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Sabía que al mismo tiempo la escolta conducía a los otros tres por las escaleras laterales, hacia el camino que llevaba al oeste, fuera de la ciudad, al monte Calvario. Sólo cuando estaba detrás del estrado, Pilatos abrió los ojos sabiendo que ya estaba fuera de peligro: ya no podía ver a los condenados.

Al lamento de la multitud, que empezaba a calmarse se unían los gritos estridentes de los heraldos, que repetían, uno en griego y otro en arameo, lo que había dicho el procurador desde el estrado. A sus oídos llegó el redoble de las pisadas de los caballos que se aproximaban y el sonido de una trompeta que gritaba algo breve y alegre. Les respondió el silbido penetrante de los chiquillos que estaban sobre los tejados de las casas en la calle que conducía del mercado a la plaza del hipódromo, y un grito: «¡Cuidado!».

Un soldado, solitario en el espacio liberado de la plaza, agitó asustado su emblema. El procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se pararon. El ala de caballería, con el trote cada vez más suelto, irrumpía en la plaza para atravesarla evitando el gentío y seguir por la calleja junto a un muro de piedra cubierto de parra por el camino más corto hacia el monte Calvario.

Un hombrecillo pequeño como un chico, moreno como un mulato, el comandante del ala siria, trotaba en su caballo, y al pasar junto a Pilatos gritó algo con voz aguda y desenvainó su espada. Su caballo, mojado, negro y feroz, viró hacia un lado y se encabritó. Guardando la espada, el comandante le pegó en el cuello con un látigo, lo enderezó y siguió su camino por la calleja, pasando al galope. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaban los jinetes envueltos en una nube de polvo. Saltaron las puntas de las ligeras lanzas de bambú. El procurador vio pasar junto a él los rostros que parecían todavía más morenos bajo los turbantes, con los dientes relucientes descubiertos en alegres sonrisas.

Levantando el polvo hasta el cielo, el ala irrumpió en la calleja, y Pilatos vio pasar al último soldado con una trompeta ardiente a sus espaldas.

Protegiéndose del polvo con la mano y con una mueca de disgusto, Pilatos siguió su camino hacia la puerta del jardín del palacio; le acompañaban el legado, el secretario y la escolta.

Eran cerca de las diez de la mañana.

3. LA SÉPTIMA PRUEBA

Sí, eran casi las diez de la mañana, respetable Iván Nikoláyevich — dijo el profesor.

El poeta se frotó la cara con la mano, como si acabara de despertar, y observó que ya había caído la tarde sobre los «Estanques». Una barca ligera se deslizaba por el agua, ya en sombra, y se oía el chapoteo de los remos y las risas de una ciudadana. Los bancos de los bulevares se habían ido poblando, pero siempre en los otros tres lados del cuadrado, dejando solos a nuestros conversadores.

El cielo de Moscú estaba descolorido, la luna llena todavía no era dorada, sino muy blanca. Se respiraba mejor y sonaban mucho más suaves las voces bajo los tilos: eran voces nocturnas.

«¡Cómo se pasó el tiempo!… Y nos ha largado toda una historia — pensó Desamparado—. ¡Si es casi de noche!… A lo mejor no ha contado nada. ¿No lo habré soñado?»

Tenemos que suponer que realmente el profesor les había contado todo aquello, de otro modo habríamos de admitir que Berlioz había soñado lo mismo, porque, mirando fijamente al extranjero, dijo:

— Su relato es extraordinariamente interesante, profesor, pero no coincide ni lo más mínimo con el Evangelio.

—¡Por favor! — contestó el profesor con una sonrisa condescendiente—. Usted sabe mejor que nadie que todo lo que se dice en los Evangelios no fue nunca realidad y si citamos el Evangelio como fuente histórica… — sonrió de nuevo. Y Berlioz se quedó de piedra, porque precisamente era eso lo que él había dicho a Desamparado mientras pasaban por la Brónnaya en su camino hacia los «Estanques del Patriarca».

— Eso es verdad — respondió Berlioz—. Pero sospecho que nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted ha dicho.

