Pero los trabajadores de la cosmonáutica no podían olvidar, y no olvidaban, a los exploradores del mundo extraño. El secreto no descubierto continuaba pendiendo sobre la seguridad de las vías interplanetarias. El caso con la astronave «TierraMarte», a finales del siglo pasado, continuaba preocupando a los dirigentes del «Servicio del Cosmos». De ninguna manera se podía uno tranquilizar con la idea de que los satélites habían decidido no encontrarse con las naves terrestres. Aquella vez uno de ellos no sólo no se apartó, sino que chocó con la astronave. Esto podía repetirse en cualquier momento.
Si antes se empleaban las instalaciones de localización para notar a su debido tiempo el encuentro con los meteoritos, ahora los gravímetros eran una parte imprescindible del puesto de navegación de las astronaves. Pues cualquiera que fuera la defensa que utilizaran los amos de los satélites, sus masas sería imposible destruirlas o hacerlas «invisibles».
El trabajo en el cosmos se realizaba con todo orden, pero los astronautas sentían diariamente la incertidumbre de algún hecho inesperado. Era una necesidad perentoria descubrir el secreto, pero los científicos no encontraban el camino para ello.
¿Se encontraban todavía los satélites en el sistema solar?
Esta pregunta que era la fundamental y más importante, quedaba sin responder.
El personal de las estaciones científicas de la Luna, y en particular de la estación del cráter Tycho, observaba constantemente el espacio adyacente. La vigilancia por radio se realizaba de día y de noche. Si los satélites a pesar de todo se hubieran ocultado en la base lunar, tarde o temprano volverían a volar de nuevo alrededor de la Tierra. Esto podía tener lugar en cuanto recibieran la correspondiente señal y, ésta era necesario captarla, costara lo que costase.
Pero el tiempo pasaba y todo estaba tranquilo. No aparecían ni los satélites, ni las señales de radio dirigidas o que partieran de ellos.
Los miembros del consejo científico del Instituto de cosmonáutica mantenían la opinión de que la causa era el descanso correspondiente en el trabajo de los satélites, y que casualmente coincidió con el tiempo en que se realizó la expedición en la «Titov». Estas interrupciones sin duda alguna existieron antes. La aparición periódica de los satélites alrededor de la Tierra lo explicaba claramente el hecho de que no fueron hallados mucho antes.
¿Pero cuánto duraban estas interrupciones? Esto no lo podía saber nadie. Era necesario, posiblemente durante muchos años, tomar medidas contra el peligro desconocido y posiblemente inexistente. Y el medio único y radical era encontrar la base.
El desarrollo impetuoso de la técnica ofrecía nuevas y nuevas posibilidades para las búsquedas. Se utilizaban inmediatamente pero todo era en vano. Como antes las entrañas de la cumbre circular del cráter Tytfho y de los otros próximos parecían que no habían sido tocados nunca por nadie.
Pero entre los científicos se mantenía con firmeza el criterio de que la base existía a pesar de los sistemáticos fracasos. La comprobación reiterada de los cálculos de Murátov y Sinitsin conducía, incontrovertiblemente, a la conclusión de que las trayectorias de los dos satélites se aproximaban, según se acercaban a la Luna, y en el punto del espacio donde se encontraba el cráter Tycho ¡coincidían!
Esto de ninguna manera podía ocurrir si los satélites hubieran rodeado a la Luna y seguido adelante.
Creer en tal «casual coincidencia», podía creerlo cualquiera, pero no los matemáticos, los astrónomos ni los físicos, por eso las búsquedas continuaban tenaz e insistentemente.
Víktor Murátov conoció todo esto sólo por las poco frecuentes conversaciones radiofónicas con Sinitsin. Estaba completamente enfrascado en su trabajo, y en estos dos años no se ocupó de otra cosa. Los cálculos matemáticos del proyecto de Jean Leguerier eran una cosa difícil. Recordaba los satélites y sus secretos sólo después de las conversaciones con Sinitsin. Víktor ya hacía tiempo que consideraba inconsistente su hipótesis sobre la estancia en la Luna de representantes vivos de otra humanidad, ya que numerosas consideraciones estaban en contra, y además él nunca fue terco.
