—¡Cuernos! ¡Qué perra han cogido con la cámara blindada! — gruñó uno de los encargados de la Instrucción.
— Les han asustado mucho esos canallas — dijo el juez, que había estado con Ivánushka.
Tranquilizaron como pudieron a Varenuja, le dijeron que le protegerían sin necesidad de celda y entonces se descubrió que no había bebido starka debajo de una valla, sino que le habían pegado dos tipos: uno pelirrojo, con un colmillo que le sobresalía de la boca, y otro regordete…
—¿Parecido a un gato?
— Sí, sí —susurró el administrador, muerto de miedo, sin parar de mirar a su alrededor. Siguió contando con detalle cómo había pasado cerca de dos días en el piso número 50 en calidad de vampiro informador, que por poco había causado la muerte del director de finanzas Rimski…
En ese mismo momento, en el tren de Leningrado llegaba Rimski.
Pero este viejo de pelo blanco, desquiciado, temblando de miedo, en el que apenas se podía reconocer al director de finanzas, no quería decir la verdad de ningún modo y se mantuvo muy firme. Rimski aseguraba que no había visto de noche en su despacho a la tal Guela, ni tampoco a Varenuja, que simplemente se había encontrado mal y en su inconsciencia había marchado a Leningrado. Ni que decir tiene que el director de finanzas terminó sus declaraciones solicitando que le recluyeran en una celda blindada.
Anushka fue detenida cuando trataba de largarle un billete de diez dólares a la cajera de una tienda de Arbat. Lo que contó Anushka sobre los hombres que salían volando por la ventana de la casa de la Sadóvaya, y sobre la herradura que, según decía, había recogido para llevársela a las milicias, fue escuchado con mucha atención.
—¿La herradura era realmente de oro con brillantes? — preguntaban a Anushka.
—¡No sabré yo cómo son los brillantes! — contestaba.
—¿Pero le dio billetes de diez rublos?
—¡No sabré yo cómo son los billetes de diez rublos! — contestaba Anushka.
—¿Y cómo entonces se convirtieron en dólares?
—¡Qué se yo, qué dólares ni que nada, no vi ningunos dólares! — contestaba Anushka con voz aguda—. ¡Estoy en mi derecho! ¡Me dieron un premio y con eso compro percal! — y siguió diciendo incongruencias: que ella no respondía por la administración de una casa que había instalado en el quinto piso al diablo, que no le dejaba vivir.
El juez le hizo un gesto con la pluma para que se callara, porque estaban ya todos bastante hartos de ella; le firmó un pase de salida en un papelito verde, y con la consiguiente alegría de los allí presentes, Anushka desapareció.
Luego desfiló por allí un gran número de personas, Nikolái Ivánovich entre ellas, detenido exclusivamente por la estupidez de su celosa esposa, que al amanecer comunicó a las milicias que su marido había desaparecido. Nikolái Ivánovich no sorprendió demasiado a la Instrucción al dejar sobre la mesa el burlesco certificado diciendo que había pasado la noche en el Baile de Satanás. Nikolái Ivánovich se apartó un poco de la realidad al contar cómo había llevado volando a la criada de Margarita Nikoláyevna, desnuda, a bañarse en el río en el quinto infierno y cómo, antes de eso, había aparecido en la ventana la misma Margarita Nikoláyevna, también desnuda. No vio la necesidad de señalar cómo se había presentado en el dormitorio con la combinación en la mano. Según su relato, Natasha salió volando por la ventana, lo montó y le llevó fuera de Moscú…
— Cediendo a la coacción me vi obligado a obedecer — contaba Nikolái Ivánovich, y acabó su historia solicitando que no se dijera nada de aquello a su esposa. Así se le prometió.
Las declaraciones de Nikolái Ivánovich hicieron posible constatar que Margarita Nikoláyevna, igual que su criada Natasha, había desaparecido sin dejar huella. Se tomaron las medidas oportunas para encontrarlas.
