Verá sentado en un banco a un hombre de edad, con barbita e impertinentes y un cierto aire de cerdo. Iván Nikoláyevich siempre encuentra al hombre del palacete en la misma actitud soñadora, con los ojos puestos en la luna. Iván Nikoláyevich ya sabe que después de admirar un rato la luna, el hombre bajará la vista hacia la ventana de la torre, mirando como si esperara que se abriera de un momento a otro y en ella fuera a aparecer algo extraordinario.
Lo que sigue, Iván Nikoláyevich ya lo conoce de memoria. Hay que esconderse bien detrás de la reja, porque el hombre empezará a mirar alrededor con ojos angustiados, tratando de localizar algo con la vista en el aire; luego, alzando los brazos, exclamará con dulce dolor y seguirá murmurando:
—¡Venus! ¡Venus!… ¡Qué imbécil he sido!
—¡Dioses míos! — susurrará Iván Nikoláyevich, escondiéndose detrás de la reja y sin apartar la vista del misterioso desconocido—. Otra víctima de la luna… Otra víctima como yo.
Y el hombre del jardín seguirá hablando:
—¡Qué imbécil! ¿Por qué? ¿Por qué no me habré ido con ella? ¿De qué te asustaste, burro? ¡Pedir un certificado! ¡Pues ahora aguántate, viejo cretino!…
Esto continuará hasta que en la parte oscura del palacete se abra de golpe una ventana, aparezca algo blanquecino y se oiga una desagradable voz de mujer:
— Nikolái Ivánovich, ¿dónde está? ¡Qué fantasías tiene! ¿Quiere pescar la malaria? ¡Venga a tomar el té!
Entonces el hombre despertará y dirá con voz falsa:
—¡Quería tomar el aire un poco, cielo mío! ¡Hace una noche estupenda!
Se levantará del banco, amenazará con el puño la ventana que se cierra y se irá a casa de mala gana.
—¡Miente, miente! Oh dioses, ¡cómo miente! — murmura Iván Nikoláyevich, alejándose de la reja—. No es el aire el que le atrae al jardín, algo ve en estas noches primaverales de luna llena, algo ve en la misma luna y en lo alto del palacete. ¡Cuánto daría yo por conocer su secreto, por saber quién es aquella Venus que ha perdido y ahora busca en el aire, alzando los brazos!
El profesor vuelve a su casa completamente enfermo. Su mujer hace que no se da cuenta de su estado y le mete prisas para que se acueste. Pero ella no se acuesta: se queda sentada, leyendo junto a una lámpara, mirándole con amargura. Sabe que al amanecer Iván Nikoláyevich se despertará con un grito de dolor, empezará a agitarse, llorando. Por eso ella tiene preparada bajo la lámpara una jeringuilla en alcohol y una ampolla llena de líquido color té.
La pobre mujer, atada al hombre gravemente enfermo, ya puede dormirse. Después de la inyección Iván Nikoláyevich dormirá hasta la mañana con expresión feliz, soñando con algo que ella desconoce, algo precioso y elevado.
Lo que despierta al sabio y le hace exhalar el grito de dolor en las noches de luna llena de primavera es siempre lo mismo. Ve al extraño verdugo sin nariz que, dando un salto con un aullido, clava su lanza en el corazón a Gestás, que está atado a un poste y ha perdido la razón. Pero lo más terrible no es el verdugo, sino la luz irreal del sueño que viene de una nube y que cae sobre la tierra, como sucede sólo durante las catástrofes universales.
Después de la inyección todo esto se transforma. Un ancho camino de luna se extiende desde la cama a la ventana, y un hombre con manto blanco, forrado de rojo sangre, camina hacia la luna. Junto a él va un joven vestido con una túnica rota y con la cara desfigurada. Los dos hablan acaloradamente, discuten, quieren llegar a un acuerdo.
—¡Dioses, dioses! — dice el del manto, volviendo su rostro arrogante al joven—. ¡Qué ejecución más vulgar! Pero dime, por favor — y su expresión se vuelve suplicante—, no la hubo, ¿verdad? Te ruego, dímelo, ¿no fue así?
— Claro que no — responde el hombre con voz ronca—, lo has soñado.
—¿Puedes jurarlo? — pregunta el del manto con aire servil.
—¡Lo juro! — dice su acompañante, y sus ojos sonríen.
—¡No quiero nada más! — grita el hombre del manto con voz cascada, y sube hacia la luna, llevándose a su interlocutor. Les sigue un enorme perro de orejas puntiagudas, tranquilo y majestuoso.
Entonces el rayo de luna empieza a revolverse y se convierte en un río que se desborda. La luna reina y juega, la luna baila y hace travesuras. Del torrente se forma una mujer de una belleza sorprendente, que conduce de la mano hacia Iván a un hombre con barbas, que mira alrededor asustado. Iván Nikoláyevich le reconoce en seguida. Es el número 118, su visitante nocturno. En su sueño Iván Nikoláyevich le extiende las manos y pregunta con ansia:
— Entonces, ¿así terminó?
— Así terminó, mi discípulo — contesta el del número 118. La mujer se acerca a Iván y le dice:
— Así terminó. Todo terminó como todo termina… Le daré un beso en la frente y todo saldrá bien…
Se inclina hacia Iván y le da un beso en la frente. Él quiere acercarse a ella, le mira a los ojos, pero ella retrocede, retrocede y se va con el hombre hacia la luna…
La luna se enfurece, derrama torrentes de luz sobre Iván, salpica todo, la habitación se inunda de luz, la luz tiembla, sube, cubre la cama… Iván Nikoláyevich duerme feliz.
Por la mañana se despierta tranquilo y despejado. Su memoria dolida se calma y hasta la siguiente luna llena nadie hará sufrir al profesor: ni el asesino sin nariz de Gestás, ni el quinto procurador de Judea, el cruel jinete Poncio Pilatos.