—¡Qué cutis! ¡Pero qué cutis, Margarita Nikoláyevna! ¡Si parece que reluce!
Volvió en sí y corrió hacia los trajes tirados, los levantó para quitarles el polvo.
—¡Déjelo! — gritaba Margarita—. ¡Al diablo! ¡Déjelo todo! O no, lléveselo de recuerdo. ¡Llévese todo lo que haya en esta habitación!
Natasha, como si de repente se hubiera vuelto loca, se la quedó mirando, se colgó a su cuello y gritó dándole besos:
—¡Si parece de raso! ¡Si reluce! ¡De raso! ¡Y las cejas!
— Coja todos los trajes, los perfumes y lléveselo todo a su baúl, escóndalo — gritaba Margarita—, pero no se lleve las joyas, porque podrían acusarla de robo.
Natasha agarró todo lo que encontró a mano: vestidos, zapatos, medias y ropa interior y salió del dormitorio.
En aquel momento entró por la ventana abierta y siguió volando un vals virtuoso y atronador; se oyó el ruido de un coche que se acercaba a la puerta del jardín.
—¡Ahora llamará Asaselo! — exclamó Margarita, mientras escuchaba el vals, que rodaba por la calle—. ¡Me llamará! ¡Y el extranjero no es peligroso, ahora me doy cuenta de que no es peligroso!
Se oyó el coche que se alejaba del jardín. Sonó la verja y se oyeron pa-sos en las losas del camino.
«Es Nikolái Ivánovich, conozco su modo de andar — pensó Margarita—. Tengo que hacer algo original y divertido para despedirme.»
Margarita descorrió la cortina de un tirón y se sentó de perfil en el antepecho de la ventana, abrazándose las rodillas. La luz de la luna le lamía el costado derecho. Margarita levantó la cabeza hacia la luna y puso cara pensativa y poética. Sonaron otros dos pasos y cesaron de pronto. Margarita contempló la luna un momento, suspiró para que hiciera bonito y volvió la cabeza hacia el jardín; efectivamente, allí estaba Nikolái Ivánovich, su vecino de la planta baja del palacete. La luz de la luna caía de plano sobre Nikolái Ivánovich. Estaba en un banco y se notaba desde luego que acababa de sentarse. Tenía los impertinentes algo torcidos y apretaba la cartera en las manos.
—¡Hola, Nikolái Ivánovich! — habló Margarita con voz triste—. ¡Buenas noches! ¿Vuelve de alguna reunión?
Nikolái Ivánovich no contestó.
— Y yo — siguió Margarita, asomándose un poco más por la ventana— es-toy sola, como ve, aburrida, mirando a la luna y escuchando el vals…
Margarita se pasó la mano izquierda por la sien, arreglándose el cabello, y dijo con enfado:
—¡Me parece poco correcto, Nikolái Ivánovich! ¡Al fin y al cabo soy una mujer! Es una grosería no contestar cuando le estoy hablando.
A la luz de la luna destacaba hasta el último botón del chaleco de Nikolái Ivánovich, hasta el último pelo de su barba clara y puntiaguda; sonrió con expresión enajenada, se levantó del banco, y al parecer, muy azorado, en vez de quitarse el sombrero, hizo un gesto con la cartera y dobló las piernas, como si pensara ponerse a bailar.
—¡Ah, qué hombre más aburrido es usted, Nikolái Ivánovich! — siguió Margarita—. ¡Le diré que estoy tan harta de usted, que no soy capaz de expresarlo siquiera! ¡Me alegro de poder perderle de vista! ¡Váyase al diablo!
El teléfono rompió a sonar en el dormitorio, a espaldas de Margarita. Saltó del antepecho de la ventana y olvidando a Nikolái Ivánovich, cogió el auricular.
— Habla Asaselo.
—¡Querido, querido Asaselo! — exclamó Margarita.
— Ya es la hora. Salga volando — habló Asaselo. Se notaba, por su tono de voz, que le había gustado el arrebato alegre y sincero de Margarita—. Cuando pase sobre la puerta del jardín grite: «¡Invisible!». Luego vuele sobre la ciudad, para acostumbrarse, y después hacia el sur fuera de la ciudad, al río. ¡La están esperando!
