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»En ocasiones también hablaba él. Muchas veces no entendía lo que me decía, pero capté lo esencial. Describió el lugar donde vivía, aquí en Kabul. Me habló de su tío de Gazni. Y de cómo cocinaba su madre, que su padre era carpintero y que él tocaba el acordeón.

»Pero sobre todo me hablaba de ti, hamshira. Decía que tú eras… ¿cómo era…? Decía que tú eras su primer recuerdo. Creo que lo expresó así. Se notaba que te quería mucho. Balay, eso era evidente. Pero dijo también que se alegraba de que no estuvieras allí. Dijo que no habría querido que lo vieras en ese estado.

Laila sentía de nuevo los pies de plomo, anclados al suelo, como si de repente toda la sangre se hubiera acumulado allí. Pero su mente se hallaba muy lejos, volando en libertad, desplazándose como un misil sobre Kabul, dejando atrás las escarpadas colinas pardas y los desiertos pelados con matojos de salvia, y los cañones de piedra roja cortada a pico y las montañas de cumbres nevadas…

– Cuando le anuncié que regresaba a Kabul, me pidió que viniera a verte para decirte que se acordaba de ti, que te echaba de menos. Le prometí que lo haría. Le había tomado aprecio. Se notaba que era un joven muy decente.

Abdul Sharif se secó la frente con el pañuelo.

– Una noche me desperté -prosiguió, con renovado interés por su alianza-. Al menos creo que era de noche, porque en esa clase de sitios es difícil de saber. No había ventanas. Nunca estaba seguro de si era el amanecer o el crepúsculo. La cuestión es que me desperté y noté que había cierto bullicio alrededor de la cama contigua. Tienes que entender que yo también estaba drogado, oscilando siempre entre el sueño y la vigilia, hasta el punto de que la realidad y los sueños se confundían en mi mente. Sólo recuerdo que había médicos apiñados en torno a su lecho, pidiendo una cosa u otra, y que sonaban pitidos y había montones de jeringuillas por el suelo.

»A la mañana siguiente, su cama estaba vacía. Pregunté por él a una enfermera y ella me dijo que había luchado valientemente hasta el final.

Laila era vagamente consciente de que estaba asintiendo con la cabeza. Ya lo sabía. Claro que sí. Sabía por qué había ido a verla aquel hombre, qué noticias traía, desde el mismo instante en que se había sentado frente a él.

– Al principio… Bueno, al principio no creía que fueras real -continuó el hombre-. Suponía que era la morfina la que hablaba por su boca. Tal vez incluso esperaba que no existieras; siempre he temido tener que ser portador de malas noticias. Pero se lo había prometido. Y, como digo, le había tomado aprecio. Así que volví a Kabul hace unos días y pregunté por ti, hablé con algunos vecinos y ellos me indicaron esta casa. También me contaron lo que les había ocurrido a tus padres. Al oírlo, bueno, di media vuelta y me fui. No quería revelártelo. Decidí que sería demasiado para ti. Que sería demasiado para cualquiera.

Abdul Sharif alargó la mano por encima de la mesa y la posó sobre la rodilla de Laila.

– Pero he vuelto. Porque al final llegué a la conclusión de que él habría querido que lo supieras. Lo siento mucho. Ojalá…

Laila ya no lo escuchaba. Recordaba el día en que el hombre de Panyshir había ido a su casa para comunicarles la noticia de la muerte de Ahmad y Nur. Recordaba a babi, pálido como la cera, encorvado en el sofá, y a mammy, que se había llevado la mano a la boca. Laila había visto derrumbarse a su madre aquel día y se había asustado, pero no había sentido un auténtico pesar. No había comprendido la horrible inmensidad de la pérdida. En ese momento otro desconocido le traía la noticia de otra muerte; era ella la que estaba sentada. ¿Aquél era, pues, el castigo por haberse mostrado tan fría ante el sufrimiento de su propia madre?

Laila recordó que mammy se había arrojado al suelo y había empezado a chillar y arrancarse el pelo. Pero ella no consiguió ni siquiera hacer eso. Apenas era capaz de moverse. No podía mover ni un músculo.

