Además, el presentador había perdido gran parte de su alegría, tan indispensable en su profesión. Le había quedado un trastorno desagradable y molesto: cada plenilunio de primavera sentía gran desasosiego, se echaba las manos al cuello y miraba alrededor angustiado. Estos ataques terminaban pasándosele, pero no le permitían dedicarse a su antiguo trabajo y el presentador se retiró a vivir en paz, valiéndose de sus ahorros, que, según sus modestos cálculos, debían durarle unos quince años.
Se fue y nunca más se encontró con Varenuja, que gozaba de gran popularidad y de la simpatía general, gracias a su amabilidad, excepcional incluso entre los administradores de teatro. Los aficionados a los vales le llamaban padre bienhechor. A cualquier hora el que llamara al Varietés oía una voz suave, pero triste: «Dígame», y a la pregunta de cuándo se podía hablar con Varenuja, la misma voz le contestaba: «Servidor». Pero, ¡cómo sufría Iván Savélievich con su propia amabilidad!
Stiopa Lijodéyev no volvió a tener la pasión de tratar con el Varietés. Nada más salir del sanatorio, en el que pasó ocho días, le trasladaron a Rostov, donde recibió el puesto de director de una gran tienda de comestibles. Corren rumores de que ha dejado de beber vino de Oporto y no bebe nada más que vodka, macerada en yemas de grosella, lo que le ha convertido en un hombre robusto. Dicen que se ha vuelto callado y evita a las mujeres.
El alejamiento de Lijodéyev del Varietés, ansiado durante muchos años, no le causó a Rimski tanta alegría como pensara. Después del sanatorio y la estancia en Kislovodosk, Rimski, viejecito, con la cabeza temblorosa, presentó la solicitud para dimitir de su cargo en el Varietés. Es curioso que esta solicitud la llevó al teatro la esposa de Rimski. El mismo Grigori Danílovich no se encontraba con fuerzas para ir a la casa donde había visto un cristal roto bañado de luna y un brazo largo, que se acercaba al cerrojo de abajo.
Al dejar el Varietés Rimski entró en un teatro infantil de muñecos en el barrio de Samoskvorechie. En ese teatro ya no tuvo que enfrentarse con el respetable Arcadio Apolónovich Sempleyárov sobre los problemas acústicos. Éste había sido trasladado rápidamente a Briansk y nombrado director de un centro de preparación de setas. Ahora los moscovitas comen setas saladas y en vinagre; y no se cansan de celebrarlas y de alegrarse del traslado. Ya es cosa pasada, y podemos decir que no le iba a Arcadio Apolónovich eso de la acústica y que, a pesar de todos sus esfuerzos por mejorarla, quedó como estaba.
Entre las personas que rompieron con el teatro, aparte Arcadio Apolónovich, estaba Nikanor Ivanóvich Bosói, aunque su única relación con el teatro fuera su pasión por las entradas gratuitas. Nikanor Ivánovich no sólo ya no va a ningún teatro, pagando o sin pagar, sino que cambia de cara al oír cualquier conversación teatral. Odia todavía con más fuerza al poeta Pushkin y al brillante actor Savva Potápovich Kurolésov. A este último lo odia hasta tal punto que el año pasado, al ver en el periódico una nota enmarcada en negro, anunciando que Savva Potápovich, en la flor de su vida artística, había sufrido un ataque, Nikanor Ivánovich se puso tan congestionado que por poco le sigue a Savva Potápovich, y exclamó: «¡Le está bien empleado!». Más aún, aquella misma tarde Nikanor Ivánovich, impresionado por la muerte del conocido actor, que le trajo muchos recuerdos penosos, se fue solo, acompañado por la luna llena que iluminaba la Sadóvaya, y cogió una terrible borrachera. Cada copa prolongaba la maldita cadena de figuras odiosas, y ante sus ojos se sucedían Dunchil Serguéi Gerárdovich, la bella Ida Herculánovna, el pelirrojo dueño de gansos de lucha y el sincero Nikolái Kanavkin.
