—¡Dame la herradura y la servilleta!
—¿Qué herradura ni qué servilleta? — preguntó Anushka haciéndose de nuevas con bastante arte—. No sé nada de ninguna servilleta. ¿Qué le pasa, ciudadano, está borracho?
El ciudadano, con unas manos duras y frías como el pasamanos de un autobús, sin decir nada más, le apretó el cuello de tal manera, que cortó todo acceso de aire a sus pulmones. La zafra cayó al suelo. Después de haberla tenido algún tiempo sin aire, el extranjero sin chaqueta apartó sus dedos del cuello de Anushka. Ella tragó un poco de aire y dijo con una sonrisa:
— Ah, ¿la herradura? ¡Ahora mismo! ¿Es suya? Es que la vi en la servilleta y la recogí, por si alguien se la llevaba, ya sabe usted qué cosas pasan…
Al recibir la herradura y la servilleta el hombre hizo varias reverencias, le estrechó enérgicamente la mano y, con acento extranjero, se lo agradeció con verdadero entusiasmo:
— Le estoy profundamente agradecido, madame. Esta herradura es un recuerdo muy querido para mí. Y permítame que por el favor de guardármela le dé doscientos rublos. — Sacó inmediatamente el dinero del bolsillo del chaleco y se lo entregó a Anushka.
Ella, con una sonrisa desmesurada, no hacía más que exclamar:
—¡Ay! ¡tantas gracias! Merci!Merci!
El espléndido extranjero bajó toda la escalera de una zancada, pero antes de largarse definitivamente, gritó desde abajo, sin ningún acento ya:
—¡Oye, tú! ¡Vieja asquerosa! ¡Cuando encuentres algo llévalo a las milicias y no te lo metas en el bolsillo!
Con un extraño zumbido y embarullada la cabeza por aquella serie de sucesos en la escalera, Anushka siguió gritando maquinalmente durante bastante rato:
— Merci!Merci!Merci!… —el extranjero hacía mucho que no estaba allí.
Tampoco estaba el coche en el patio. Asaselo le devolvió a Margarita el regalo de Voland, se despidió de ella, preguntándole si estaba cómoda. Guela le dio varios besos ruidosos, el gato le besó la mano y saludaron al maestro, que parecía exánime en un rincón del coche. Luego hicieron una señal al grajo, y se disiparon en el aire, sin molestarse en subir las escaleras. El grajo encendió las luces del coche y salió del patio, pasando junto a otro hombre profundamente dormido. Las luces del coche desaparecieron entre otras muchas de la ruidosa Sadóvaya, que nunca dormía.
Una hora después, en el sótano de una pequeña casa de Arbat, en la habitación pequeña, que estaba igual que antes de la terrible noche del otoño anterior, y junto a una mesa cubierta de terciopelo, con una lámpara y un florero de muguetes, estaba Margarita, llorando de felicidad y por todo lo que había sufrido. Tenía frente a ella el cuaderno, desfigurado por el fuego, y un montón de cuadernos intactos. La casa estaba en silencio. En el cuarto de al lado dormía el maestro profundamente, tapado con la bata del sanatorio. Su respiración era silenciosa y tranquila.
Harta ya de llorar, Margarita cogió un ejemplar que no había visto el fuego y buscó la parte que releía antes del encuentro con Asaselo bajo las murallas del Kremlin. No tenía sueño. Acariciaba el cuaderno como se acaricia a un gato favorito, le daba vueltas, lo miraba por todos los lados, se paraba en la primera página, luego abría el final. De pronto le atravesó la espantosa idea de que todo había sido arte de magia, que iban a desaparecer los cuadernos, que se encontraría en su dormitorio del palacete y al despertar iría a ahogarse al río. Pero éste fue el último pensamiento aterrorizado, el eco de sus largos días de sufrimiento. Nada desaparecía, el omnipotente Voland era realmente omnipotente, y siempre que quisiera podría estar así, pasando las hojas, estudiándolas, besándolas y releer la frase:
«La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador…»
25. CÓMO EL PROCURADOR INTENTÓ SALVAR A JUDAS DE KERIOTH
La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes que unían el templo y la terrible torre Antonia, descendió un abismo del cielo que cubrió los dioses alados del hipódromo, el Palacio Hasmoneo con sus aspilleras, bazares, caravanas, callejuelas, estanques… Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido. Todo se lo había tragado la oscuridad, y en Jershalaím y sus alrededores no quedaba ser viviente que no se hubiera asustado. Una extraña nube había llegado del mar al atardecer del día catorce del mes primaveral Nisán.
