— Que maten a este ser obstinado — susurró Asaselo.
— Me rindo — repitió el gato—, pero exciusivamente porque no puedo jugar en este ambiente de envidia e intrigas.
Se incorporó y las figuras de ajedrez se metieron en un cajón.
— Guela, ya es hora — dijo Voland, y Guela desapareció de la habitación—. Tengo un dolor de piernas y encima este baile…
— Permítame a mí —pidió Margarita en voz baja.
Voland la miró fijamente y le acercó su rodilla.
Una masa caliente como la lava le quemó las manos, pero Margarita, sin cambiar de expresión, empezó a friccionar la rodilla de Voland tratando de no hacerle daño.
— Mis favoritos dicen que tengo reúma — decía Voland sin apartar la mirada de Margarita—, pero tengo mis sospechas que es un recuerdo de una bruja encantadora que conocí en el año 1571 en el monte Brocken, en la Cátedra del Diablo.
—¿Será posible? — preguntó Margarita.
— No tiene ninguna importancia. Dentro de unos trescientos años no quedará nada. Me han recomendado muchas medicinas, pero prefiero las antiguas, las de mi abuela. ¡Qué hierbas tan sorprendentes me ha dejado mi abuela, esa vieja odiosa! A propósito, ¿usted no padece de nada? ¿A lo mejor tiene alguna pena, algo que la atormenta?
— No, messere, no tengo nada de eso — contestó la inteligente Margarita—; sobre todo ahora, estando con usted, me encuentro perfectamente.
— La sangre es una gran cosa — dijo Voland sin que viniera a cuento, y añadió—: veo que le interesa mi globo.
—¡Oh, sí! Nunca había visto cosa igual.
— Es algo realmente bueno. Le confieso que no me gustan las noticias por radio. Siempre las lanzan señoritas que pronuncian confusamente los nombres geográficos. Además, una de cada tres suele ser tartamuda, parece que las eligen a propósito. Mi globo es mucho más práctico, sobre todo para mí, que necesito conocer los acontecimientos al detalle. Por ejemplo, ¿ve usted ese trozo de tierra, bañado por el océano? Mire, se está incendiando. Es que ha empezado una guerra. Si se acerca más, verá los detalles.
Margarita se inclinó sobre el globo, el cuadradito de tierra se agrandó, se cubrió de colores y pareció convertirse en un mapa en relieve. Luego vio la cinta del río con un pueblo a un lado. Una casa, del tamaño de un guisante, fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una caja de cerillas. De pronto, silenciosamente, el tejado de la casa voló con una nube de humo negro, las paredes se derrumbaron y de la casa sólo quedó un montículo que despedía una oscura humareda. Acercándose más, Margarita pudo ver una figura de mujer en el suelo y, junto a ella, un niño con los brazos abiertos en un charco de sangre.
— Se acabó —dijo Voland, sonriendo—, no ha tenido tiempo de pecar. El trabajo de Abadonna[16] es perfecto.
— No me gustaría estar en el lado contrario al que esté Abadonna — dijo Margarita—. ¿De qué lado está?
— Cuanto más hablo con usted — respondió Voland con amabilidad—, más me convenzo de que usted es muy inteligente. La voy a tranquilizar. Es sorprendentemente imparcial y apoya a las dos partes contrincantes en la misma medida. Por consiguiente, el resultado es siempre el mismo para ambas partes. ¡Abadonna! — dijo Voland con voz baja, y de la pared salió un hombre delgado con unas gafas oscuras que impresionaron profundamente a Margarita, tanto que dio un grito y escondió la cara en el hombro de Voland—. ¡Por favor! — gritó Voland—, ¡qué nerviosa es la gente de ahora! — y le dio a Margarita una palmada en la espalda que resonó en todo su cuerpo—. ¿No ve que lleva gafas? Además, no ha ocurrido, ni nunca ocurrirá, que Abadonna aparezca delante de alguien antes de tiempo. Al fin y al cabo estoy aquí yo. ¡Y usted es mi invitada! Quería presentárselo, nada más.
Abadonna estaba inmóvil.
—¿Podría quitarse las gafas un segundo? — preguntó Margarita, arrimándose a Voland y estremeciéndose, pero ahora de curiosidad.
