaban ante la puerta del piso número 50.
No tuvieron que llamar a la puerta. Asaselo la abrió silenciosamente con su propia llave.
La primera sorpresa que recibió Margarita fue la oscuridad en la que se encontró. El vestíbulo estaba oscuro como una cueva; Margarita, temiendo tropezar, se agarró involuntariamente a la capa de Asaselo. Arriba, lejos, apareció la pequeña luz de un candil que se aproximaba hacia ellos. Asaselo le quitó a Margarita la escoba, que desapareció en la oscuridad sin hacer el menor ruido.
Empezaron a subir por una escalera ancha, que a Margarita se le hizo interminable. No podía comprender cómo en un piso corriente de Moscú podía caber una escalera tan extraordinaria, invisible e interminable. Terminó la subida y Margarita comprendió que estaban en el descansillo de la escalera. La luz estaba allí y Margarita vio la cara iluminada de un hombre alto de negro, que sostenía en la mano el candil. Todos los que habían tenido la desgracia de encontrarse con él en aquellos días le hubieran reconocido incluso a la débil luz del candil. Era Koróviev, alias Fagot.
Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía fácil explicación: iba vestido de frac. Sólo el pecho iba de blanco.
El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que fuera; bueno, Koróviev hizo una reverencia y, con el candil, un gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.
«¡Qué tarde más asombrosa! — pensaba Margarita—; me esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz? Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar… ¿Cómo ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!»
A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev, Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme, con una columnata que a primera vista parecía interminable. Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el pedestal.
— Permítame que me presente — habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos haciendo economías. ¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en este pedestal si es así! Lo que sucede es que a messere no le gusta la luz eléctrica y no la daremos hasta el último momento. Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible que hubiera algo menos.
A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.
— No, no — contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han he-cho para meter todo esto — hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.
Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.