Литмир - Электронная Библиотека
A
A

— Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción — se sonrió Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación describía su huésped.

— Puede ser — replicó el otro—. Me devolvió mi novela, bastante mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada la posibilidad de publicar mi novela. ¿De qué más me acuerdo? — decía el maestro frotándose las sienes. Sí, los pétalos de rosa caídos sobre la primera página y los ojos de mi amada. Me acuerdo de sus ojos.

El relato se iba embrollando cada vez más. Decía algo de la lluvia que caía oblicua y de la desesperación en el refugio del sótano. Y había ido a otro sitio. Murmuraba que a ella, que le había empujado a luchar, no la culpaba, ¡oh, no! no la culpaba.

Después, Iván se enteró de algo inesperado y extraño. Un día nuestro héroe abrió un periódico y se encontró con un artículo del crítico Arimán en el que advertía a quien le concerniese que él, es decir, nuestro héroe, había intentado introducir una apología de Jesucristo.

— Sí, sí, lo recuerdo — exclamó Iván—, pero de lo que no me acuerdo es de su apellido.

— Deje mi apellido, se lo repito, ya no existe — respondió el visitante—. No tiene importancia. A los dos días apareció en otro periódico un artículo firmado por Mstislav Lavróvich en el que el autor proponía darle un palo al «pilatismo» y a ese «pintor de iconos de brocha gorda» que trataba de introducirlo (¡Otra vez esa maldita palabra!).

«Sorprendido por esta palabra inaudita, “pilatismo”, abrí un tercer periódico.

«Traía dos artículos, uno de Latunski y otro firmado “N. E”. Le aseguro que las creaciones de Arimán y Lavróvich parecían un inocente juego de niños al lado de la de Latunski. Es suficiente que le diga el título del artículo: “El sectario militante”. Estaba tan absorto en los artículos relacionados con mi persona, que no advertí su llegada (había olvidado cerrar la puerta), apareció ante mí con un paraguas mojado en las manos y los periódicos también mojados. Los ojos le echaban fuego y las ma-nos, muy frías, le temblaban. Primero se echó sobre mí para abrazarme y luego dijo con voz muy ronca, dando golpes en la mesa, que envenenaría a Latunski.

Iván se removió azorado, pero no dijo nada.

— Los días que siguieron fueros tristes, de otoño — hablaba el maestro—; el monstruoso fracaso de mi novela parecía haberme arrebatado la mitad del alma. En realidad, ya no tenía nada que hacer y vivía de las reuniones con ella. Entonces me sucedió algo. No sé qué fue, creo que Stravinski ya lo habrá averiguado. Me dominaba la tristeza y empecé a tener extraños presentimientos. A todo esto, los artículos seguían apareciendo. Los primeros me hicieron reír. Pero a medida que salían más, iba cambiando mi actitud hacia ellos. La segunda etapa fue de sorpresa. Algo terrible-mente falso e inseguro se adivinaba en cada línea de aquellos artículos, a pesar de su tono autosuficiente y amenazador. Me parecía — y no era capaz de desecharlo— que los autores de los artículos no decían lo que querían decir y que su indignación provenía de eso precisamente. Después empezó la tercera etapa: la del miedo. Pero no, no era miedo a los artículos, entiéndame, era miedo ante otras cosas que no tenían relación alguna con la novela. Por ejemplo, tenía miedo a la oscuridad. En una palabra, comenzaba una fase de enfermedad psíquica. Me parecía, sobre todo cuando me estaba durmiendo, que un pulpo ágil y frío se me acercaba al corazón con sus tentáculos. Tenía que dormir con la luz encendida.

«Mi amada había cambiado mucho (claro está que no le dije nada de lo del pulpo, pero ella se daba cuenta de que me pasaba algo raro), estaba más pálida y delgada, ya no se reía y me pedía que la perdonara por haberme aconsejado que publicara un trozo de la novela. Me decía que lo dejara todo y me fuera al mar Negro, que gastara el resto de los cien mil rublos.

«Ella insistía mucho y yo, por no discutir (aunque algo me decía que no iría al mar Negro), le prometí hacerlo en cuanto pudiera. Me dijo que ella sacaría el billete. Saqué todo mi dinero, cerca de diez mil rublos y se lo di.

