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– ¿Lo comprendes ahora?

— No comprendo nada. Hasta ahora cualquier vuelo cósmico tiene riesgo y Leguerier y sus seis camaradas se exponen a ello. Por si acaso dejaremos en Hermes una de nuestras astronaves, y además todas las instalaciones por medio de las cuales cambiaremos la órbita del asteroide podrán ponerse en funcionamiento en cualquier momento y corregir el curso si algo no previsto lo cambiara.

– ¿Es decir, allí deberá quedarse alguien del personal técnico de tu escuadrilla?

– ¿Mía? — sonrió Murátov —. ¿Qué expresión es esa, Serguéi?

— Quiero decir «dirigida por ti.»

– ¡Claro! El ingeniero William Weston está conforme en quedarse en Hermes durante todos los años del vuelo.

– ¡Pobrecillo! Se va a aburrir de lo lindo.

— Es astrónomo aficionado, por eso no es tan terrible. ¿Qué, ya te has tranquilizado?

— Sí, por lo que veo todo se ha pensado bien.

– ¿Y tú estarías dispuesto a participar? Sinitsin se encogió de hombros.

– ¡Qué astrónomo no sueña con observar los planetas del sistema solar a una distancia tan cercana! — respondió suspirando.

— Si quieres, pídelo.

— Leguerier ha recibido centenares de estas peticiones y se ha visto obligado a rechazarlas todas. Es limitada la capacidad del satéliteobservatorio, y fuera de él, en Mermes no hay dónde instalarse. No queda entonces más que envidiar a los siete participantes — respondió Sinitsin.

Llegó el día del vuelo.

Se reunieron centenares de personas para despedir a las naves de la escuadrilla auxiliar que despegarían del cohetódromo en los Pirineos. A pesar de que los vuelos cósmicos ya eran una costumbre y no provocaban una curiosidad especial, sin embargo era particularmente extraordinario el objetivo de la expedición que dirigía Víktor Murátov.

Hermes era un pequeño asteroide que no tenía nada de particular, pero por primera vez en la historia las personas se preparaban para cambiar a su gusto la órbita de un cuerpo estelar, a obligarle a salir del eterno camino trazado por la naturaleza y recorrer otro que fuera necesario para la ciencia terrestre.

El audaz proyecto de Leguerier era el umbral del tiempo ya próximo en el que la poderosa mano del hombre se iba a inmiscuir en el orden cósmico del Sistema solar, orden que por muchas cosas no satisfacía a las personas de la Tierra. El éxito de la tarea de Murátov marcaría el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad, era de la transformación no sólo de su planeta, sino también de todo el espacio que lo rodeaba, comienzo de un grandioso trabajo, cuyo fin se perdía en la lejanía nebulosa de los siglos.

La historia conoce muchos de hechos que se hicieron famosos por haber sido la primera vez que se entraba en lo desconocido: la expedición de Colón, la navegación de Magallanes, el primer intento de llegar al Polo Norte, el vuelo de Yuri Gagárin, la primera expedición a la Luna, y después a todos los planetas. Y cada uno de estos días está escrito en la historia con letras de oro.

La expedición de Murátov de por sí no representaba nada extraordinario: las personas muchas veces habían visitado otros cuerpos estelares. Su importancia histórica consistía precisamente en que era el comienzo, en que era la colocación de la primera piedra del trabajo gigantesco para reconstruir la «Gran Casa» de las personas de la Tierra: el sistema solar.

Por esto no tenía nada de asombroso que esta expedición ocupara la mayor atención de todos los pueblos del globo terráqueo.

A Murátov le despidieron sólo dos personas: Serguéi y Marina. Víktor hacía un año que no había visto a su hermana menor y su llegada a la península Ibérica fue para él una sorpresa agradable.

Marina transmitió a su hermano los deseos de que realizara con éxito la expedición de parte de los familiares que no habían podido venir a despedirle.

— Papá ha pedido — dijo ella — que no te olvides de recoger muestras del terreno de Hermes para su colección.

– ¡Cómo me puedo olvidar de esto! — dijo Murátov sonriéndose.

El viejo Murátov fue un conocido geólogo. Ya en los días de la juventud, en la época de los primeros vuelos del hombre a los planetas del sistema solar, comenzó a reunir una colección de minerales de otros mundos, y ahora su colección original era casi la mejor del mundo y una joya del museo geológico de Leningrado.

— Yo tengo grandes deseos de volar contigo — dijo Marina, mirando con interés la enorme silueta de las naves de la escuadrilla, que brillaban opacamente en el centro del gigantesco cohetódromo bajo los rayos del Sol poniente —. ¡Pensar que no he estado ni una vez en el cosmos!

– ¿Cómo? ¿Y en la Luna?

– ¡Bah! — La muchacha se rió despreciativamente —. ¡La Luna! Esto no es el cosmos.

– ¡Qué cosas se oyen! — exclamó Sinitsin y se rió con toda el alma —. Ella considera que no es cósmico el vuelo a la Luna. Pronto se llegará a decir que el cosmos es sólo un espacio más allá de los límites de nuestro sistema.

– ¿Dónde está Leguerier? — preguntó Marina.

— Ya hace tiempo que no se encuentra en la Tierra — contestó Víktor.

Los siete participantes del vuelo a Mermes hace dos semanas que salieron para la Luna, con el objeto de trasladarse desde ésta al satéliteobservatorio, y en él realizar el vuelo al asteroide cuando se acerque a la Tierra.

Mermes ya estaba cerca. Comenzaban los últimos días de la existencia de Hermes como un cuerpo estelar, ajeno a la Tierra y a sus habitantes. De ahora en adelante se convertiría en un observatorio volante, en una filial cósmica del instituto astronómico, en una astronave enorme por sus dimensiones que se movería en el espacio según el deseo de las personas.

Resonó en el campo el ulular alargado de una sirena.

– ¡Ya ha llegado la hora! — dijo Murátov —. ¡Adiós! Si tú — dijo dirigiéndose a su hermana — me hubieras antes manifestado tu deseo te habría llevado conmigo.

– ¡Qué le vamos a hacer! — Marina besó a su hermano —. Ahora me da lo mismo, de todas las maneras no tengo tiempo.

— Recuerdo bien tus palabras de que no te gusta volar al cosmos — dijo Sinitsin al despedirse de su amigo —. Será interesante lo que digas cuando regreses.

— Puedes estar seguro de que diré lo mismo.

— Lo dudo. El cosmos atrae.

En el cohetódromo resonó la sirena llamando por segunda vez.

— Deberá regresar dentro de dos semanas — dijo Marina, mirando fijamente al cielo en el que ya no había nada —. Estaré muy intranquila durante todo este tiempo, y no sólo yo — añadió, pensando en sus padres, hermanas y hermanos —. A pesar de todo el vuelo es peligroso.

— No, no hay ningún peligro — contestó Sinitsin —. Las astronaves son seguras.

¡Vamos, Marinilla! Si no, perderemos el avión.

Una vez más miró la lejanía diáfana del cielo, como esperando ver las ya lejanas naves de la escuadrilla.

— Es necesario que pase tiempo, y no poco — dijo ella — para que las personas se acostumbren a las astronaves como a los aviones. Y hubo un tiempo incluso hace relativamente poco que se consideraba peligrosos a los aviones.

– ¡Clavo está! Esto siempre ocurre. Después aparecerá algo nuevo, desconocido por nosotros ahora, y entonces las personas empezarán a hablar de las astronaves como tú hablas de los aviones. Y así por los siglos de los siglos — terminó Serguéi.

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