— Bueno, lo único que queda es desear que sea mejor que el anterior — dijo Voland.
— Así será, messere — afirmó Koróviev.
— Puede creerme — añadió el gato—, soy un verdadero profeta.
— A pesar de todo, hemos llegado — comunicó Koróviev— y estamos esperando sus órdenes.
Voland se levantó del taburete, se acercó a la balaustrada y se quedó largo rato inmóvil, sin decir una palabra, de espaldas a su séquito, mirando a la ciudad. Luego se apartó del borde de la terraza, se sentó en el taburete y dijo:
— No habrá órdenes, habéis hecho todo lo posible y ya no necesito más vuestros servicios. Podéis descansar. Ahora va a llegar la tormenta y emprenderemos el camino.
— Muy bien, messere — contestaron los dos payasos y desaparecieron detrás de una torre redonda que estaba en el centro de la terraza.
La tormenta, de la que hablaba Voland, se estaba formando en el horizonte. Una nube negra se levantó en el oeste y cortó medio sol. Luego lo cubrió por completo. En la terraza se notó fresco. Al poco rato todo estaba a oscuras.
Esta oscuridad llegada del oeste, cubrió la enorme ciudad. Desaparecieron los puentes, los palacios. Desapareció todo, como si nunca hubiera existido. Un hilo de fuego atravesó el cielo. Luego un golpe sacudió la ciudad. Se repitió y empezó la tormenta. En las tinieblas ya no se veía a Voland.
30. ¡HA LLEGADO LA HORA!
—¿Sabes? — decía Margarita—, ayer, mientras tú dormías, estuve leyendo lo de la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo… y esos ídolos, ¡oh! ¡esos ídolos de oro! No sé por qué no me dejan en paz. Me parece que va a llover. ¿No notas que está refrescando?
— Todo esto me gusta mucho, es muy bonito — contestaba el maestro fumando y rompiendo las volutas de humo con la mano—, y los ídolos, eso no tiene importancia… pero qué pasará después, ¡eso sí que no lo veo claro!
Esta conversación tenía lugar al mismo tiempo que en la terraza donde estaba Voland aparecía Leví Mateo. La ventana del sótano estaba abierta, y si alguien se hubiera asomado al pasar, se habría sorprendido seguramente por el aspecto tan extraño que ofrecía la pareja. Margarita llevaba una capa negra sobre su cuerpo desnudo y el maestro la ropa del sanatorio. Margarita no tenía absolutamente nada que ponerse porque todas sus cosas habían quedado en el palacete, y aunque estaba muy cerca, no quería ni pensar en ir a buscarlas. Y el maestro, que tenía todos sus trajes en el armario, como si nunca se hubiera ausentado, sencillamente no tenía ganas de vestirse y estaba hablando con Margarita, diciéndole que en cualquier momento iba a empezar algo extraño y absurdo. Por primera vez desde aquel otoño estaba afeitado; en el sanatorio le recortaban la barbita con una maquinilla.
La habitación también tenía un aspecto extraño y era difícil entender algo en medio de aquel caos. Los manuscritos estaban sobre la alfombra y en el sofá. En el sillón había un libro abierto. La mesa redonda estaba puesta para la comida y entre los platos había varias botellas. De dónde habían salido aquellos comestibles y bebidas, era algo que no sabían ni Margarita ni el maestro. Al despertarse se encontraron con todo en la mesa.
Durmieron hasta el atardecer del sábado y los dos se sentían completamente repuestos, lo único que les recordaba las aventuras del día anterior era un ligero dolor en la sien izquierda. En lo psíquico, habían cambiado considerablemente. Cualquiera que escuchara la conversación en el piso del sótano lo hubiera notado. Pero no había nadie que pudiera escucharles. La ventaja de aquel patio era que siempre estaba desierto. Los tilos y el salguero, que cada día se ponían más verdes, despedían un olor primaveral que el vientecillo traía por la ventana.
—¡Diablos! — exclamó el maestro de pronto—. Cuando me pongo a pensarlo… — apagó el cigarrillo en el cenicero y se apretó la cabeza con las ma-nos—, escucha tú que eres una persona inteligente y no has estado loca… dime, ¿estás segura de que ayer estuvimos con Satanás?
— Estoy completamente segura — contestó Margarita.
