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— Vengo a recoger el dinerito — dijo la enfermera con voz de bajo—, no va a estar rodando por aquí. —Agarró las etiquetas con una pata de pájaro y empezó a esfumarse en el aire.

Pasaron dos horas. El profesor Kusmín estaba sentado en la cama de su dormitorio, con las sanguijuelas colgándole de las sienes, de detrás de las orejas y del cuello. Sentado a los pies de la cama en un edredón de seda, el profesor Buré, con su bigote blanco, miraba a Kusmín compasivamente y le decía que todo había sido una tontería. A través de la ventana se veía la noche.

No sabemos qué otras cosas extraordinarias sucedieron en Moscú aquella noche y, desde luego, no vamos a intentar averiguarlo, porque, además, ha llegado el momento de pasar a la segunda parte de esta verídica historia. ¡Sígueme, lector!

LIBRO SEGUNDO

19. MARGARITA

¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber amor verdadero, fiel y eterno en el mundo, que no existe? ¡Que le corten la lengua repugnante a ese mentiroso!

¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí, yo te mostraré ese amor!

¡No! Se equivocaba el maestro cuando en el sanatorio a esa hora de la noche, pasadas las doce, le decía a Ivánushka que ella le habría olvidado. Imposible. Ella no le había olvidado, naturalmente.

Pero en primer lugar vamos a descubrir el secreto que el maestro no quiso contar a Iván. Su amada se llamaba Margarita Nikoláyevna. Y todo lo que de ella contó el pobre maestro era la pura verdad. Había hecho una descripción muy justa de su amada. Era inteligente y hermosa y aún añadiríamos algo más: con toda seguridad muchas mujeres lo hubieran dado todo con tal de cambiar su vida por la de Margarita Nikoláyevna. Era una mujer de treinta años, sin hijos, casada con un gran especialista que había hecho un descubrimiento de importancia nacional. Su mari-do era joven, apuesto, bueno y honrado y quería a su mujer con locura. Margarita Nikoláyevna y su marido ocupaban toda la planta alta de un precioso chalet con jardín en una bocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tan maravilloso! Cualquiera que lo desee, puede comprobarlo visitando el jardín. Que se dirija a mí y le daré las señas, le enseñaré el camino, porque el chalet existe todavía…

A Margarita Níkoláyevna no le faltaba el dinero. Podía satisfacer todos sus caprichos. Entre los amigos de su marido había personas interesantes. Margarita Nikoláyevna no conocía los horrores de la vida en un piso colectivo. En resumen… ¿era feliz? ¡Ni un solo momento! Desde que se casó a los diecinueve años y se encontró en el chalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses, dioses míos! ¿Qué le hacía falta a esta mujer? ¿Qué necesitaba esta mujer que siempre tenía en sus ojos un fuego extraño? ¿Qué necesitaba esta bruja, un poco bizca, que un día de primavera se puso unas mimosas de adorno? No lo sé. Seguramente, dijo la verdad; le necesitaba a él, al maestro, ni el palacete gótico, ni el jardín para ella sola ni el dinero. Le quería, era verdad que le quería.

A mí, que soy el narrador de esta verdad, pero ajeno a su historia al fin y al cabo, a mí, incluso a mí, se me encoge el corazón cuando pienso en lo que sufriría Margarita, al volver al día siguiente a casa del maestro (afortunadamente sin haber hablado con su marido, que no había vuelto el día prometido) y enterarse de que el maestro no estaba allí. Hizo todo lo posible por indagar, pero naturalmente, no pudo averiguar nada. Volvió al chalet y continuó su vida en el lugar de antes.

Pero cuando desapareció la nieve sucia de las aceras y las calzadas, y entró por las ventanas el viento inquieto y húmedo de la primavera, el sufrimiento de Margarita Nikoláyevna fue más insoportable aún que en el invierno. Lloraba muchas veces a escondidas, con amargura; no sabía si amaba a un hombre vivo o muerto ya. Y cuantos más días desesperados transcurrían, más se aferraba a la idea de que estaba unida a un muerto.

Tenía que olvidarle o morir ella también. No podía seguir viviendo así. ¡Era imposible! Olvidarle — costara lo que costara—, ¡olvidarle! Pero lo peor era que no le olvidaba.