El proyecto de Leguerier dejó de ser tal. Había sido aprobado y entró en la fase de su realización práctica. Los cálculos demostraban la posibilidad de su realización y su conveniencia. Los gastos de energía necesarios para el cambio de la órbita de Hermes eran considerablemente menores que los que se exigían para un viaje de este tipo en una astronave por el sistema solar. Ni hablar de que la realización de observaciones astronómicas desde el asteroide serían de un volumen mucho mayor que desde una nave. Perfectamente se podía instalar en Hermes un observatorio.
Hermes, que es un asteroide relativamente pequeño, de medio kilómetro de diámetro, tendría que pasar dentro de algunos meses cerca de la Tierra, a una distancia de quinientos setenta y tres mil kilómetros, y se decidió utilizar este momento para comenzar el viaje sin precedente del científico francés.
Según el plan de Leguerier, aprobado por el Instituto de cosmonáutica, debía descender en el asteroide el satélite artificial de la Tierra, construido y puesto en órbita hace veinte años, especialmente destinado para realizar trabajos astronómicos. Por muchas razones este satélite artificial era ya anticuado, pero valía para los fines que quería Leguerier. En él había todo lo necesario, y sólo exigía reequiparlo un poco para que el grupo de astrónomos pudiera realizar, sin privaciones, un vuelo de muchos años.
No se podía perder tiempo y el trabajo se comenzó a realizar. Precisamente ahora los planetas del Sistema solar se encontraban en una posición muy favorable, y la nueva órbita de Hermes puede pasar cerca de cada uno de ellos en el tiempo necesario para realizar una sola vuelta. Una situación tan ventajosa podía no repetirse en mucho tiempo.
Simultáneamente con el observatorio astronómico se enviaría a Hermes una escuadrilla de potentes astronaves con todas las instalaciones necesarias para trasladar el asteroide de la vieja órbita a la nueva.
Ya que Murátov había realizado todos los cálculos, le fue propuesto que se hiciera cargo de la dirección de este trabajo, que exigía una exactitud extraordinaria.
Era un honor la proposición y Murátov no podía negarse.
— En contra de mi voluntad me convierto en cosmonauta — dijo bromeando al encontrarse con Sinitsin —. Y en esto tienes una parte considerable de culpa.
– ¿Qué tengo que ver aquí? — s”asombró Serguéi.
– ¿Cómo que no tienes nada que ver? Tú fuieste el primero que me arrastraste al cosmos. Si no hubiera participado en la expedición de la «Titov», no sería tan «famoso» y a nadie se le hubiera ocurrido encargarme de los cálculos para Leguerier.
Sinitsin se sonrió.
— Esta culpabilidad — dijo Sinitsin — con mucho gusto la acepto. ¿Vas a volar para mucho tiempo?
— No, unas dos semanas. Cuando termine el trabajo nuestra escuadrilla regresará a la Tierra. Podríamos regresar antes de dos semanas, pero tenemos que esperar en Hermes algunos días para convencernos de que se ha hecho bien el cambio de la trayectoria del vuelo del asteroide.
— Es una expedición peligrosa — dijo pensativo Sinitsin —. Yo, claro está, no hablo de ti, sino de Leguerier y sus acompañantes. En un viaje tan largo pueden tener lugar toda clase de cosas inesperadas que no se pueden prever de antemano. Una aproximación tan grande a Júpiter, Saturno y otros planetas gigantes…
– ¿No tienes fe en mis cálculos?
– ¿Y tú estás completamente seguro de ellos?
— Yo, sí. No son peligrosos ni Júpiter, ni Saturno. Peligrosos, incluso teóricamente, son los asteroides entre Marte y Júpiter. Es más, no se puede uno fiar, de que ahora todos son conocidos por los astrónomos. Pero la influencia de aquellos que son desconocidos, como es natural, no puedo tenerla en cuenta en los cálculos.