Así, pues, aquella mañana del sábado se distinguió porque la investigación no cesó ni un momento. Mientras tanto, en la ciudad nacían y se expandían rumores completamente inverosímiles, en los que una parte ínfima de verdad se decoraba con abundantes mentiras. Se decía que en el Varietés había habido una sesión de magia y que después los dos mil espectadores habían salido a la calle tal como les había parido su madre; que en la calle Sadóvaya se había descubierto una tipografía de papeles de tipo mágico; que una pandilla había raptado a cinco directores del campo del espectáculo, pero que las milicias la habían encontrado inmediatamente, y muchas cosas más, que no merece la pena contar.
Se aproximaba la hora de comer y en el lugar donde se llevaba a cabo la Instrucción sonó el teléfono. Comunicaban de la Sadóvaya que el maldito piso había dado señales de vida. Dijeron que se habían abierto las ventanas desde dentro, que se oía cantar y tocar el piano y que habían visto, sentado en la ventana, a un gato negro que disfrutaba del sol.
Eran cerca de las cuatro de una tarde calurosa. Un grupo grande de hombres vestidos de paisano se bajaron de tres coches antes de llegar a la casa número 302 bis de la calle Sadóvaya. El grupo se dividió en dos más pequeños, y uno de ellos se dirigió por el patio directamente al sexto portal, mientras que el otro abrió una portezuela que corrientemente estaba condenada y entró por la escalera de servicio. Los dos grupos subían al piso número 50 por distintas escaleras.
Mientras tanto, Asaselo y Koróviev —éste sin frac, con su traje de diario— estaban en el comedor terminando el desayuno. Voland, como de costumbre, estaba en el dormitorio; nadie sabía dónde estaba el gato. Pero a juzgar por el ruido de cacerolas que venía de la cocina, Popota debía de estar precisamente allí haciendo el ganso, como siempre.
—¿Qué son esos pasos en la escalera? — preguntó Koróviev, jugando con la cucharilla en la taza de café.
— Es que vienen a detenernos — contestó Asaselo, y se tomó una copita de coñac.
— Ah… Bueno, bueno… — dijo Koróviev.
Los que subían las escaleras ya se encontraban en el descansillo del tercer piso. Dos fontaneros hurgaban en el fuelle de la calefacción. Los hombres cambiaron expresivas miradas con los fontaneros.
— Todos están en casa — susurró uno de los fontaneros,
dando martillazos en un tubo.
Entonces el que iba delante sacó sin más una pistola «Mauser» negra, y el que iba a su lado unas ganzúas. Hay que explicar que los que se dirigían al piso número 50 iban perfectamente equipados. Dos de ellos llevaban en los bolsillos unas redes de seda fina, que se desenvolvían con facilidad. Otro tenía un lazo y otro máscaras de gasa y ampollas de cloroformo.
La puerta principal del piso número 50 fue abierta en un segundo y todos se encontraron en el vestíbulo; el portazo de la puerta de la cocina indicó que el segundo grupo había llegado al mismo tiempo por la entrada de servicio.
Esta vez el éxito, aunque no fuera definitivo, era evidente. Los hombres se repartieron inmediatamente por todas las habitaciones, y aunque no encontraron a nadie, en el comedor recién abandonado descubrieron los restos del desayuno, y en el salón, sobre el estante de la chimenea, junto a un jarrón de cristal, un enorme gato negro. Tenía en sus patas un hornillo de petróleo.
Los hombres se quedaron bastante rato contemplando al gato en silencio absoluto.
— Hum…, pues es verdad, está estupendo… — susurró uno de ellos.
— No molesto, no toco a nadie, estoy arreglando el hornillo — dijo el gato, mirándoles con ojeriza—, y también creo es mi deber advertirles que el gato es un animal antiguo e intocable.
— Qué trabajo más limpio — murmuró uno, y otro dijo en voz alta y clara:
— Por favor, gato intocable y ventrílocuo, ¡venga acá!
La red se abrió y voló en el aire, pero ante el asombro de los presentes, al que la tiró le falló la puntería y no cazó más que el jarrón, que se rompió inmediatamente con estrépito.
—¡Bis! — vociferó el gato—. ¡Hurra! — y poniendo el hornillo a un lado, sacó por detrás de la espalda una «Browning». Apuntó seguidamente al que estaba más cerca, pero antes de que el gato tuviera tiempo de disparar, en las manos del hombre explotó el fuego y, al mismo tiempo del disparo de la «Mauser», el gato dio en el suelo, dejando caer su pistola y tirando el hornillo.