— Eso es imposible — dijo Voland seriamente. Hizo un gesto a Abadonna y éste desapareció.
—¿Qué quieres, Asaselo?
— Messere — respondió Asaselo—, con su permiso tengo que decirle que hay aquí dos forasteros: una hermosa mujer que lloriquea y pide que la lleven con su señora, y su cerdo, con perdón.
—¡Pero qué manera tan extraña de comportarse tienen las bellezas!
—¡Es Natasha! — exclamó Margarita.
— Bueno, déjala con su señora. Y el cerdo con los cocineros.
—¿Matarle? — exclamó Margarita asustada—. Por favor, messere, es Nikolái Ivánovich, mi vecino de abajo. Es una equivocación, ella le dio un poco de crema…
— Pero qué cosas tiene — dijo Voland—. ¿Quién lo va a matar y para qué? Que se quede un rato con los cocineros y nada más. ¡No querrá que le deje ir al baile!
— Pues sí… —añadió Asaselo, y comunicó—: ya va a ser medianoche, messere.
— Ah, muy bien — Voland se dirigió a Margarita—: le doy las gracias de antemano. No se preocupe y no tema nada. No beba más que agua, si no se encontrará débil y no podrá resistirlo. ¡Es la hora!
Margarita se levantó de la alfombra y en la puerta apareció Koróviev.
23. EL GRAN BAILE DE SATANÁS
Era casi medianoche y tuvieron que apresurarse. Margarita apenas veía lo que ocurría a su alrededor. Se le grabaron en la memoria las velas y una piscina de colores. Cuando se encontró de pie en el fondo de la piscina, Guela y Natasha, que estaban ayudando, le echaron encima un líquido caliente, espeso y rojo. Margarita sintió en sus labios un sabor salado y comprendió que la estaban bañando en sangre. La capa sangrienta fue sustituida por otra: espesa, transparente y rosácea. A Margarita le produjo cierto mareo el aceite de rosas. Luego la tumbaron en un lecho de cristal de roca y le dieron fricciones con grandes hojas verdes y brillantes.
Entró el gato, que también se puso a ayudar. Se sentó en cuclillas a los pies de Margarita y empezó a frotarle los talones como si estuviera en la calle de limpiabotas.
Margarita no recuerda quién le hizo unos zapatos de los pétalos de una rosa pálida, ni cómo se abrocharon ellos mismos con engarces de oro. Una fuerza la levantó y la colocó frente a un espejo. En su cabello brilló una corona de diamantes de reina. Apareció Koróviev y le colgó en el cuello la pesada efigie de un caniche negro, que colgaba de una voluminosa cadena en un marquito ovalado. Este adorno le resultó muy molesto a la reina. La cadena empezó a rozarle el cuello y la imagen la obligaba a encorvarse. Pero hubo algo que fue como un premio para Margarita por las molestias que le causaban la cadena y el caniche: el respeto con que empezaron a tratarla Koróviev y Popota.
—¡Qué se le va a hacer! — murmuraba Koróviev en la puerta de la habitación de la piscina—. ¡No hay más remedio! ¡Es necesario!… Permítame, majestad, que le dé el último consejo. Entre los invitados habrá gente muy diferente, ¡y tan diferente! pero, mi reina Margot, no debe mostrar preferencia por nadie. Si alguien no le gusta…, estoy seguro de que a usted no se le notará en la cara, pero ¡no puedo ni pensarlo! ¡Lo notarían inmediatamente! Tiene que llegar a quererle, reina. Así, la dama del baile será pagada con creces. Otra cosa más: no deje a nadie sin una sonrisa, aunque sólo sea una sonrisita, si no le da tiempo a decir nada, aunque sólo haga un movimiento con la cabeza. Bastará con lo que se le ocurra, cualquier cosa, menos la falta de atención, eso les haría desvanecerse…
Margarita, acompañada por Koróviev y Popota, dio un paso de la habitación con piscina a la oscuridad absoluta.
— Yo, yo — susurraba el gato—, ¡yo daré la señal!
—¡Anda! — le respondió Koróviev en la oscuridad.