«Apretó los dientes indignada, diciendo algo ininteligible. Luego empezó a recoger y ordenar las hojas medio quemadas. Era un capítulo central, no recuerdo cuál. Reunió las hojas cuidadosamente, las envolvió en un papel y las ató con una cinta. Su actitud revelaba gran decisión y dominio de sí misma. Me pidió vino y, después de beberlo, habló con más serenidad:
«—Así se paga la mentira. No quiero mentir más. Me quedaría contigo ahora mismo, pero no quiero hacerlo de esta manera. No quiero que le quede para toda la vida el recuerdo de que le abandoné por la noche. No me ha hecho nada malo… Le llamaron de repente, había un incendio en su fábrica. Pero pronto volverá. Se lo explicaré mañana, le diré que quiero a otro y volveré contigo para siempre. Dime, ¿acaso tú no lo deseas?
«—Pobrecita mía — le dije—, no permitiré que lo hagas. No estarás bien a mi lado y no quiero que mueras conmigo.
«—¿Es la única razón? — preguntó ella, acercando sus ojos a los míos.
«—La única.
«Se animó muchísimo, me abrazó, rodeándome el cuello con sus brazos y dijo:
«— Voy a morir contigo. Por la mañana estaré aquí.
«Lo último que recuerdo de mi vida es una franja de luz del vestíbulo, y en la franja, un mechón desrizado, su boina y sus ojos llenos de decisión. También recuerdo una silueta negra en el umbral de la puerta de la calle y un paquete blanco.
«—Te acompañaría, pero no tengo fuerzas para volver solo. Tengo miedo.
«—No tengas miedo. Espera unas horas. Por la mañana estaré contigo.
«—Ésas fueron sus últimas palabras en mi vida. ¡Chist! — se interrumpió el enfermo levantando un dedo—. ¡Qué noche de luna tan intranquila!
Desapareció en el balcón. Iván oyó ruido de ruedas en el pasillo y un sollozo o un grito débil.
Cuando todo se hubo calmado volvió el visitante. Le dijo a Iván que en la habitación 120 había ingresado un nuevo enfermo. Era uno que pedía que le devolvieran su cabeza.
Los dos interlocutores estuvieron un rato en silencio, angustiados, pero se tranquilizaron y volvieron a su conversación. El visitante abrió la boca, pero la nochecita era realmente agitada. Se oía ruido de voces en el pasillo. El huésped hablaba a Iván al oído, pero con voz tan baja que Iván sólo pudo entender la primera frase:
— Al cuarto de hora de marcharse ella llamaron a mi ventana…
Al parecer, el enfermo se había emocionado con su propio relato. Una convulsión le desfiguraba la cara a cada instante. En sus ojos flotaban y bailaban el miedo y la indignación. Señalaba con la mano a la luna, que hacía tiempo que se había ido. Y sólo entonces, cuando los ruidos exteriores cesaron, el huésped se apartó de Iván y habló más fuerte.
— Sí, fue una noche a mediados de enero. Estaba yo en el patio, muerto de frío, con el abrigo, el mismo pero sin botones. Detrás de mí tenía unos montones de nieve que cubrían los lilos y delante, en la parte baja del muro de la casa, mis ventanas. Estaban iluminadas débilmente, con las cortinas echadas. Me acerqué a una, dentro sonaba un gramófono. Es todo lo que pude oír, pero no vi nada. Permanecí allí, inmóvil, durante un buen rato y después salí a la calle. Soplaba fuerte el viento. Un perro se me echó a los pies, me asusté y corrí al otro lado de la calle. El frío y el miedo, que ya eran mis inseparables compañeros, me ponían frenético. No tenía dónde ir. Lo más sencillo hubiera sido arrojarme a las ruedas del tranvía que pasaba por la calle en la que desembocaba mi callecita. Veía de lejos los vagones iluminados por dentro, envueltos por el hielo, y escuchaba su odioso rechinar cuando pasaban por las vías heladas. Pero, querido vecino, el miedo se había adueñado de mí, se había apoderado de cada célula de mi cuerpo, ése era el problema. Lo mismo me asustaban los perros que me atemorizaba un tranvía. ¡Le juro que no hay en esta casa otra enfermedad peor que la mía!
— Pero podía haberla avisado — dijo Iván, compadeciendo al pobre enfermo—. Además ella tenía su dinero, ¿no? Seguramente lo habrá guardado.