¿Y qué les pasó a ellos? ¡Por favor! No les pasó absolutamente nada y era imposible que les pasara algo, porque nunca habían existido, al igual que el simpático presentador de revistas, como el mismo teatro y la tía de Porojóvnikov, vieja y avara, que guardaba divisas, pudriéndose en el sótano. Tampoco habían existido las trompetas de oro y los descarados cocineros. Todos ellos no habían sido más que un sueño de Nikanor Ivánovich, provocado por el asqueroso Koróviev. Savva Potápovich, el actor, era el único real, que se mezcló en el sueño sólo porque se le había grabado en la memoria a Nikanor Ivánovich gracias a sus frecuentes actuaciones por radio. Él existió, pero los otros no.
¿Entonces, a lo mejor tampoco existió Aloísio Mogarich? No sólo existió, sino que sigue existiendo y ocupa el puesto que dejó Rimski, es decir, el de director de finanzas del Varietés.
Cuando volvió en sí a las veinticuatro horas de su visita a Voland, en un tren cerca de Viatka, se dio cuenta de que se había ido de Moscú en un momento de demencia, olvidando ponerse los pantalones y habiendo robado un libro de registro de inquilinos. Mediante el pago al encargado del tren de una suma enorme, le compró unos pantalones viejos y mugrientos y se volvió a Moscú. Desgraciadamente no pudo encontrar su antigua casa. Pero Aloísio era un hombre muy emprendedor. A las dos semanas ya tenía una preciosa habitación en la calle Briusov y a los pocos meses estaba instalado en el despacho de Rimski. Igual que antes Rimski había sufrido por culpa de Stiopa, ahora Varenuja sufría por Aloísio. Varenuja sólo sueña con que se lleven a Aloísio lo más lejos posible, porque, como dice a veces a sus amigos más íntimos, «no hay otro canalla tan grande como Aloísio y de él se puede esperar cualquier cosa».
Puede que el administrador no sea imparcial; nadie ha Visto a Aloísio hacer nada malo, ni siquiera hacer algo aparte del nombramiento de un nuevo barman en lugar de Sókov: Andréi Fókich murió de cirrosis en la clínica del primer Instituto de Medicina, a los nueve meses de la aparición de Voland en Moscú…
Pues sí, pasaron varios años y los verídicos sucesos relatados en este libro se fueron olvidando, apagándose poco a poco en la memoria. Pero eso no les sucedió a todos.
Cada primavera, en cuanto llega la luna llena de fiesta, bajo los tilos de «Los Estanques del Patriarca» aparece al atardecer un hombre de unos treinta años. Tiene el pelo rojizo, ojos verdes y va vestido modestamente. Es un colaborador del Instituto de Historia y Filosofía, el profesor Iván Nikoláyevich Pónirev.
Al encontrarse bajo los tilos siempre se sienta en el mismo banco, don-de estuvo aquella tarde con Berlioz, hace tiempo olvidado por todos, cuando éste vio por última vez la luna rompiéndose en pedazos. Ahora está entera, blanca al comienzo de la tarde y luego dorada, con un caba-llo-dragón, y pasa por encima del que antes fue poeta.
Iván Nikoláyevich ya sabe y comprende todo. Sabe que en su juventud fue víctima de una panda de hipnotizadores, que luego estuvo en tratamiento y consiguieron curarle. Pero sabe también que hay ciertas cosas que no es capaz de dominar. No puede dominar esta luna llena de primavera. En cuanto el astro empieza a aproximarse, en cuanto empieza a crecer, llenándose de oro, Iván Nikoláyevich se siente desasosegado, nervioso, pierde el apetito y el sueño y espera que madure la luna llena. Nadie le puede retener en su casa. Sale al atardecer y se va a «Los Estanques del Patriarca».
Sentado en el banco, Iván Nikoláyevich habla consigo mismo abiertamente, fuma, mira a la luna y al conocido torniquete.
Así pasa una o dos horas. Luego se levanta de su sitio y, siempre por el mismo camino, atravesando la calle Spiridónovka, con los ojos vacíos y sin ver nada, se va a las bocacalles de Arbat.
Pasa por el puesto de petróleo, dobla junto a un farol de gas, viejo y torcido, y se acerca a una verja, tras la que hay un hermoso jardín, todavía sin verde, y en él, un palacete gótico, con una torre con ventana de tres hojas, iluminada por la luna.
El profesor no sabe qué es lo que le trae hacia este palacete, ni quién lo habita, pero sabe que no puede luchar contra sí mismo las noches de luna llena. Y también sabe que detrás de la reja, en el jardín, siempre verá lo mismo.