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La muchacha recordaba que en una ocasión su madre había dicho a su padre que se había casado con un hombre sin convicciones. Mammy no lo entendía. No entendía que, si se mirara a un espejo, no descubriera en su propia imagen la única convicción inquebrantable de la vida de su marido.

Más tarde, después de comer huevos duros y patatas hervidas con pan, Tariq echó una cabezada bajo un árbol a orillas de un arroyo que gorgoteaba. Durmió con la chaqueta pulcramente doblada a modo de almohada y las manos cruzadas sobre el pecho. El taxista se fue al pueblo a comprar almendras. Babi se sentó bajo una acacia de grueso tronco para leer un libro. Laila sabía cuál era; él mismo se lo había leído. Contaba la historia de un viejo pescador llamado Santiago que atrapaba un enorme pez. Pero cuando volvía a la orilla con su bote, no quedaba nada del pez capturado, pues se lo habían comido los tiburones.

La niña se sentó al borde del arroyo y metió los pies en el agua. Los mosquitos zumbaban sobre su cabeza y en el aire danzaba el polen de los álamos. Cerca de allí se oía el sonoro vuelo de una libélula. Vio los destellos del sol reflejado en sus alas mientras el insecto volaba de una brizna de hierba a otra, fulgores violáceos, verdes y anaranjados. Al otro lado del arroyo, un grupo de chicos hazaras recogían boñigas secas de vaca y las echaban en unos sacos que llevaban a la espalda. Un burro rebuznó. Un generador se puso en marcha con un petardeo.

La muchacha volvió a pensar en el sueño de su padre. «Algún sitio cerca del mar.»

Cuando estaban en lo alto de las efigies de Buda, Laila había ocultado algo a su padre: que se alegraba de que no pudieran irse, por un motivo importante: habría echado de menos a Giti y su rostro serio, sí, y también a Hasina, con su sonrisa maliciosa y sus payasadas. Pero, sobre todo, Laila tenía demasiado presente el tedio insoportable de aquellas cuatro semanas que Tariq había pasado en Gazni. Recordaba con excesiva viveza que el tiempo discurría infinitamente despacio, que ella se había arrastrado por los rincones sintiéndose perdida, sin rumbo. ¿Cómo iba a soportar una ausencia permanente?

Tal vez era absurdo desear tanto la compañía de una persona determinada en un país donde las balas habían abatido a sus propios hermanos. Pero no tenía más que recordar a Tariq abalanzándose sobre Jadim con su pierna ortopédica para que nada en el mundo le pareciera más sensato.

Seis meses más tarde, en abril de 1988, babi volvió a casa con una gran noticia.

– ¡Han firmado un tratado! -exclamó-. En Ginebra. ¡Es oficial! Se van. ¡Dentro de nueve meses ya no habrá soviéticos en Afganistán!

Mammy, que estaba sentada en la cama, se encogió de hombros.

– Pero el régimen comunista seguirá -objetó-. Nayibulá es una marioneta de los soviéticos. No se irá a ninguna parte. No, la guerra continuará. Esto no es el final.

– Nayibulá no durará mucho -aseguró babi.

– ¡Se van, mammy! ¡Se van de verdad!

– Celebradlo vosotros si queréis. Pero yo no descansaré hasta que los muyahidines organicen un desfile de la victoria aquí mismo, en Kabul.

Y con estas palabras, volvió a tumbarse y se tapó con la manta.

22

Enero de 1989

En un día frío y nublado de enero de 1989, tres meses antes de que Laila cumpliera once años, sus padres, Hasina y ella fueron a ver uno de los últimos convoyes soviéticos que abandonaban la ciudad. Los espectadores se habían concentrado a ambos lados de la carretera frente al Club Militar, cerca de Wazir Akbar Jan. Rodeados de nieve fangosa, contemplaron la hilera de tanques, camiones blindados y jeeps cuyos faros iluminaban los ligeros copos de nieve. Se oían insultos y abucheos. Soldados afganos mantenían a raya a la multitud. De vez en cuando, lanzaban al aire un disparo de advertencia.

Mammy sostenía una foto de Ahmad y Nur por encima de la cabeza. Era la imagen en la que aparecían sentados bajo el peral, espalda contra espalda. Había otras mujeres como ella, mujeres que mostraban en alto fotografías de maridos, hermanos, hijos shahid.