Cubrió con su panza el monte Calvario, donde los verdugos se apresuraban a matar a los condenados, se echó sobre el templo de Jershalaím, se arrastró en forma de espumosos torrentes desde el monte hasta cubrir la Ciudad Baja. Entraba por las ventanas, empujaba a las gentes de las torcidas callejuelas a sus casas. No tenía prisa en soltar el agua que llevaba acumulada, pero sí la luz. Cuando el vaho negro y humeante se deshacía en fuego, se alzaba de la oscuridad el bloque inmenso del templo, cubierto de escamas brillantes. Pero al instante se apagaba, y el templo volvía a sumergirse en un oscuro abismo. Aparecía y desaparecía, se hundía, y a cada hundimiento seguía un estruendo de catástrofe.
Temblorosos resplandores sacaban de la oscuridad al palacio de Hero-des el Grande, frente al templo, en el monte del Oeste. Impresionantes estatuas de oro, decapitadas, volaban levantando los brazos al cielo. Pero el fuego celestial se escondía y los pesados golpes de los truenos arrojaban a la oscuridad los ídolos dorados.
El chaparrón empezó de repente, cuando ya la tormenta se había con vertido en huracán. Allí, junto a un banco de mármol del jardín, donde a una hora próxima al mediodía estuvieran conversando el procurador y el gran sacerdote, un golpe semejante al de un disparo de cañón había roto un ciprés como si se tratara de un bastón. El balcón bajo las columnas se llenaba de rosas arrancadas, hojas de magnolio, pequeñas ramas y arena, mezcladas con el agua y el granizo. El huracán desgarraba el jardín.
En ese momento sólo había un hombre bajo las columnas: el procurador.
Ya no se sentaba en el sillón. Estaba recostado en un triclinio, junto a una mesa baja repleta de manjares y jarras de vino. Había otro lecho vacío al otro lado de la mesa. A los pies del procurador había un charco rojo, como de sangre, y pedazos de una jarra rota. El criado, que antes de la tormenta estuvo poniendo la mesa para el procurador, se había azorado bajo su mirada, temiendo haberle disgustado por alguna razón. El procurador se enfadó, rompió el jarrón contra el suelo de mosaico y le dijo:
—¿Por qué no miras a la cara cuando sirves? ¿Es que has robado algo?
La cara del africano adquirió un tono grisáceo, en sus ojos apareció un terror animal, empezó a temblar y poco faltó para que rompiera otro jarrón, pero la ira del procurador desapareció con la misma rapidez con que había venido. El africano corrió a recoger los restos del jarrón y a limpiar el charco, pero el procurador le despidió con un gesto, y el esclavo saltó coriendo. El charco había quedado ahí.
Durante el huracán el africano se había escondido junto a un nicho en el que había una estatua de mujer blanca y desnuda, con la cabeza inclinada. Tenía miedo de que el procurador le viera y de no acudir a tiempo a su llamada.
El procurador, recostado en el triclinio en la penumbra de la tormenta, se servía vino en un cáliz, bebía con sorbos largos, tocaba el pan de vez en cuando, lo desmenuzaba, comía pequeños trozos, chupaba las ostras, masticaba el limón y bebía de nuevo.
Si el ruido del agua no hubiera sido continuo, si no hubieran existido los truenos que amenazaban con aplastar el tejado del palacio, ni los golpes del granizo sobre los peldaños del balcón, se habría oído murmurar al procurador hablando consigo mismo. Si el temblor inestable del fuego celestial se hubiera convertido en luz continua, un observador habría visto que la cara del procurador, con los ojos hinchados por el insomnio y el vino, expresaba impaciencia; que no miraba sólo a las dos rosas blancas ahogadas en el charco rojo, sino que, una y otra vez, volvía la cabeza hacia el jardín, como quien espera a alguien con ansiedad.