— Claro, claro — dijo el maestro irónicamente—, ahora tenemos en vez de un loco, dos: el marido y la mujer — alzó los brazos hacia el cielo y gritó—: ¡El diablo sabe qué es todo esto, el diablo, el diablo!
Como toda contestación, Margarita se derrumbó en el sofá, se echó a reír, moviendo sus pies descalzos y luego exclamó:
—¡Ay, no puedo! ¡Ay, que no puedo!… ¡mira la pinta que tienes!
El maestro azorado contemplaba sus calzoncillos del sanatorio. Margarita se puso seria.
— Sin querer acabas de decir la verdad — dijo ella—, ¡el diablo sabe qué es esto y el diablo, créeme, lo arreglará todo! — se le encendieron los ojos, se levantó de un salto y se puso a bailar exclamando—: ¡Qué feliz me siento, qué feliz, qué feliz por haber hecho un trato con el diablo! ¡Oh! ¡el diablo, el diablo! ¡Amor mío, no tendrás más remedio que vivir con una bruja! — corrió hacia el maestro, le besó en los labios, en la nariz y en las mejillas. Los mechones negros despeinados saltaban en la cabeza del maestro; los carrillos y la frente le ardían bajo los besos.
— Realmente, pareces una bruja.
— No lo niego — contestó Margarita—, soy bruja y me alegro mucho de ello.
— De acuerdo — decía el maestro—, si eres bruja, pues muy bien, es bonito y elegante. Entonces a mí, me han raptado de la clínica… ¡tampoco está mal! Me han traído aquí, vamos a admitirlo. Hasta podemos suponer, que nadie notará nuestra ausencia… Pero, dime, por lo que más quieras, ¿cómo y de qué vamos a vivir? ¡lo digo pensando en ti, créeme!
En ese momento, en la ventana aparecieron unos zapatos de puntera chata y la parte baja de unos pantalones a rayas. Luego los pantalones se doblaron por la rodilla y un pesado trasero ocultó la luz del día.
— Aloísio, ¿estás en casa? — preguntó alguien desde fuera, por encima de los pantalones.
— Ves, ya empiezan — dijo el maestro.
—¿Aloísio? — preguntó Margarita, acercándose a la ventana—, le detuvieron ayer. ¿Quién pregunta por él? ¿quién es usted? — Nada más decirlo, las rodillas y el trasero desaparecieron de la ventana. Se oyó el golpe de la verja y todo volvió a la normalidad. Margarita se dejó caer en el sofá, riendo hasta saltársele las lágrimas. Cuando se calmó, su cara cambió completamente. Empezó a hablar, muy seria, y al hacerlo, se deslizó del sofá y se arrastró hasta las rodillas del maestro y, mirándole a los ojos, se puso a acariciarle el pelo.
—¡Cuánto has sufrido, cuánto has sufrido, pobrecito mío! Yo sola lo sé. Mira, ¡tienes hilos blancos en el pelo y una arruga eterna junto a la boca! No pienses en nada, amor mío! Ya has tenido que pensar demasiado, ahora lo haré yo por ti. ¡Te aseguro que todo irá bien, maravillosamente bien!
— No tengo miedo de nada, Margot — contestó el maestro y levantó la cabeza. A Margarita le pareció que estaba igual que cuando escribía aquello que no vio nunca, pero que estaba seguro que había existido—, y no tengo miedo porque ya he pasado por todo. Me han asustado tanto que ya no me pueden asustar con nada. Pero me da pena de ti, Margarita, esto es, por eso lo repito tanto. ¡Despiértate! ¿por qué vas a destruir tu vida junto a un enfermo sin dinero? ¡Vuelve a tu casa! Me das pena y por eso te lo digo.
—¡Ah! Tú, tú… —susurraba Margarita, moviendo su cabeza despeinada—; ¡pobre de ti, desconfiado!… Por ti estuve temblando desnuda la noche pasada, por ti he perdido mi naturaleza y la he cambiado por otra nueva; y varios meses he estado en un cuarto oscuro, pensando tan sólo en la tormenta sobre Jershalaím, me he quedado sin ojos de tanto llorar, y ahora cuando nos ha caído la felicidad, ¡tú me echas! ¡Muy bien, me iré; me voy a ir, pero quiero que sepas que eres un hombre cruel. ¡Te han dejado sin alma!