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– ¿Dónde aprendiste a limpiar así el pescado?

– Cuando era niña vivía junto a un arroyo. Solía pescar allí.

– Yo nunca he pescado.

– No es gran cosa. Se trata de esperar sobre todo.

Laila la vio cortar la trucha destripada en tres trozos.

– ¿Has cosido tú la ropa?

Mariam asintió.

– ¿Cuándo?

Mariam metió los trozos de trucha en un cuenco con agua.

– Cuando me quedé embarazada la primera vez. O quizá la segunda. Hace dieciocho o diecinueve años. Ha pasado mucho tiempo ya. Como decía, nunca llegaron a servirme para nada.

– Eres una jayat realmente buena. A lo mejor podrías enseñarme.

Mariam colocó los trozos de trucha lavados en un cuenco limpio. Con las manos goteando agua, levantó la cabeza y miró a Laila como si la viera por primera vez.

– La otra noche, cuando él… Nadie me había defendido nunca -dijo.

Laila examinó las mejillas flácidas de Mariam, los párpados cubiertos de pliegues, las profundas arrugas que rodeaban su boca. Vio esas cosas como si también ella estuviera mirando a la mujer por primera vez. Y, en esa ocasión, no vio las facciones de su rival, sino un rostro marcado por injusticias y cargas soportadas sin protestar, por un destino al que se había resignado. Si se quedaba, ¿sería así ella misma al cabo de veinte años?, se preguntó Laila.

– No podía permitírselo -adujo-. En mi casa no se hacían esas cosas.

– Ésta es tu casa ahora. Más vale que vayas acostumbrándote.

– A eso no. Ni hablar.

– Se volverá contra ti también, ¿sabes? -dijo Mariam, secándose las manos con un trapo-. Muy pronto. Y le has dado una hija. Así que tu pecado es aún más imperdonable que el mío.

Laila se puso en pie.

– Sé que fuera hace fresco, pero ¿qué te parece si nosotras, pecadoras, tomamos una taza de chai en el patio?

– No puedo -respondió Mariam, sorprendida-. Tengo que cortar y lavar las judías.

– Te ayudaré a hacerlo por la mañana.

– Y tengo que recoger la cocina.

– Lo haremos juntas. Si no me equivoco, queda un poco de halwa. Está estupendo con chai.

Mariam dejó el paño sobre la encimera. Laila percibió cierta inquietud en la forma en que se bajaba las mangas, se ajustaba el hiyab y entremetía un mechón de pelo.

– Los chinos dicen que es mejor quedarse tres días sin comer que pasar un solo día sin té.

Mariam esbozó una media sonrisa.

– Es un buen dicho.

– Sí.

– Pero no puedo entretenerme mucho.

– Sólo una taza.

Se sentaron en el patio en las sillas plegables y comieron halwa con los dedos del mismo cuenco. Tomaron una segunda taza de té y cuando Laila preguntó a Mariam si quería una tercera, ésta aceptó. Mientras oían los disparos que resonaban en las colinas, observaron las nubes que surcaban el cielo, ocultando la luna, y las últimas luciérnagas de la temporada trazando brillantes arcos amarillos en la oscuridad. Y cuando Aziza se despertó llorando y Rashid llamó a gritos a Laila para que subiera y la hiciera callar, las dos mujeres se miraron. Fue una mirada franca, cómplice. Y con aquel fugaz intercambio sin palabras, Laila comprendió que habían dejado de ser enemigas para siempre.

35

Mariam

A partir de aquella noche, Mariam y Laila se ocuparon juntas de las tareas domésticas. Se sentaban en la cocina y amasaban el pan, cortaban las cebollas, picaban el ajo y daban trocitos de pepino a Aziza, que daba golpes con las cucharas cerca de ellas o jugaba con zanahorias. En el patio, colocaban a la niña en un moisés de mimbre, vestida con varias capas de ropa y bien abrigada con una bufanda. Las dos mujeres la vigilaban mientras hacían la colada, y sus nudillos se rozaban al frotar camisas, pantalones y pañales.