—¡Oh, no! ¡Esto hay quien lo confirma! — dijo el profesor muy convencido, hablando repentinamente en un ruso macarrónico. Les invitó con cierto aire de misterio a acercarse más.

Se aproximaron uno por cada lado, y, sin ningún acento (porque tan pronto lo tenía como no; el diablo sabrá por qué), les dijo:

— Verán ustedes, lo que pasa es que… — el profesor miró en derredor atemorizado y continuó en voz muy baja— yo lo presencié personalmente. Estuve en el balcón de Poncio Pilatos y en el jardín cuando hablaba con Caifás, y en el patíbulo, de incógnito, naturalmente, y les ruego que no digan nada a nadie. Es un secreto… ¡pchss!

Hubo un silencio. Berlioz palideció.

— Y usted… usted… ¿cuánto tiempo hace que está en Moscú? —preguntó con voz temblorosa.

— Acabo de llegar hace un instante — dijo desconcertado el profesor.

Entonces, por primera vez, nuestros amigos se fijaron en sus ojos y llegaron al convencimiento de que el ojo izquierdo, el verde, era de un loco de remate, y el derecho, negro y muerto.

«Bueno, me parece que aquí está la explicación — pensó Berlioz con pánico—. Es un alemán recién llegado que está loco o que le ha dado la chifladura ahora mismo. ¡Vaya broma!»

Efectivamente, todo se había aclarado; el extrañísimo desayuno con el difunto filósofo Kant, la estúpida historia del aceite de girasol y Anushka, los propósitos sobre la decapitación y todo lo demás: el profesor estaba rematadamente loco.

Berlioz reaccionó en seguida y decidió lo que había que hacer. Apoyándose en el respaldo del banco y por detrás del profesor, empezó a gesticular para dar a entender a Desamparado que no llevara la contraria. Pero el poeta, que estaba completamente anonadado, no entendió sus señales.

— Sí, sí —decía Berlioz exaltado—, todo eso puede ser posible… muy posible. Pilatos, el balcón y todo lo demás… Dígame, ¿ha venido solo o con su esposa?

— Solo, solo; siempre estoy solo — respondió el profesor con amargura.

—¿Y dónde está su equipaje, profesor? — preguntó Berlioz con tacto—, ¿en El Metropol? ¿Dónde se ha hospedado?

—¿Yo…? En ningún sitio — respondió el desquiciado alemán, recorriendo «Los Estanques» con su ojo verde angustiado y dominado por el terror.

—¿Cómo? Y… ¿dónde piensa vivir?

— En su casa — dijo con desenfado el demente guiñando el ojo.

— Por mí… encantado — balbuceó Berlioz—, pero me temo que no se va a encontrar muy cómodo. El Metropol tiene departamentos estupendos. Es un hotel de primera clase…

— Y el diablo, ¿tampoco existe? — preguntó de repente el enfermo, en un tono jovial.

— Tampoco…

—¡No discutas! — susurró Berlioz, gesticulando ante la espalda del profesor.

—¡Claro que no! ¡No hay ningún diablo! — gritó de todos modos Iván Nikoláyevich, desconcertado con tanto lío—. ¡Pero qué castigo! ¡Y apriétese los tornillos!

El demente soltó una carcajada tan ruidosa que de los tilos escapó volando un gorrión.

— Decididamente esto se pone interesante — decía el profesor temblando de risa—. Vaya, vaya, resulta que para ustedes no existe nada de nada — dejó de reírse y como suele suceder en los enfermos mentales, cambió de humor repentinamente; gritó irritado—: Conque no existe, ¿eh?

— Tranquilícese, por favor, tranquilícese — balbuceaba Berlioz, temiendo exasperarle—. Por favor, espéreme aquí un minuto con el camarada Desamparado mientras voy a hacer una llamada ahí a la vuelta. Y luego le acompañamos donde usted quiera; como no conoce la ciudad…

Hay que reconocer que el plan de Berlioz era acertado: lo primero era encontrar un teléfono público y comunicar inmediatamente a la Sección de Extranjeros algo parecido a que el consejero recién llegado estaba en «Los Estanques» en un estado evidentemente anormal. Y habría que tomar las debidas precauciones, porque todo aquello era una cosa disparatada y bastante desagradable.

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