— No lo dude. Claro que lo tiene guardado. Pero, me parece que no entiende, o mejor dicho, yo he perdido la facultad de expresarme. Y no, no me da mucha pena de ella, ya no podría ayudarme. ¡Imagínese — el huésped miraba con piedad en la oscuridad de la noche—, se habría encontrado con una carta del manicomio! ¡Cómo se puede enviar una carta con este remite!… ¿Enfermo mental?… ¡Usted bromea! ¿Hacerla desgraciada? No, eso no lo puedo hacer.
Iván no encontró nada que decirle, pero, a pesar de su silencio, le daba mucha lástima. El otro, angustiado por los recuerdos, movía la cabeza con el gorro negro. Siguió hablando:
— Pobre mujer… Aunque tengo la esperanza de que me haya olvidado.
—¡Usted se podrá curar algún día…! — interrumpió Iván tímidamente.
— Soy incurable — contestó tranquilo—. Cuando Stravinski habla de volverme a la normalidad no le creo. Es muy humano y procura calmarme. Y no tengo por qué negar que ahora me encuentro mucho mejor. ¡Sí! ¿Qué estaba diciendo? El frío, los tranvías volando… Sabía que existía este sanatorio y traté de llegar aquí, a pie, atravesando toda la ciudad.
«¡Qué locura! Estoy convencido de que al salir de la ciudad me habría helado, pero me salvé por una casualidad. Algo se había estropeado en el camión. Me acerqué al conductor — estaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad— y me llevé la sorpresa de que se apiadara de mí. El camión venía al sanatorio y me trajo. Fue una suerte. Tenía congelados los dedos del pie izquierdo. Me los curaron. Y hace ya cuatro meses que estoy aquí. La verdad, encuentro que no se está nada mal. ¡Nunca se deben hacer planes a largo plazo, querido vecino! Yo mismo quería haber recorrido el mundo entero; pero Dios no lo ha querido así. Sólo veo una ínfima parte de esta tierra. Supongo que no es la mejor, pero no se está mal del todo. Se acerca el verano, Praskovia Fédorovna ha prometido que los balcones se cubrirán de hiedra. Sus llaves me han servido para ampliar posibilidades. Habrá luna por las noches. ¡Oh! ¡Se ha ido! ¡Qué fresco hace! Es más de medianoche. Tengo que irme.
— Dígame, por favor, ¿qué pasó con Joshuá y Pilatos? — le pidió Iván—. Quiero saberlo.
—¡Oh, no! — respondió el huésped estremeciéndose de dolor—, no puedo recordar mi novela sin ponerme a temblar. Su amigo, el de «Los Estanques del Patriarca», lo sabe mucho mejor que yo. Gracias por su compañía. Adiós.
Y antes de que Iván tuviera tiempo de reaccionar, la reja se cerró con suave ruido y el huésped desapareció.
14. ¡VIVA EL GALLO!
ARimski, como suele decirse, le fallaron los nervios, y sin esperar a que terminaran de extender el acta, salió disparado hacia su despacho. Sentado a su mesa, no dejaba de mirar, con ojos irritados, los mágicos billetes de diez rublos. Al director de finanzas se le iba la cabeza. Llegaba de fuera un ruido monótono. Del Varietés salían a la calle verdaderos torrentes de gente, y al oído de Rimski, extraordinariamente aguzado, llegaron los silbatos de los milicianos. Nunca presagiaban nada bueno, pero cuando el silbido se repitió y se le unió otro prolongado y autoritario, acompañado de exclamaciones y risotadas, comprendió que en la calle estaba pasando algo escandaloso y desagradable y que, por muchas ganas que tuviera de ignorarlo, debía estar estrechamente ligado a la desafortunada sesión que el nigromante y sus ayudantes llevaran a cabo. Y el sensitivo director de finanzas no se equivocó ni un ápice. Bastó una mirada por la ventana para hacerle cambiar de expresión y gruñir:
—¡Ya lo sabía yo!
Debajo de la ventana, en la acera, iluminada por la fuerte luz de los faroles, había una señora en combinación con pantaloncitos color violeta; llevaba en la mano un sombrero y un paraguas, parecía estar fuera de sí y se agachaba o trataba de escapar a algún sitio. La rodeaba una multitud muy excitada que reía en ese mismo tono que al director le ponía carne de gallina. Junto a la dama se agitaba un ciudadano que trataba de despojarse a toda prisa de su abrigo de entretiempo, pero parecía tan nervioso, que no podía dominar una manga, en la que, al parecer, se le había enredado un brazo.