Un nuevo ataque de risa diabólica se apoderó de la joven parienta.
—¡Yo! ¡Que cómo me atrevo! — contestó entre risas—. ¡Claro que me atrevo! — se oyó de nuevo el ruido seco del paraguas que rebotó en la cabeza de Arcadio Apolónovich.
—¡Milicias! ¡Que se la lleven! — gritaba la esposa de Sempleyárov con una voz tan terrible, que a muchos se les heló la sangre en las venas.
Y por si eso era poco, el gato saltó al borde del escenario y rugió con voz de hombre:
—¡La sesión ha terminado! ¡Arreando con una marcha, maestro!
El director, casi enloquecido, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, levantó su batuta y la orquesta, ¿cómo diríamos? no es que empezara a interpretar una marcha, no es que se metiera con ella, ni que se pusiera a darle a los instrumentos; no, exactamente, según la deplorable expresión del gato, lo que hizo fue arrear con la marcha; una marcha inaudita, incalificable por su desvergüenza.
Por un momento pareció oírse aquella antigua canción que se escuchaba en los cafés cantantes, bajo las estrellas del sur, de letra incoherente, mediocre, pero muy atrevida:
«Su excelencia, su excelencia cuida de sus gallinas y le gusta proteger a las muchachas finas.»
Puede que esta letra nunca hubiera existido, pero había otra con la mis-ma música, todavía más indecente. Eso es lo de menos. Lo que importa es que después de que se interpretó la marcha, el teatro se convirtió en una torre de Babel. Los milicianos corrían hacia el palco de Sempleyárov, asediado por curiosos, se oían diabólicas explosiones de risas, gritos salvajes, cubiertos por los dorados sonidos de los platillos de la orquesta.
El escenario estaba vacío: Fagot el embustero y el descarado gatazo Popota se habían desvanecido en el aire, como momentos antes hiciera el mago con su sillón desastrado.
13. LA APARICIÓN DEL HÉROE
Como estábamos diciendo, el desconocido le hizo a Iván una señal con el dedo para que se callara.
Iván bajó las piernas de la cama y le miró fijamente. Por la puerta del balcón se asomaba con cautela un hombre de unos treinta y ocho años, afeitado, moreno, de nariz afilada, ojos inquietos y un mechón de pelo caído sobre la frente.
Al cerciorarse de que Iván estaba solo, el misterioso visitante escuchó por si había algún ruido, miró en derredor y, recobrando el ánimo, entró en la habitación. Iván vio que su ropa era del sanatorio. Estaba en pijama, zapatillas y en bata parda, echada sobre los hombros.
El visitante le hizo un guiño, se guardó en el bolsillo un manojo de llaves y preguntó en voz baja: «¿Me puedo sentar?». Y viendo que Iván asentía con la cabeza, se acomodó en un sofá.
—¿Cómo ha podido entrar? — susurró Iván, obedeciendo la señal del dedo amenazador—. ¿No están las rejas cerradas con llave?
— Sí, están cerradas — dijo el huésped—, pero Praskovia Fédorovna, una persona encantadora, es bastante distraída. Hace un mes que le robé el manojo de llaves, con lo que tengo la posibilidad de salir al balcón general, que pasa por todo el piso, y visitar de vez en cuando a mis vecinos.
— Si sale al balcón, puede escaparse. ¿O está demasiado alto? — se interesó Iván.
— No — contestó el visitante con firmeza—, no me puedo escapar, y no porque esté demasiado alto, sino porque no tengo a donde ir — y añadió, después de una pausa—. ¿Qué, aquí estamos?
— Sí, estamos — contestó Iván, mirándole a los ojos, unos ojos castaños e inquietos.
— Sí… —de pronto el hombre se preocupó—, espero que usted no sea de los de atar. Es que no soporto el ruido, el alboroto, la violencia y todas esas cosas. Odio por encima de todo los gritos humanos, de dolor, de ira
o de lo que sea. Tranquilíceme, por favor, no es violento, ¿verdad? — Ayer le sacudí en la jeta a un tipo en un restaurante — confesó valiente
mente el poeta regenerado. — ¿Y el motivo? — preguntó el visitante con severidad. — Confieso que sin ningún motivo — dijo Iván azorado. — Es inadmisible — censuró el huésped y añadió—: Además, qué manera
de expresarse: «en la jeta»… Y no se sabe qué tiene el hombre, si jeta o cara. Seguramente es cara y usted comprenderá que un puñetazo en la cara… No vuelva a hacer eso punca.
