Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Intentaba entrar en la tienda.

Algo le desagradó al portero misántropo en la pareja de visitantes.

— Aquí se compra sólo con divisas — articuló con voz ronca. Miraba irritado por debajo de las cejas pobladas y pardas, como carcomidas por la polilla.

— Querido — dijo el larguirucho, bollándole un ojo detrás de los impertinentes rotos—, ¿y cómo sabe usted que yo no las tengo? ¿Juzga por mi traje? ¡No lo haga nunca, queridísimo guarda! Puede meter la pata a base de bien. Lea otra vez la historia del famoso califa Harún-al-Rashid. Pero ahora, dejando la historia para mejor ocasión, quiero advertirle que voy

—¡Vaya tienda estupenda! ¡Una tienda pero que muy buena!

El público se volvió sorprendido, pero Koróviev tenía toda la razón:

En los estantes se veían montones de piezas de percal con estampados muy variados. Detrás se amontonaban muselinas, calicós y paños para frac. Se perdían en el infinito verdaderas pilas de cajas de zapatos y había varias ciudadanas sentadas en pequeños banquitos, con un pie en un zapato viejo y gastado y pisoteando la alfombra con el otro, dentro de un zapato nuevo y brillante. Del interior salían canciones y música de gramófono.

Pero Koróviev y Popota dejaron atrás todas estas maravillas y se encaminaron directamente a aquella parte de la tienda donde se unían las secciones gastronómica y de confitería. Allí había sitio de sobra.

Las ciudadanas con boinas y pañuelos no se amontonaban, como en la sección de percales.

Junto al mostrador, hablando con aire imperativo, había un hombre pequeño, completamente cuadrado, con la cara afeitada hasta parecer azul, con gafas de concha, sombrero nuevo sin arrugar y sin manchas de agua en la cinta, con un abrigo color lila y guantes naranja de cabritilla. Atendía al cliente un dependiente con bata blanca, limpia y gorrito azul.

Con un cuchillo muy afilado, que recordaba al que robara Leví Mateo, el dependiente limpiaba un salmón rosa, grasiento y lloroso, con la piel plateada, parecida a la de una serpiente.

— Este departamento es soberbio también — reconoció solemnemente Koróviev—, y el extranjero parece simpático — y señaló con aire benevolente la espalda color lila.

— No, Fagot, no — respondió Popota pensativo—, te equivocas, amigo mío: me parece que le falta algo en la cara a este gentleman lila.

La espalda color lila se estremeció, pero debió de ser una casualidad, porque ¿cómo podía entender el extranjero lo que decían en ruso Koróviev y su acompañante?

—¿Es… bien? — preguntaba severamente el comprador.

—¡Fenomenal! — contestaba el dependiente, hurgando con el cuchillo en la piel del salmón, con aire coqueto.

— Bueno gusta, malo no gusta — decía el extranjero exigente.

—¡Cómo no! — exclamaba el dependiente con entusiasmo

Nuestros amigos se alejaron del extranjero, del salmón y se acercaron al mostrador de la confitería.

— Hace calor — se dirigió Koróviev a una vendedora jovencita con los carrillos rojos, pero no obtuvo respuesta—. ¿A cuánto están las mandarinas? — le preguntó.

— A treinta kopeks el kilo — contestó la dependienta.

— Pobre bolsillo — dijo Koróviev suspirando—, ¡ay, ay! — se quedó pensativo, y luego invitó a su amigo—: come, Popota.

El gordo se colocó el hornillo bajo el brazo, agarró una mandarina, la de la cúspide de la pirámide, la devoró con la piel y todo y cogió otra.

Un pánico de muerte se apoderó de la vendedora.

—¡Está loco! — exclamó, perdiendo el color—. ¡Déme el cheque! ¡El cheque! — y dejó caer las pinzas de los caramelos.

— Guapa, cielo, cariño — decía Koróviev, recostándose sobre el mostrador y guiñando un ojo a la vendedora—, no llevamos divisas encima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juro que la próxima vez, no más tarde del lunes, le devolveremos todo con dinero limpio! Somos de aquí cerca, de la Sadóvaya, donde el incendio…

Popota iba ya por la tercera mandarina cuando metió la pata en la complicada construcción de barras de chocolate, sacó una de abajo, lo que hizo que todo se derrumbara, y se la tragó con la envoltura dorada.

Los dependientes de la sección de pescado se habían quedado de piedra, con los cuchillos en la mano. El extranjero vestido de color lila se volvió hacia los dos sujetos. Popota estaba equivocado: no es que le faltara algo en la cara, más bien al contrario, le colgaban los carrillos y tenía la mirada evasiva.