Se quedó sentada en la silla, con las manos inertes sobre el regazo y la mirada perdida, y dejó que su mente siguiera volando. Dejó que siguiera volando hasta que encontró el lugar, el refugio seguro donde los campos de cebada eran verdes, las aguas discurrían límpidas y claras, y las semillas de algodón danzaban por millares en el aire; el lugar donde babi leía un libro bajo una acacia y Tariq dormitaba con las manos enlazadas sobre el pecho, y donde ella podía hundir los pies en el arroyo y tener sueños hermosos bajo la atenta mirada de los dioses antiguos de roca blanqueada por el sol.

29

Mariam

– Lo siento mucho -dijo Rashid a la chica, cogiendo el cuenco de mastawa con albóndigas que le tendía su esposa sin mirarla siquiera-. Sé que erais muy… amigos… vosotros dos. Siempre juntos, desde niños. Es terrible. Son demasiados los jóvenes afganos que están muriendo de esa forma.

Hizo un ademán de impaciencia sin dejar de mirar a la chica, y su mujer le pasó una servilleta.

Durante años, Mariam lo había observado cuando comía, viendo cómo se le movían los músculos de las sienes, cómo formaba pequeñas bolas compactas de arroz con una mano, mientras con el dorso de la otra se limpiaba la grasa de la boca o se quitaba granos sueltos. Durante años, Rashid había comido sin levantar la vista, sin hablar, en medio de un silencio condenatorio, como si estuviera celebrándose un juicio, un mutismo que sólo rompía para emitir un gruñido de acusación, un chasquido de censura, una orden monosílaba para pedir más pan, más agua.

En ese momento comía con cuchara. Usaba servilleta. Decía loftan cuando pedía agua. Y hablaba por los codos, muy animado.

– En mi opinión, los americanos se equivocaron de hombre al entregar armas a Hekmatyar, todas las que le entregó la CIA para luchar contra los soviéticos en los ochenta. Los soviéticos se han ido, pero él sigue teniendo las armas, y ahora las ha vuelto contra gente inocente como tus padres. Y a eso lo llama yihad. ¡Menuda farsa! ¿Qué tiene que ver la yihad con matar mujeres y niños? Habría sido mejor que la CIA diera las armas al comandante Massud.

Mariam enarcó las cejas sin poderlo evitar. ¿El comandante Massud? Aún resonaban en su cabeza las peroratas de Rashid despotricando contra ese hombre, acusándolo de traidor y comunista. Pero, claro, Massud era tayiko, igual que Laila.

– Él sí que es razonable. Un afgano con honor. Un hombre interesado de verdad en una solución pacífica.

Rashid se encogió de hombros y suspiró.

– Y no es que a los americanos les importe lo más mínimo, ojo. ¿Qué más les da a ellos que los pastunes, los hazaras, los tayikos y los uzbekos se maten mutuamente? ¿Cuántos americanos pueden siquiera distinguirlos? No hay que esperar ayuda de ellos, eso es lo que yo digo. Ahora que los soviéticos se han hundido, ya no nos necesitan para nada. Hemos servido a su propósito. Para ellos, Afganistán es un kenarab, un agujero de mierda. Disculpa mi lenguaje, pero es la pura verdad. ¿Qué opinas tú, Laila yan?

La muchacha musitó algo ininteligible, mientras desplazaba una albóndiga de un lado a otro del cuenco.

Rashid asintió pensativamente, como si Laila hubiera hecho el comentario más inteligente que había oído en su vida. Mariam desvió la mirada.

– ¿Sabes? Tu padre, que en paz descanse, tu padre y yo solíamos charlar de estas cosas. Fue antes de que tú nacieras, por supuesto. Nos encantaba hablar de política. Y también de libros. ¿No es cierto, Mariam? Tú lo recordarás.

Ella estaba demasiado ocupada bebiendo agua.

– En fin, espero que no te aburra tanta palabrería sobre política.

Más tarde, Mariam estaba en la cocina metiendo los platos en agua con jabón y notaba un nudo en el estómago.

No era tanto por lo que Rashid decía, por sus mentiras descaradas y su falsa simpatía, ni siquiera por el hecho de que no le hubiera levantado la mano desde que había sacado a la chica de debajo de los escombros.

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