Después de reprenderle, preguntó:
—¿Qué es usted?
— Poeta — confesó Iván con desgana, sin saber por qué.
El hombre se disgustó.
—¡Qué mala suerte tengo! — exclamó, pero en seguida se dio cuenta de su incorrección, se disculpó y le preguntó—: ¿Cómo se llama? — Desamparado. — ¡Ay! — dijo el visitante, haciendo una mueca de disgusto. — Qué, ¿no le gustan mis poemas? — preguntó Iván con curiosidad. — No, nada, en absoluto. — ¿Los ha leído? — ¡No he leído nada de usted! — exclamó nervioso el desconocido. — Entonces, ¿por qué lo dice? — ¡Es lógico! — respondió—. ¡Como si no conociera a los demás! Claro, puede ser algo milagroso. Bueno, estoy dispuesto a creerle. Dígame, ¿sus versos son buenos? — ¡Son monstruosos! — respondió Iván con decisión y franqueza. — No escriba más — le suplicó el visitante. — ¡Lo prometo y lo juro! — dijo muy solemne Iván. Refrendaron la promesa con un apretón de manos. Se oyeron voces y pasos suaves en el pasillo.
— Chist… — susurró el huésped, y salió disparado al balcón, cerrando la reja.
Se asomó Praskovia Fédorovna, le preguntó cómo se encontraba y si quería dormir con la luz apagada o encendida. Iván pidió que la dejara encendida y Praskovia Fédorovna salió después de desearle buenas noches. Cuando cesaron los ruidos volvió el desconocido.
Le dijo a Iván que a la habitación 119 habían traído a uno nuevo, gordo, con cara congestionada, que murmuraba algo sobre unas divisas en la ventilación del retrete y juraba que en su casa de la Sadóvaya se había instalado el mismo diablo.
— Maldice a Pushkin y grita continuamente: «¡Kurolésov, bis, bis!» decía el visitante, mirando alrededor angustiado y con un tic nervioso. Por fin se tranquilizó y se sentó diciendo—: Bueno, ¡qué vamos a hacer! — y siguió su conversación con Iván—. ¿Y por qué ha venido a parar aquí?
— Por Poncio Pilatos — respondió Iván, mirando al suelo con una mirada lúgubre.
—¡¿Cómo?! — gritó el huésped, olvidando sus precauciones, y él mismo se tapó la boca con la mano—. ¡Qué coincidencia tan extraordinaria! ¡Cuénteme cómo ocurrió, se lo suplico!
A Iván, sin saber por qué, el desconocido le inspiraba confianza. Empezó a contarle la historia de «Los Estanques», primero con timidez, cortado, y luego, repentinamente, con soltura. ¡Qué oyente tan agradecido había encontrado Iván Nikoláyevich en el misterioso ladrón de llaves! El huésped no le acusaba de ser un loco; demostró un enorme interés por su relato y se iba entusiasmando a medida que se desarrollaba la historia. Interrumpía constantemente a Iván con exclamaciones:
—¡Siga, siga, por favor, se lo suplico! ¡Pero, por lo que más quiera, no deje de contar nada!
Iván no omitió nada, así se le hacía más fácil el relato y, por fin, llegó al momento en que Poncio Pilatos salía al balcón con su túnica blanca forrada de rojo sangre.
Entonces el desconocido unió las manos en un gesto de súplica y murmuró: —¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómo lo he adivinado todo! Acompañó la descripción de la horrible muerte de Berlioz con comentarios extraños y sus ojos se encendieron de indignación.
— Lo único que lamento es que no estuviera en el lugar de Berlioz el crítico Latunski o el literato Mstislav Lavróvich — añadió con frenesí pero en voz baja—: ¡Siga!
El gato pagando a la cobradora le divirtió profundamente y trató de ahogar su risa al ver a Iván, que, emocionado por el éxito de su narración, se puso a saltar en cuclillas, imitando al gato pasándose la moneda por los bigotes.