Con la cara completamente amarilla la vendedora gritó en plena congoja, y su voz se oyó en toda la tienda:

—¡Palósich! ¡Palósich!

Acudió en masa la gente del departamento de percales. Popota abandonó la tentadora confitería y metió la mano en un barril en el que se leía: «Arenques escogidos de Kerch»; sacó un par de arenques, se los tragó y escupió las colas.

—¡Palósich! — se repitió el grito desesperado. De la sección de pescado llegó el rugido de un vendedor con perilla:

—¡Parásito! ¿Qué estás haciendo?

Pável Iósifovich se apresuraba al campo de batalla. Era un hombre de buena presencia, con bata blanca de cirujano y un lápiz que le asomaba en un bolsillo. Seguramente Pável Iósifovich era un hombre de experiencia. Cuando vio a Popota con el tercer arenque en la boca hizo una rápida valoración, se hizo cargo de la situación en seguida y, sin entablar discusión alguna con los sinvergüenzas, ordenó, alargando los brazos hacia la calle:

—¡Silba!

Atravesando las puertas de luna, el portero salió corriendo hacia la esquina del mercado Smolenski e inició un silbido siniestro. La gente empezó a rodear a los bandidos. Entonces intervino Koróviev:

—¡Ciudadanos! — gritó con voz fina y temblorosa—. ¿Pero qué es esto? ¿Eh? ¡Permítanme que haga esta pregunta! Este pobre hombre — Koróviev aumentó el temblor de su voz y señaló a Popota, que inmediatamente puso una cara llorosa—, este pobre hombre está todo el día arreglando hornillos. Tiene hambre… ¿y de dónde quieren que saque divisas?

Pável Iósifovich, que solía ser tranquilo y sereno, al oír aquello, gritó con severidad:

—¡Oye tú, haz el favor de callarte! — y de nuevo estiró la mano hacia afuera, impaciente. Los trinos junto a la puerta sonaron con más alegría.

Pero Koróviev, sin dejarse cohibir lo más mínimo por la intervención del Pável Iósifovich, prosiguió:

—¿De dónde? — preguntó a todos los presentes—. ¡Está extenuado, tiene hambre y sed, tiene calor! Y el pobrecito prueba una mandarina. ¡Si no vale más de tres kopeks! Y ésos ya están silbando como ruiseñores de los bosques en primavera, molestando a las milicias, distrayéndoles de su trabajo. Pero éste ¡sí que puede! — y Koróviev señaló hacia el gordo color lila, que en seguida expresó inquietud en su rostro—. ¿Quién es? ¿Eh? ¿De dónde ha venido? ¿Para qué? Qué, ¿le echábamos de menos? ¿Acaso le hemos invitado? Claro — decía el ex chantre a grito pelado con sonrisa sarcástica—, como ven, lleva un traje lila muy elegante, está todo hinchado de salmón, está repleto de divisas. ¿Y uno de los nuestros, eh? ¡Qué amargura, qué amargura! — aulló Koróviev, como si estuviera en una boda a la antigua.[20]

Este discurso estúpido, falto de tacto y, por lo visto, pernicioso políticamente, hizo que Pável Iósifovich se estremeciera de indignación; pero, aunque parezca extraño, a juzgar por los ojos del público, había encontrado el apoyo de mucha gente. Cuando Popota, llevándose a los ojos una manga sucia, exclamó con aire trágico:

—¡Gracias, fiel amigo, has defendido a la víctima! — ocurrió un milagro.

Un viejecito silencioso y de lo más decente, vestido con modestia, pero limpio; un viejecito que estaba comprando tres pasteles de almendra en la confitería, se transformó repentinamente. Sus ojos despedían un fuego de lucha; se puso rojo, tiró el paquete del pastel al suelo y gritó con voz fina e infantil:

—¡Es verdad! — agarró la bandeja, tirando los restos de la torre Eiffel de chocolate, destruida por Popota, y la agitó en el aire; con la mano izquierda quitó el sombrero del extranjero y con la derecha le atizó un golpe en la cabeza medio calva. Se oyó un ruido semejante al que hace una lámina de hierro al caer de un camión. El gordo se puso pálido, cayó de espaldas y se sentó en el barril de los arenques de Kerch, levantando un verdadero surtidor de salmuera. Entonces sucedió otro milagro. El tipo color lila gritó en ruso, al caerse en el barril, sin el menor asomo de acento extranjero:

вернуться

20

Alusión a una antigua costumbre rusa. En las bodas, los invitados solían gritar: «¡Amargo!», para que los novios «endulzaran» el vino dándose un beso. (N. de la T.)

90
{"b":"115031","o":1}