«—¿Por qué me das tanto? — se sorprendió ella.

«Le dije que tenía miedo de los ladrones y le pedí que lo guardara hasta el día de mi partida. Cogió el dinero, lo guardó en su bolso y me dijo, abrazándome, que le parecía más fácil morirse que abandonarme en aquel estado; pero que la estaban esperando y que no tenía más remedio que marcharse. Prometió venir al día siguiente. Me pidió que no tuviera miedo de nada.

«Eso ocurrió al anochecer, a mediados de octubre. Se fue. Me acosté en el sofá y dormí, sin encender la luz. Me despertó la sensación de que el pulpo estaba allí. A duras penas pude dar la luz. Mi reloj de bolsillo marcaba las dos de la mañana. Me acosté sintiéndome ya mal y desperté enfermo del todo. De pronto me pareció que la oscuridad del otoño iba a romper los cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría como ahogado en tinta. Cuando me levanté era ya un hombre incapaz de dominarse. Di un grito y sentí el deseo de correr para estar con alguien, aunque fuera con el dueño de mi casa. Luchaba conmigo mismo como un demente. Tuve fuerzas para llegar hasta la estufa y encender fuego. Cuando los leños empezaron a crujir y la puertecilla dio varios golpes, me pareció que me sentía algo mejor. Corrí al vestíbulo, encendí la luz, encontré una botella de vino blanco, la abrí y bebí directamente de la botella. Esto aminoró tanto mi sensación de miedo que no fui a ver al dueño y me volví junto a la estufa. Abrí la portezuela y el calor empezó a quemarme la cara y las manos. Clamé:

«—Adivina que me ha ocurrido una desgracia… ¡Ven, ven, ven!

«Pero no vino nadie. El fuego aullaba en la lumbre y la lluvia azotaba las ventanas. Entonces sucedió lo último. Saqué del cajón el pesado manuscrito de mi novela, los borradores, y empecé a quemarlos. Fue un trabajo pesadísimo, porque el papel escrito se resiste a arder. Deshacía los cuadernos, rompiéndome las uñas, metía las hojas entre la leña y las movía con un atizador. De vez en cuando me vencía la ceniza, ahogaba el fuego, pero yo luchaba con ella y con la novela, que, aunque se resistía desesperadamente, iba pereciendo poco a poco. Bailaban ante mis ojos palabras conocidas, el amarillo iba subiendo por las páginas inexorable-mente, pero las palabras se dibujaban a pesar de todo. No se borraban hasta que el papel estaba negro; entonces las destruía definitivamente a golpes feroces del atizador.

«En ese momento alguien empezó a arañar suavemente el cristal. El corazón me dio un vuelco, eché al fuego el último cuaderno y corrí a abrir la puerta. Había unos peldaños de ladrillo entre el sótano y la puerta que daba al jardín. Llegué tropezando y pregunté en voz baja:

«—¿Quién es?

«Una voz, su voz, me contestó:

«—Soy yo…

«No sé cómo pude dominar la cadena y la llave. En cuanto entró se apretó contra mí, chorreando agua, con las mejillas mojadas, el pelo la cio y temblando. Sólo pude pronunciar una palabra.»—Tú… ¿tú? —se me cortó la voz. Bajamos corriendo.»En el vestíbulo se quitó el abrigo y entramos presurosos en la habita ción pequeña. Dio un grito y sacó con las manos lo que quedaba, el último montón que empezaba a arder. El humo llenó la habitación. Apagué el fuego con los pies y ella se echó en el sofá, llorando desesperada, sin poder contenerse.

«Cuando se tranquilizó, le dije:

«—Odio la novela y tengo miedo. Estoy enfermo. Tengo miedo.

«Ella se levantó y habló:

«—Dios mío, qué mal estás. ¿Pero, por qué? ¿Por qué todo esto? Yo te salvaré, te voy a salvar. ¿Qué tienes?» Veía sus ojos hinchados por el humo y las lágrimas y sentía sus manos frías acariciándome la frente.

«—Te voy a curar — murmuraba ella, cogiéndome por los hombros—. La vas a reconstruir. ¿Por qué? ¿por qué no me habré quedado con otro ejemplar?

37
{"b":"115031","o":1}