La muchacha descorrió las cortinas. Al pie de la cama había una vieja silla plegable metálica. Laila se sentó y contempló el bulto de su madre, inmóvil y cubierta por las mantas.
Las paredes de la habitación estaban cubiertas de fotografías de Ahmad y Nur. Allá donde mirara, dos desconocidos le devolvían la sonrisa. Ahí estaba Nur montando en triciclo. Allá estaba Ahmad rezando, o posando junto a un reloj de arena que había hecho con babi cuando tenía doce años. Y allá estaban los dos, sus hermanos, sentados espalda contra espalda bajo el viejo peral del patio.
Laila vio una esquina de la caja de zapatos de Ahmad asomar bajo la cama de mammy. De vez en cuando, mammy le mostraba los viejos y arrugados recortes de periódico que guardaba en ella, y los panfletos que había reunido Ahmad sobre las bases que los grupos insurgentes y las organizaciones de resistencia tenían en Pakistán. Laila recordaba la foto de un hombre con un largo abrigo blanco que ofrecía una piruleta a un niño pequeño sin piernas. El pie de foto rezaba así: «Los niños son el objetivo de la campaña soviética de minas antipersona.» El artículo añadía que a los soviéticos les gustaba ocultar explosivos en juguetes de colores llamativos. El juguete estallaba cuando lo recogía un niño y le arrancaba varios dedos o la mano entera. Así el padre ya no podía unirse a la yihad, porque se veía obligado a quedarse en casa para cuidar a su hijo. En otro artículo de la caja de Ahmad, un joven muyahidín afirmaba que los soviéticos habían arrasado su aldea con un gas que quemaba la piel y dejaba a la gente ciega. Declaraba que había visto a su madre y su hermana corriendo hacia el arroyo, tosiendo sangre.
– Mammy.
El bulto se movió ligeramente y emitió un gruñido.
– Levántate, mammy. Son las tres.
Otro gruñido. Una mano emergió como un periscopio saliendo a la superficie y luego se desplomó. El bulto se movió un poco más. Luego se oyó el susurro de las mantas cuando se fueron doblando una tras otra. Lentamente, por etapas, apareció mammy:
primero el pelo enmarañado, luego el rostro pálido y crispado, con los ojos fuertemente cerrados para protegerse de la luz, y una mano que buscaba el cabezal de la cama a tientas; las sábanas se deslizaron hacia abajo cuando por fin se incorporó entre gruñidos. Mammy hizo un esfuerzo por alzar la vista, dio un respingo al recibir la luz en los ojos y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
– ¿Qué tal el colegio? -musitó.
Así empezaban siempre las preguntas obligadas y las respuestas superficiales. Las dos fingían, como una vieja y cansada pareja de baile sin el menor entusiasmo.
– Muy bien.
– ¿Has aprendido algo?
– Lo de siempre.
– ¿Has comido?
– Sí.
– Bien.
Mammy volvió a alzar la cabeza hacia la ventana. Esbozó una mueca y parpadeó varias veces. Tenía el lado derecho de la cara rojo y el pelo aplastado.
– Me duele la cabeza.
– ¿Te traigo una aspirina?
Mammy se frotó las sienes.
– No, más tarde. ¿Ha vuelto tu padre?
– Sólo son las tres.
– Oh. Sí. Ya me lo habías dicho. -Mammy bostezó-. Ahora mismo estaba soñando. -Su voz era apenas un poco más audible que el frufrú del camisón contra las sábanas-. Justo antes de que entraras. Pero ahora ya no lo recuerdo. ¿A ti también te pasa?
– Le pasa a todo el mundo, mammy.
– Es muy extraño.
– Deberías saber que mientras estabas soñando, un chico me ha lanzado pipí a la cabeza con una pistola de agua.
– ¿Que te ha lanzado qué? ¿Qué has dicho?
– Pipí. Orina.
– Eso es… es terrible. Dios mío. Lo siento. Pobrecita. Tendré que hablar con él mañana sin falta, o quizá con su madre. Sí, creo que será lo mejor.
– Ni siquiera te he dicho quién ha sido.
– Oh. Bueno, ¿quién ha sido?
– Da igual.
– Estás enfadada.
– Se suponía que tenías que ir a recogerme.