Alguien dio unos golpecitos en el hombro de Laila y de Hasina. Era Tariq.

– ¿De dónde has sacado eso? -exclamó Hasina.

– Quería vestirme adecuadamente para la ocasión -explicó él. Llevaba un enorme gorro ruso de pieles con orejeras, que se había bajado-. ¿Qué tal estoy?

– Ridículo -dijo Laila entre risas.

– De eso se trata.

– ¿Y tus padres han venido contigo y te han dejado llevar eso?

– Están en casa -contestó Tariq.

En otoño, el tío de Tariq que vivía en Gazni había muerto de un ataque al corazón, y unas semanas más tarde, el padre también había sufrido un infarto, a resultas del cual se hallaba débil y sin fuerza, propenso a padecer ansiedad y ataques depresivos que le duraban semanas. Laila se alegraba de ver a Tariq recuperado después de haberlo visto alicaído y malhumorado durante semanas, desde la enfermedad de su padre.

Los tres niños se escabulleron mientras mammy y babi se quedaban viendo partir a los soviéticos. Tariq compró un plato de judías hervidas con espeso chutney de cilantro para cada uno a un vendedor ambulante. Comieron bajo el toldo de una tienda de alfombras cerrada, y luego Hasina se fue en busca de su familia.

En el autobús de vuelta a casa, Tariq y Laila se sentaron detrás de los padres de ella. Mammy iba junto a la ventana, con la mirada fija en el exterior y la fotografía de sus hijos apretada contra el pecho. Junto a ella, babi escuchaba impasible los argumentos de un hombre, según el cual los soviéticos se iban, sí, pero enviarían armas a Nayibulá.

– Es su marioneta. Seguirán con la guerra a través de él, no le quepa duda.

En el otro lado del autobús, alguien se manifestó de acuerdo con lo dicho.

Mammy musitaba para sí largas plegarias, que se alargaban de forma interminable hasta que se quedaba sin aliento y tenía que pronunciar las últimas palabras con un débil y agudo chillido.

Por la tarde, Laila y Tariq fueron al Cinema Park y tuvieron que ver una película soviética doblada al farsi, que resultaba cómica sin pretenderlo. Trataba de un barco mercante y de un primer oficial enamorado de la hija del capitán, llamada Alyona. Se producía una gran tempestad que hacía zozobrar el barco. Uno de los angustiados marineros gritaba algo. Una voz afgana que mantenía una calma absurda, lo traducía como: «Señor mío, ¿sería usted tan amable de pasarme la cuerda?»

Tariq prorrumpió en carcajadas y muy pronto los dos sufrieron un irremediable ataque de risa. Cuando uno se cansaba, el otro soltaba un bufido, y vuelta a empezar. Un hombre sentado dos filas por delante se dio la vuelta y les mandó callar.

Hacia el final había una escena de boda. Finalmente el capitán había acabado cediendo y permitía que Alyona se casara con el primer oficial. Los novios se sonreían. Todos bebían vodka.

– Yo nunca me casaré -susurró Tariq.

– Yo tampoco -dijo Laila tras una breve y nerviosa vacilación. No quería que su voz delatara la decepción que habían supuesto las palabras de Tariq. Con el corazón desbocado, añadió, más decidida esta vez-: Nunca.

– Las bodas son una estupidez.

– Con tanto barullo.

– Y el dinero que cuestan.

– ¿Todo para qué?

– Para ponerse una ropa que nunca más vuelve a llevarse.

– ¡Ja!

– Y si algún día me casara -añadió Tariq-, tendrán que hacer sitio para tres. La novia, yo y el tipo que me apunte a la cabeza con una pistola.

El hombre de la fila de delante volvió a fulminarlo con la mirada.

En la pantalla, Alyona y su marido juntaron los labios.

Al contemplar el beso, Laila se sintió de pronto extrañamente expuesta. Notó con alarmante intensidad los latidos de su corazón, la sangre que se le agolpaba en las sienes, y el cuerpo de Tariq a su lado, tensándose, inmóvil. El beso se prolongaba. De repente a Laila le pareció absolutamente necesario no moverse ni hacer ruido alguno. Percibía que Tariq la estaba observando, con un ojo puesto en el beso y otro en ella, igual que ella lo observaba a él. ¿Escuchaba también el aire que entraba y salía silbando por su nariz, esperando detectar algún cambio sutil, una irregularidad reveladora que delatara sus pensamientos?

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