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«¡Qué aglomeración! — pensó Margarita con enfado—. Si no hay dónde moverse.»

Margarita cruzó la calle de Arbat, ascendió hasta la altura de un cuarto piso y, rozando los brillantes tubos de luz del teatro, pasó a una callecita estrecha de casas altas. Estaban abiertas todas las ventanas y de todas salía música de aparatos de radio. Margarita se asomó a una de ellas. Era una cocina. Dos hornillos de petróleo aullaban sobre el fogón, y junto a ellos discutían dos mujeres con cucharas en la mano.

— Le diré, Pelagueya Petrovna, que hay que apagar la luz al salir del retrete — decía una de ellas, que estaba delante de una cacerola con algo de comer, evaporándose—; si no, presentaremos una denuncia para que la desalojen.

—¡Como si usted no hubiese roto un plato nunca! — replicaba la otra.

— Las dos han roto platos muchas veces — dijo Margarita con voz sonora, adentrándose un poco en la cocina.

Las dos contrincantes se volvieron hacia la ventana, estaban inmóviles, con las sucias cucharas en la mano. Margarita estiró una mano con cuidado, e introduciéndola entre las dos mujeres, dio vuelta a las llaves de los hornillos y los apagó. Las mujeres dieron un grito y se quedaron boquiabiertas. Pero Margarita ya no tenía nada más que hacer en la cocina y salió a la calle.

Le llamó la atención un suntuoso edificio de ocho pisos, al parecer recién construido, que estaba al final de la calle. Empezó a descender, y al aterrizar se fijó en la fachada, revestida de mármol negro; las puertas eran grandes, y a través de los cristales se veía una gorra con galón dorado y los botones del conserje. Sobre la puerta había un letrero, también dorado, que decía: «Casa del Dramlit».

Margarita se quedó mirando el letrero, tratando de descifrar el significado de aquella palabra: «Dramlit». Con la escoba bajo el brazo, Margarita entró en el portal, empujando con la puerta al sorprendido conserje y vio en la pared, junto al ascensor, una gran tabla negra, con unos letreros blancos que indicaban los nombres de los inquilinos y los números de sus pisos. Al ver el letrero de arriba que decía «Casa de dramaturgos y literatos», Margarita lanzó un grito furioso y ahogado. Se elevó en el aire y empezó a leer con ávido interés los apellidos: Jústov, Dvubratski, Kvant, Beskúndnikov, Latunski…

—¡Latunski! — gritó Margarita—. ¡Latunski! pero si es él… ¡el que hundió al maestro!

El conserje, asombrado, con los ojos fuera de las órbitas, dio un res-pingo, se quedó mirando la tabla, tratando de entender aquel milagro. ¿Cómo es que la lista de inquilinos había gritado?

Mientras tanto, Margarita subía velozmente por la escalera, repitiendo con entusiasmo:

— Latunski, 84… Latunski, 84…

A la izquierda, el 82; a la derecha, 83; más arriba, a la izquierda, 84. ¡Era allí! Y una placa: «O. Latunski».

Margarita descendió de la escoba de un salto y sus recalentados talones percibieron con delicia el frío del suelo de piedra. Margarita llamó una vez y otra. Nadie abría. Apretó con más fuerza el botón del timbre y oyó el alboroto que se armaba en la casa de Latunski. Sí, el que vivía en el piso 84 tendría que estar agradecido el resto de sus días al difunto Berlioz porque el presidente de MASSOLIT había sido atropellado por un tranvía y la reunión funeral estaba convocada precisamente para aquella tarde. El crítico Latunski había nacido bajo una estrella afortunada que le evitó el encuentro con Margarita, convertida en bruja precisamente el mismo viernes.

En vista de que nadie abría la puerta, Margarita descendió volando a toda velocidad; contando los pisos en su camino descendente, salió a la calle y miró hacia arriba, calculando qué piso sería el de Latunski. No cabía duda, eran aquellas cinco ventanas oscuras de la esquina del edificio, en el octavo piso. Margarita se elevó de nuevo y a los pocos segundos entraba por la ventana en un cuarto oscuro en el que sólo había un estrecho caminito plateado por la luna. Tomó corriendo este caminito y encontró la llave de la luz. En un instante quedó iluminado todo el piso. Dejó la escoba en un rincón. Al cerciorarse de que en la casa no había nadie, Margarita abrió la puerta de la escalera para ver la placa. Había acertado. Era el lugar buscado por ella.