Poco a poco, Mariam se acostumbró a aquella compañía, tímida pero agradable. Aguardaba con impaciencia las tres tazas de chai que se tomaba con Laila en el patio y que se habían convertido en un ritual nocturno. Por la mañana, esperaba con ansia oír el sonido de las zapatillas rotas de Laila en las escaleras, cuando ésta bajaba a desayunar, y la risa aguda y cristalina de Aziza, y la visión de sus ocho dientecitos y el olor lechoso de su piel. Si Laila y Aziza dormían hasta tarde, Mariam se inquietaba. Lavaba platos que no necesitaban limpieza alguna. Arreglaba cojines en la sala de estar que ya había ahuecado antes. Quitaba el polvo a alféizares limpios. Se mantenía ocupada hasta que la joven entraba en la cocina con la niña apoyada en la cadera.

Cuando Aziza veía a Mariam por la mañana, sus ojos parecían abrirse de golpe, y empezaba a gemir y a retorcerse en los brazos de su madre. Alargaba los brazos hacia la mujer, pidiendo que la cogiera, abriendo y cerrando las manitas con apremio, y con una expresión de adoración y de temblorosa ansiedad pintada en el rostro.

– Qué impaciencia -decía Laila, soltándola para que fuera a gatas hasta Mariam-. ¡Qué impaciencia! Tranquila. Jala Mariam no se va a ninguna parte. Ahí tienes a tu tía. ¿La ves? Vamos, ve con ella.

En cuanto la niña se encontraba en brazos de la mujer, se metía el pulgar en la boca y enterraba el rostro en su cuello.

Mariam la mecía con el cuerpo rígido y una sonrisa entre perpleja y agradecida en los labios. Jamás la habían querido de ese modo. Jamás le habían entregado un amor tan incondicional, sin malicia alguna. Sosteniendo a Aziza, Mariam sentía deseos de llorar.

– ¿Por qué se ha fijado tu corazoncito en una vieja fea como yo? -musitaba Mariam en los cabellos de Aziza-. ¿Eh? Yo no soy nada, ¿no te das cuenta? Sólo una dehati. ¿Qué puedo ofrecerte yo?

Pero la pequeña se limitaba a soltar unos gemidos satisfechos y a acercar aún más su cara. Y cuando lo hacía, Mariam se sentía desfallecer. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Se le alegraba el corazón. Y se maravillaba de que, después de tantos años de soledad, hubiera hallado en aquella criatura el primer lazo auténtico y sincero en toda una vida de vínculos falsos y fracasados.

A principios del año siguiente, en enero de 1994, Dostum acabó cambiando de bando. Se unió a Gulbuddin Hekmatyar y tomó posiciones cerca de Bala Hissar, los antiguos muros de la ciudadela que se alzaba sobre la capital desde las montañas de Kó-e-Shirda-waza. Juntos dispararon contra las fuerzas de Massud y Rabbani, que ocupaban el Ministerio de Defensa y el Palacio Presidencial. Sus respectivas artillerías intercambiaban disparos desde uno y otro lado del río Kabul. Las calles se llenaron de cadáveres, cristales y trozos de metal aplastados. Había saqueos, asesinatos y cada vez más violaciones, que se utilizaban para intimidar a los civiles y recompensar a los milicianos. Mariam oyó hablar de mujeres que se suicidaban por miedo a ser violadas, y de hombres que mataban a sus esposas o hijas, si las habían violado, apelando a su honor.

Aziza chillaba al oír el estruendo de los morteros. Para distraerla, Mariam echaba granos de arroz en el suelo y dibujaba con ellos la forma de una casa, un gallo o una estrella, y luego dejaba que la niña los esparciera. También dibujaba elefantes tal como le había enseñado Yalil, de un solo trazo, sin levantar la pluma del papel.

Rashid decía que mataban a docenas de civiles todos los días. Se bombardeaban hospitales y depósitos de suministros médicos. Se impedía la entrada a vehículos que llevaban alimentos a la ciudad, afirmaba, o los saqueaban, o les disparaban. Mariam se preguntaba si también en Herat estarían viviendo la misma situación, y de ser así, qué tal le iría al ulema Faizulá, si aún seguía vivo, y a Bibi yo, con todos sus hijos, nueras y nietos. Y, por supuesto, se preguntaba por Yalil. ¿Se ocultaba también, igual que ella? ¿O acaso habría huido del país con sus esposas e hijos? Mariam esperaba que estuviera a salvo en alguna parte, que hubiera logrado escapar de la masacre.

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