Margarita colgó el auricular. En el cuarto de al lado se oyó el paso de alguien que cojeaba y como si algún objeto de madera golpease la puerta. Margarita la abrió y entró bailando en el dormitorio la escoba con las cerdas para arriba. El palo redoblaba en el suelo, daba patadas e intentaba salir por la ventana como fuera. Margarita dio un grito de alegría y se montó en la escoba. Sólo entonces le pasó por la cabeza la idea de que con todo aquel lío había olvidado vestirse. Siempre galopando sobre la escoba se acercó a la cama y cogió lo primero que encontró a mano: una combinación azul. Moviéndola como si fuera un estandarte, echó a volar por la ventana. El vals sonó con más potencia.
Margarita se deslizó desde la ventana hacia abajo y vio a Nikolái Ivánovich.
Estaba como petrificado en el banco, verdaderamente perplejo, escuchando los gritos y los ruidos que procedían del dormitorio iluminado del piso de arriba.
—¡Adiós, Nikolái Ivánovich! — gritó Margarita, bailando frente a él.
Él suspiró y empezó a resbalarse por el banco, trató de agarrarse con las manos y dejó caer al suelo su cartera.
—¡Adiós! ¡Para siempre! ¡Me voy! — gritaba Margarita dominando la música del vals. Y dándose cuenta de que la combinación no le servía para nada, la arrojó a la cabeza de Nikolái Ivánovich, con una risa sarcástica. El hombre, cegado, cayó del banco sobre los ladrillos del camino.
Margarita se volvió para mirar por última vez el palacete en el que había sufrido tanto tiempo y vio en la iluminada ventana la cara de Natasha, con los ojos desorbitados por el asombro.
—¡Adiós, Natasha! — gritó Margarita, y levantó el cepillo—. ¡Invisible! ¡Invisible! — gritó con fuerza, y dejó atrás la verja, pasando entre las ramas de los arces, que le dieron en la cara. Estaba en la calle. El vals, completamente enloquecido, la seguía.
21. EL VUELO
¡Invisible y libre! ¡Invisible y libre!… Después de pasar por su calle, Margarita se encontró en otra, que la cortaba perpendicularmente. Cruzó de prisa esta calle larga, remendada y tortuosa, con la puerta inclinada de una droguería, en la que vendían petróleo por litros y un insecticida, y comprendió que, incluso siendo completamente libre e invisible, también en el placer había que conservar la razón. Milagrosamente consiguió frenar un poco y no se mató, estrellándose contra un poste de una esquina, viejo y torcido. Dio un viraje y apretó con fuerza la escoba, voló más despacio, evitando los cables eléctricos y los rótulos, que colgaban atravesando las acera. La tercera bocacalle salía a Arbat. Margarita ya se había acostumbrado al dominio de la escoba, notó que obedecía al menor movimiento de sus brazos y piernas y que al volar sobre la ciudad tenía que ir muy atenta y no alborotar demasiado. Además, ya en su calle había observado que los transeúntes no la veían. Nadie levantaba la cabeza, nadie gritaba «¡Mira! ¡mira!», ni se echaba hacia un lado, ni chillaba, ni se desmayaba, ni reía enloquecido. Margarita volaba en silencio, con lentitud y no a mucha altura, a la de un segundo piso, aproximadamente. Pero a pesar de ello, al llegar a Arbat, con sus luces deslumbrantes, se desvió un poco y se dio en el hombro contra un disco iluminado con una flecha. Margarita se enfadó. Detuvo la obediente escoba, se apartó a un lado y luego, lanzándose sobre el disco, lo rompió en pedazos con el mango de la escoba. Los cristales cayeron con el consiguiente estrépito, los transeúntes se apartaron hacia un lado, se oyeron silbidos, pero Margarita, consumada su inútil travesura, se echó a reír.
«En Arbat hay que tener más cuidado — pensó Margarita—, está todo enredadísimo y no hay quien lo entienda.»
Siguió volando, sorteando los cables. Debajo de ella pasaban capots de los trolebuses, de los autobuses y de los coches; y desde allí arriba tenía la impresión de que por las aceras corrían ríos de gorras. De los ríos nacían unos riachuelos que desembocaban en las encendidas fauces de las tiendas nocturnas.