Cuentan que, todavía hoy, el crítico Latunski palidece al recordar aquella espantosa tarde y aún pronuncia el nombre de Berlioz con adoración. Nadie sabe qué oscuro y repugnante crimen podría haberse cometido aquella tarde: al volver de la cocina, Margarita llevaba en la mano un pesado martillo.

La invisible voladora trataba de convencerse y de contenerse, pero le temblaban las manos de impaciencia. Apuntando con tino, Margarita golpeó las teclas del piano y en toda la casa retumbó un alarido quejumbroso. El instrumento de Bekker, que no tenía la culpa de nada, gritó desaforadamente. Se hundieron sus teclas y volaron las chapitas de marfil. El instrumento aullaba, resonaba y gemía. La tabla superior barnizada se rompió de un martillazo, sonando como el disparo de un revólver. Margarita, sofocada, rompía y aplastaba las cuerdas. Por fin, muerta de cansancio, se derrumbó en un sillón para recobrar la respiración.

De la cocina y del baño llegaba el zumbido alarmante del agua. «Parece que el agua ya está llegando al suelo… — pensó Margarita, y dijo en voz alta—: No hay tiempo que perder.»

De la cocina llegaba al vestíbulo un verdadero torrente. Chapoteando en el agua con sus pies descalzos, Margarita llevaba cubos de agua al despacho del crítico. Rompió con el martillo las puertas de las librerías del despacho y corrió al dormitorio. Rompió el armario de luna, sacó un traje del crítico y lo metió en la bañera. Volcó un tintero lleno encima de la pomposa cama de matrimonio.

Todos estos estropicios que hacía le causaban gran satisfacción, pero le seguía pareciendo que no eran suficientes. Por eso se puso a destrozar todo lo que le venía entre manos. Rompía los tiestos de ficus que estaban en la habitación del piano. Sin terminar de hacerlo, volvía al dormitorio y con un cuchillo de cocina deshacía las sábanas, destrozaba las fotografías enmarcadas. No sentía cansancio, pero estaba chorreando sudor.

En el piso número 82, debajo del de Latunski, a la criada del dramaturgo Kvant, que estaba tomando el té en la cocina, le extrañó el ruido de pasos que llegaba de arriba. Levantó los ojos al techo: estaba cambiando de color, ya no era blanco, sino grisáceo y azulado. La mancha se agrandó ante sus ojos y de pronto aparecieron unas gotas.

Esto la dejó inmovilizada de sorpresa, hasta que del techo empezó a caer una verdadera lluvia que golpeaba en el suelo. Se incorporó y puso debajo de la gotera una palangana, pero no sirvió de nada, porque la lluvia abarcaba una superficie cada vez mayor, caía sobre la cocina de gas y sobre la mesa llena de cacharros. Dio un grito y corrió a la escalera. Sonó el timbre en el piso de Latunski.

— Bueno, ya empezamos… Es hora de irse — dijo Margarita, y se montó en la escoba. Por el ojo de la cerradura entraba una voz de mujer.

—¡Abran! ¡Abran! ¡Dusia, ábreme! ¡Que se ha salido el agua! ¡Estamos inundados!

Margarita se elevó un metro en el aire y dio un golpe en la araña de cristal. Estallaron las dos bombillas y volaron por toda la casa los colgantes. Cesaron los gritos en la cerradura y por la escalera se oyó ruido de pasos. Margarita salió volando por la ventana; desde fuera dio un ligero golpe en el cristal.

La ventana protestó y por la pared cubierta de mármol cayó una lluvia de cristales. Margarita se acercó a otra ventana. Abajo, lejos de ella, corría la gente, y uno de los dos coches que estaban junto a la acera se puso en marcha ruidosamente.

Al terminar con las ventanas de Latunski, Margarita voló hacia el piso vecino. Los golpes se hicieron más frecuentes y la bocacalle se llenó de ruidos estrepitosos. Del primer portal salió corriendo el portero, miró hacia arriba; se quedó unos instantes indeciso, sin saber qué hacer, luego cogió un silbato y silbó como un loco. Margarita, animada por el silbido, rompió con gusto especial el último cristal del piso octavo; luego bajó al séptimo y siguió destrozando cristales.

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