El mes pasado, uno de los periódicos de Kabul, el Anis, ofreció un artículo sobre la reforma del orfanato. También publicó una foto de Zaman, Tariq, Laila y uno de los ayudantes, colocados en fila detrás de los niños. Cuando la mujer vio el artículo, pensó en sus amigas de la infancia, Giti y Hasina, y recordó lo que solía decir esta última: «Cuando cumplamos los veinte, Giti y yo habremos parido ya cuatro o cinco niños cada una. Pero tú, Laila, harás que dos tontas como nosotras nos sintamos orgullosas de ti. Serás alguien. Sé que un día cogeré un periódico y encontraré tu foto en primera plana.» La foto no había salido en primera plana, pero ahí estaba, de todas formas, tal como Hasina había vaticinado.
Laila dobla al llegar al mismo pasillo donde, hace dos años, Mariam y ella habían dejado a Aziza a cargo de Zaman. Recuerda a la perfección que entonces tuvieron que soltar los dedos de Aziza a viva fuerza, porque se aferraba a su muñeca. Recuerda que corrió por ese mismo pasillo, conteniendo un aullido, y a Mariam gritando su nombre y a Aziza chillando de pánico.
Ahora las paredes están cubiertas de pósters de dinosaurios y de personajes de dibujos animados, de los budas de Bamiyán y de diferentes muestras de las obras artísticas de los huérfanos. En muchos de los dibujos aparecen tanques que derriban chozas y hombres empuñando AK-47, o tiendas de campamentos de refugiados, o escenas de la yihad.
Laila vuelve a doblar cuando llega al extremo del pasillo y ve a los niños que la esperan en la puerta del aula. La reciben con sus pañuelos, sus cráneos afeitados con casquete, sus figuras menudas y delgadas, la belleza de sus sencillas ropas.
Al ver llegar a Laila, los niños salen disparados hacia ella a todo correr, y se arremolinan a su alrededor. Quieren saludarla todos a la vez con sus agudas voces, y le dan palmadas, le tironean de la ropa, se aferran a ella y se empujan unos a otros en su afán por encaramarse a sus brazos. Elevan las manitas, tratando de llamar su atención. Algunos la llaman «madre». Laila no los corrige.
Esta mañana le cuesta un poco calmarlos para que formen la fila y entren en el aula. Fueron Tariq y Zaman los que prepararon la clase, tirando el tabique que separaba dos habitaciones contiguas. El suelo aún está muy agrietado y le faltan algunas baldosas. Por el momento, lo han tapado con una lona, pero Tariq ha prometido poner muy pronto un pavimento nuevo y alfombras.
Sobre el dintel hay clavado un panel rectangular que Zaman ha lijado y ha pintado de un blanco resplandeciente. En él ha escrito cuatro versos con un pincel. Laila sabe que es su respuesta a los que se quejan porque no llega el dinero prometido, porque la reconstrucción va demasiado lenta, porque hay corrupción, porque los talibanes se están reagrupando y temen que regresen con ansias de venganza, y que el mundo vuelva a olvidar a Afganistán. Los versos pertenecen a uno de sus gazals preferidos de Hafez:
José volverá a Canaán, no sufráis;
las chozas se convertirán en rosales, no sufráis.
Si llega una inundación para sumergirlo todo,
Noé será vuestro guía en el ojo del huracán, no sufráis.
Laila entra en la clase pasando bajo el cartel. Los niños se sientan, abren los cuadernos y parlotean. Aziza habla con una niña de la fila de al lado. Un avión de papel vuela por el aula, trazando un arco. Alguien lo devuelve.
– Abrid los libros de farsi, niños -indica Laila, depositando sobre su mesa los libros que lleva.
Se dirige a la ventana sin cortinas en medio del susurro de las hojas de los cuadernos. A través del cristal ve a los niños de la cancha de baloncesto puestos en fila para practicar el tiro libre. Más allá, el sol sale sobre las montañas y sus rayos se reflejan en el borde metálico del aro de baloncesto, en la cadena de los columpios de neumáticos, en el silbato que cuelga del cuello de Zaman, en sus gafas nuevas. Laila aprieta las palmas contra el vidrio. Cierra los ojos. Deja que el sol le bañe las mejillas, los párpados, la frente.
Cuando llegaron a Kabul, a Laila le angustiaba no saber dónde habían enterrado a Mariam los talibanes. Deseaba visitar su tumba, sentarse allí un rato y dejar unas flores. Pero ahora comprende que no importa. Mariam nunca está muy lejos de ella. Se encuentra allí, entre esas paredes repintadas, en los árboles que han plantado, en las mantas que abrigan a los niños, en las almohadas, los libros y los lápices. Está en la risa de los pequeños, en los versos que recita Aziza y en las oraciones que musita cuando se inclina hacia occidente. Pero, sobre todo, se halla en el corazón de Laila, donde brilla con el esplendor de mil soles.
Se da cuenta de que alguien la llama. Da media vuelta e instintivamente ladea la cabeza para levantar un poco la oreja buena. Es Aziza.
– ¿Mammy? ¿Te encuentras bien?
El aula se ha quedado en silencio. Los niños la observan.
Ella está a punto de responder, cuando de repente se queda sin aliento. Rápidamente se lleva las manos al lugar donde ha notado un movimiento. Espera, pero ya no nota nada más.
– ¿Mammy?
– Sí, mi amor. -Sonríe-. Me encuentro bien. Sí, muy bien.
Mientras se encamina a su mesa, Laila piensa en el juego de los nombres que repitieron anoche durante la cena. Se ha convertido en un ritual desde que Laila comunicó la noticia a Tariq y los niños. Y ahora participan todos, cada uno defendiendo su elección. A Tariq le gusta Mohammad. Zalmai, que ha visto el vídeo de Superman recientemente, no entiende por qué a un niño afgano no se le puede llamar Clark. Aziza hace campaña por Aman. Laila preferiría Omar.
Pero el juego sólo sirve para nombres de varón. Porque, si nace una niña, Laila ya sabe cómo va a llamarse.
Epílogo
Desde hace casi tres décadas, la crisis de refugiados afganos ha sido una de las más graves del planeta. Guerra, hambre, anarquía y opresión obligaron a millones de personas -como Tariq y su familia en esta novela- a abandonar sus hogares y huir de Afganistán para instalarse en los países vecinos de Irán y Pakistán. En el punto álgido de este éxodo, había ocho millones de refugiados afganos fuera de su país. Actualmente, más de dos millones siguen viviendo en Pakistán.
Durante el pasado año, tuve el privilegio de trabajar como enviado de Estados Unidos en ACNUR, el Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados, uno de los principales organismos humanitarios del mundo. La misión de ACNUR es proteger los derechos humanos básicos de los refugiados, proporcionarles ayuda de emergencia y contribuir para que reinicien sus vidas en un entorno seguro. ACNUR asiste a más de veinte millones de personas desplazadas de todo el mundo, no sólo de Afganistán, sino también de Colombia, Burundi, Congo, Chad y la región de Darfur en Sudán. Colaborar con ACNUR para ayudar a los refugiados ha sido una de las experiencias más gratificantes y significativas de mi vida.
Para cooperar, o simplemente para obtener más información sobre ACNUR, su trabajo o el drama de los refugiados en general, por favor, visitad: www.UNrefugees.org o www.acnur.org (en español).
Gracias.
Khaled Hosseini
31 de enero de 2007