—¡Sí, sí, aquella equivocación! — decía Margarita, sentada junto a la chimenea mirando al fuego, encendido como recuerdo de otro fuego que ardía un día que él escribía sobre Poncio Pilatos—. ¿Por qué me iría aquella noche? ¿Para qué? ¡Qué locura hice! Volví al día siguiente como le prometí, pero ya era tarde. Sí, volví, como el pobre Leví Mateo, ¡demasiado tarde! — Estas palabras eran inútiles, porque, en realidad, ¿qué habría cambiado si se hubiera quedado con el maestro aquella noche? ¿Se podría haber salvado acaso? ¡Qué absurdo! — diríamos nosotros, pero no lo hacemos ante una mujer roída por la desesperación. El mismo día en que una ola de escándalo, provocada por la aparición del nigromante, sacudía Moscú, el viernes que el tío de Berlioz fue enviado a Kíev, que detuvieron al contable y pasaron tantas otras cosas más, absurdas e in comprensibles, Margarita se despertó en su dormitorio casi al mediodía. La habitación tenía una ventana que daba a la torre del palacete. En contra de lo que solía sucederle, esta vez Margarita no se echó a llorar al despertarse, porque tenía el presentimiento de que, por fin, algo iba a ocurrir. Cuando se dio cuenta de su corazonada, empezó a acariciar la idea, a fomentarla en su alma, temiendo que, de otro modo, la abandonara.

— Tengo fe — susurraba Margarita solemnemente—, ¡tengo fe! ¡Algo va a pasar! No puede dejar de suceder, porque si no, ¿por qué tengo que sufrir este dolor hasta el final de mis días? Confieso que he vivido una doble vida oculta a los demás, pero el castigo no puede ser tan cruel… Algo tiene que suceder inevitablemente, porque es imposible que esto dure siempre. Además estoy segura de que mi sueño ha sido profético, lo juraría…

Así hablaba Margarita Nikoláyevna, mirando las cortinas rojas inundadas de sol, mientras se vestía apresuradamente y peinaba su pelo rizado delante de un espejo de tres caras.

Aquella noche Margarita había tenido un sueño extraordinario. Durante su invierno de tortura no había soñado jamás con el maestro. De noche la abandonaba y sufría sólo por el día. Y aquella noche lo había visto.

Había soñado con un lugar desconocido: triste, desesperante, con un cielo oscuro de primavera temprana. Aquel cielo gris, como despedazado, y bajo el cielo una bandada de grajos silenciosos. Un puentecillo tortuoso cruzaba un río turbio, primaveral. Unos árboles desnudos, tristes y pobres. Un álamo solitario, y más lejos, entre los árboles, tras un huerto, una choza de madera, que podía ser una cocina o un baño público, ¡quién sabe! Todo parecía muerto, helaba la sangre en las venas y daban unas ganas tremendas de ahorcarse en ese mismo álamo junto al puente. Ni una brisa, ni un movimiento de las nubes, ni un alma. ¡Qué lugar más espantoso para un hombre vivo!

Y figúrense que de pronto se abría la puerta de la choza y aparecía él. Bastante lejos, pero se le distinguía bien. Andrajoso, vestido de una manera muy extraña. Despeinado y sin afeitar. Con los ojos enfermos, inquietos. Le hacía señas con la mano, llamándola. Ahogándose en aquel aire inhabitable, Margarita corría hacia él por la tierra desigual, cuando se despertó.

«Esto puede significar dos cosas — pensaba Margarita—: o está muerto y me llama, entonces es que ha venido a buscarme y pronto voy a morirme, o está vivo y el sueño es que quiere que le recuerde. Dice que pronto nos veremos… Sí, sí, ¡nos vamos a ver muy pronto!»

Margarita se vistió, excitada todavía; trataba de convencerse de que en realidad, todo se estaba arreglando muy bien y había que saber aprovechar los momentos propicios. Su marido se había ido en comisión de servicio por tres días. Durante tres días Margarita estaría completamente sola, nadie podría impedirle pensar en lo que quisiera y soñar con lo que le gustase. Las cinco habitaciones de la planta alta del palacete, que causarían la envidia a miles de personas de Moscú, estaban a su disposición.

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