Pilatos observó la hoja del cuchillo, pasó un dedo para ver si estaba afilado y dijo:
— No te preocupes, devolverás el cuchillo. Y, ahora, enséñame la carta que llevas encima, donde tienes apuntadas las palabras de Joshuá.
Leví miró a Pilatos con odio y sonrió con una expresión tan hostil que su cara se desfiguró por completo.
—¿Me la quieres quitar?
— No te he dicho dámela, sino enséñamela.
Leví metió la mano por la camisa y sacó un rollo de pergamino. Pilatos lo cogió, lo desenrolló, colocándolo entre las luces, y empezó a estudiar los signos poco legibles. Era difícil descifrar aquellas líneas mal hechas y Pilatos arrugaba la cara, se inclinaba sobre el pergamino y pasaba el dedo por lo escrito. Consiguió entender que se trataba de una cadena de frases sin hilación alguna; fechas, compras anotadas y trozos poéticos. Algo pudo leer: «… la muerte no existe… ayer comimos brevas dulces de primavera…».
Haciendo muecas por el esfuerzo, Pilatos leía fijando la vista:«… veremos el agua limpia del río de la vida… la humanidad mirará al sol a través de un cristal transparente…». Aquí Pilatos se estremeció. En las últimas líneas del pergamino pudo leer:«…el defecto mayor… la cobardía…».
Pilatos enrolló el pergamino y con un gesto brusco se lo dio a Leví.
— Toma — dijo, y después de un silencio añadió—: Veo que eres un hombre letrado y no tienes por qué andar solo, vestido como un mendigo, sin casa. En Cesarea tengo una gran biblioteca, soy muy rico y quiero que trabajes para mí. Tu trabajo sería examinar y guardar los papiros y tendrías suficiente para comer y vestir.
Leví se levantó y contestó:
— No, no quiero.
—¿Por qué? —preguntó el procurador cambiando de cara—. ¿Te soy desagradable…, me tienes miedo?
La misma sonrisa hostil desfiguró el rostro de Leví. Dijo:
— No, porque tú me tendrás miedo. No te será fácil mirarme a la cara después de haberlo matado.
— Cállate — contestó Pilatos—, acepta este dinero.
Leví movió la cabeza, rechazándolo, y el procurador siguió hablando:
— Sé que te crees discípulo de Joshuá, pero no has asimilado nada de lo que él te enseñó. Porque si fuera así, hubieras aceptado algo de mí. Ten en cuenta que él dijo antes de morir que no culpaba a nadie. — Pilatos levantó un dedo con aire significativo. Su cara se convulsionaba con un tic—. Es seguro que hubiera aceptado algo. Eres cruel y él no lo era. ¿adónde vas a ir?
De pronto Leví se acercó a la mesa, se apoyó en ella con las dos manos y mirando al procurador, con los ojos ardientes, dijo:
— Quiero decirte, procurador, que voy a matar a un hombre en Jershalaím. Quiero decírtelo para que sepas que todavía habrá sangre.
— Ya sé que la habrá —respondió Pilatos—, no me has sorprendido con tus palabras. Naturalmente, ¿querrás matarme a mí?
— No conseguiría matarte — contestó Leví con una sonrisa, enseñando los dientes—, no soy tan tonto como para pensar en eso. Pero voy a matar a Judas de Kerioth y dedicaré a ello el resto de mi vida.
Los ojos del procurador se llenaron de placer y, haciendo un gesto con el dedo, para que Leví Mateo se acercara, le dijo:
— Eso ya no puedes hacerlo, no te molestes. Esta noche ya han matado a Judas.
Leví dio un salto, apartándose de la mesa, y mirando alrededor con los ojos enloquecidos, gritó:
—¿Quién lo ha hecho?
— No seas celoso — sonrió Pilatos, y se frotó las manos—, me temo que tenía otros admiradores aparte de ti.
—¿Quién lo ha hecho? — repitió Leví en un susurro.
Pilatos le contestó:
— Lo he hecho yo.
Leví abrió la boca y se quedó mirando al procurador, que dijo en voz baja:
— Desde luego, no ha sido mucho, pero lo hice yo — y añadió—: bueno, y ahora ¿aceptarás algo?