– Sí -dijo su madre con voz ronca. Laila no alcanzó a discernir si era una afirmación o una pregunta. Mammy empezó a tirarse del pelo. Se trataba de uno de los grandes misterios de la vida para Laila: que su madre no se hubiera quedado calva de tanto tirarse del pelo-. ¿Y qué hay de…? ¿Cómo se llama tu amigo? ¿Tariq? Sí, ¿qué hay de Tariq?
– Hace una semana que se fue.
– Oh. -Mammy exhaló aire por la nariz-. ¿Te has lavado?
– Sí.
– Entonces ya estás limpia. -Desvió su mirada cansina hacia la ventana-. Estás limpia y todo en orden.
Laila se levantó.
– Tengo deberes.
– Por supuesto. Echa las cortinas antes de salir, cariño -dijo mammy, con voz cada vez más apagada, hundiéndose ya entre las sábanas.
Cuando Laila fue a cerrar las cortinas, vio pasar un coche que levantaba una nube de polvo. Era el Benz azul con la matrícula de Herat, que por fin se marchaba. Laila lo siguió con la mirada hasta que desapareció por una esquina, lanzando los últimos destellos de sol reflejados en la luna trasera.
– Mañana no me olvidaré -dijo mammy a su espalda-. Te lo prometo.
– Eso mismo dijiste ayer.
– Tú no sabes, Laila.
– ¿No sé qué? -Se volvió en redondo para encararse con su madre-. ¿Qué es lo que no sé?
La mano de su madre subió flotando hasta el pecho y dio unos golpecitos.
– Aquí. No sabes lo que hay aquí dentro. -La mano cayó flácida-. Tú no lo sabes.
18
Transcurrió una semana, pero Tariq seguía sin dar señales de vida. Luego transcurrió otra.
Para aliviar la espera, Laila arregló la puerta mosquitera que babi aún no había tocado. Bajó los libros de su padre, les quitó el polvo y los ordenó alfabéticamente. Fue a la calle del Pollo con Hasina, Giti y la madre de ésta, Nila, que era costurera y a veces trabajaba con la madre de Laila. Durante esa semana, Laila llegó a un convencimiento: de todas las penalidades que debía arrostrar una persona, la más dura era la espera.
Transcurrieron otros siete días.
Horribles pensamientos atormentaban a Laila.
Tariq jamás volvería. Sus padres se habían mudado para siempre; el viaje a Gazni era una argucia, un plan de los adultos para ahorrarles a los dos una amarga despedida.
Una mina antipersona había vuelto a estallarle, igual que en 1981, cuando Tariq tenía cinco años, la última vez que sus padres lo habían llevado al sur, a Gazni, poco después del tercer cumpleaños de Laila. Tariq había tenido la suerte de perder sólo una pierna; la suerte de haber sobrevivido.
Laila no hacía más que darle vueltas y más vueltas a todas las posibilidades.
Hasta que una noche distinguió el diminuto haz de una linterna que llegaba desde el otro lado de la calle. De sus labios brotó una especie de chillido ahogado. Rápidamente sacó su linterna de debajo de la cama, pero no funcionaba. Le dio unos golpes contra la palma de la mano, maldiciendo las pilas. Pero le daba igual, porque Tariq había vuelto. Laila se sentó en el borde de la cama, aturdida de alivio, y contempló la bonita luz amarilla que se encendía y se apagaba como un intermitente.
De camino a casa de Tariq al día siguiente, Laila vio a Jadim y un grupo de amigos suyos al otro lado de la calle. Jadim estaba en cuclillas y hacía un dibujo en la tierra con un palo. Al ver a Laila, dejó caer el palo, agitó los dedos y al mismo tiempo dijo algo que provocó las risas de sus amigos. Laila agachó la cabeza y pasó deprisa por su lado.
– ¿Qué te has hecho? -exclamó Laila cuando Tariq le abrió la puerta. Sólo entonces recordó que el tío de Tariq era barbero.
Tariq se pasó la mano por el cráneo afeitado y sonrió, mostrando unos dientes blancos y algo irregulares.
– ¿Te gusta?
– Parece que vayas a alistarte en el ejército.
– ¿Quieres tocarlo? -Bajó la cabeza.
El diminuto vello produjo un agradable cosquilleo en la mano de Laila. Tariq no era como otros niños, cuyos cabellos ocultaban cráneos cónicos y abultados. Su cabeza describía una curva perfecta y no mostraba defecto alguno.