Leví se quedó pensativo, se ablandó y dijo:
— Ordena que me den un trozo de pergamino limpio.
Pasó una hora. Leví ya no estaba en el palacio. Sólo el ruido suave de los pasos de los centinelas en el jardín interrumpía el silencio del amanecer. La luna palidecía, y en el otro extremo del cielo apareció la mancha blanca de una estrella. Hacía tiempo que se habían apagado los candiles. El procurador estaba acostado. Dormía con una mano bajo la mejilla y respiraba silenciosamente. A su lado dormía Bangá.
Así recibió el amanecer del quince del mes Nisán el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.
27. EL FINAL DEL PISO NÚMERO 50
Cuando Margarita llegó a las últimas líneas del capítulo «… Así recibió el amanecer del quince del mes Nisán el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos», llegó la mañana.
Desde las ramas de los salgueros y tilos llegaba la conversación matinal, animada y alegre, de los gorriones.
Margarita se levantó del sillón, se estiró y sólo entonces sintió que le dolía todo el cuerpo y que tenía sueño.
Es curioso, pero el alma de Margarita estaba tranquila. No tenía las ideas desordenadas, no le había trastornado la noche, pasada de una manera tan extraordinaria. No le preocupaba la idea de haber asistido al Baile de Satanás, ni el milagro de que el maestro estuviera de nuevo con ella; tampoco la novela, reaparecida de entre las cenizas, ni que él se encontrara en el piso de donde habían echado al soplón Mogarich. En resumen: el encuentro con Voland no le había producido ningún trastorno psíquico. Todo era así, porque así tenía que ser.
Entró en el otro cuarto, se convenció de que el maestro dormía un sueño tranquilo y profundo, apagó la luz de la mesa, innecesaria ya, y se acostó en un diván que había enfrente, cubierto con una vieja sábana rota. Se durmió en seguida y esta vez no soñó nada. Las dos habitaciones del sótano estaban en silencio, también la pequeña casa y la perdida callecita.
Pero mientras tanto, es decir, al amanecer del sábado, toda una planta de una organización moscovita estaba en vela. La luz de las ventanas que daban a un patio asfaltado, que todas las mañanas limpiaban unos coches especiales con cepillos, se mezclaba con la luz del sol naciente.
La Instrucción Judicial encargada del caso Voland ocupaba una planta entera, y las lámparas estaban encendidas en diez despachos.
En realidad el caso era ya evidente como tal, desde el día anterior — el viernes—, cuando el Varietés tuvo que cerrarse como consecuencia de la desaparición del Consejo de Administración y otros escándalos ocurridos la víspera, durante la famosa sesión de magia negra. Y lo que sucedía era que continuamente, sin interrupción, llegaba mas y más material de investigación a este departamento de guardia.
Y ahora la Instrucción encargada de este extraño caso, que tenía un matiz claramente diabólico, con una mezcla de trucos hipnóticos y crímenes evidentes como agravante, tenía que ligar todos los sucesos diver-sos y enredados que habían ocurrido en distintas partes de Moscú.
El primero en visitar aquella planta en vela, reluciente de electricidad, fue Arcadio Apolónovich Sempleyárov, presidente de la Comisión de Acústica de Espectáculos.
El viernes después de comer, en su piso del Puente Kámeni, sonó el teléfono, y una voz de hombre pidió que avisaran a Arcadio Apolónovich. Su esposa contestó con hostilidad que Arcadio Apolónovich se encontraba mal, que se había acostado y no podía hablar por teléfono. Pero no tuvo más remedio que hacerlo. Cuando la esposa de Sempleyárov preguntó quién deseaba hablarle, le contestaron con pocas palabras.
— Ahora…, ahora mismo, espere un segundo… — balbuceó la arrogante esposa del presidente de la Comisión Acústica, y, como una bala, corrió al dormitorio para levantar a Arcadio Apolónovich del lecho, en el que yacía atormentado por el recuerdo de la sesión del día anterior y el escándalo que acompañó la expulsión de la sobrina de Sarátov.