De camino al estadio Gazi, Mariam iba dando botes en la parte posterior del camión que esquivaba los baches mientras las ruedas lanzaban piedrecillas del pavimento. Con tanto salto, le dolía la rabadilla. Un joven talibán armado viajaba sentado delante de ella, mirándola.
Mariam se preguntó si ese joven de aspecto amigable, ojos brillantes y hundidos y facciones finas, que tamborileaba en el costado del camión con un sucio dedo índice, se ocuparía de hacerlo.
– ¿Tienes hambre, madre? -preguntó el joven.
Mariam negó con la cabeza.
– Tengo un panecillo. Está bueno. Puedes comértelo si tienes hambre. No me importa.
– No. Tashakor, hermano.
Él asintió y la observó con expresión benevolente.
– ¿Tienes miedo, madre?
A Mariam se le formó un nudo en la garganta. Contestó la verdad con voz trémula.
– Sí. Tengo mucho miedo.
– Yo tengo en la cabeza una imagen de mi padre -dijo él-. No lo recuerdo apenas. Sé que trabajaba reparando bicicletas. Pero no recuerdo cómo se movía, ¿entiendes?, cómo se reía o el sonido de su voz. -El joven desvió la mirada y luego volvió a posarla en Mariam-. Mi madre siempre decía que era el hombre más valiente que había conocido. Igual que un león, aseguraba. Pero también me contó que la mañana que los comunistas se lo llevaron, lloraba como un niño. Te lo digo para que veas que es normal estar asustado. No te avergüences por ello, madre.
Mariam lloró un poco por primera vez ese día.
Miles de ojos la taladraban. En las atestadas tribunas descubiertas, todos estiraban el cuello para verla mejor. Hacían chasquear la lengua. Un murmullo recorrió el estadio cuando ayudaron a Mariam a bajar del camión. Ella imaginó el movimiento de las cabezas cuando se anunció su delito por el altavoz, pero no alzó la vista para comprobar si ese gesto expresaba desaprobación o caridad, reproche o piedad. Mariam permaneció ciega a cuanto la rodeaba.
Antes, en su celda, había temido hacer el ridículo, ofrecer un espectáculo patético, llorando y suplicando. Había tenido miedo de que le diera por chillar o vomitar, o incluso orinarse encima. Se había estremecido al pensar que, en sus últimos momentos, podía traicionarla el instinto animal o las necesidades corporales. Pero cuando la hicieron descender del camión, las piernas no se le doblaron. No hizo aspavientos con los brazos. No tuvieron que llevarla a rastras. Y cuando notó que sus fuerzas flaqueaban, pensó en Zalmai, a quien había arrebatado el amor de su vida, de manera que su futuro había quedado marcado por la tristeza de la desaparición de su padre. Entonces el paso de Mariam se afianzó y caminó sin protestar.
Un hombre armado se acercó a ella y le ordenó que se dirigiera a la portería del gol sur. Mariam percibió la tensión de la multitud expectante. No levantó la cabeza. Siguió con la mirada fija en el suelo, en su sombra y en la de su verdugo, que avanzaba detrás de ella.
Aunque había disfrutado de algunos momentos hermosos, Mariam sabía que en general la vida no se había mostrado amable con ella. Pese a ello, mientras recorría los últimos veinte pasos, no pudo contener el anhelo de seguir viviendo. Deseó ver a Laila de nuevo, oír su risa cantarina, sentarse con ella una vez más para tomar chai y comer halwa bajo un cielo estrellado. La entristecía no ver crecer a Aziza, no poder admirar a la hermosa joven en la que se convertiría, no poder pintarle las manos con alheña ni arrojar caramelos noqul el día de su boda. Nunca jugaría con los hijos de Aziza. ¡Cuánto le habría gustado llegar a vieja y jugar con esos niños!
Cuando estuvo cerca del poste, el hombre que avanzaba tras ella le indicó que se detuviera. Mariam obedeció. Por la rejilla del burka, vio la sombra de sus brazos alzando la sombra de su kalashnikov.
Mariam deseaba muchas cosas en aquellos momentos finales. Sin embargo, cuando cerró los ojos, ya no pensó en lamentarse, sino que se sintió invadida por una sensación de paz completa. Recordó las circunstancias de su nacimiento, como hija harami de una vulgar aldeana, un ser no deseado, un lamentable y triste accidente. Una mala hierba. Sin embargo, abandonaba este mundo como una mujer que había amado y había sido correspondida. Lo abandonaba como amiga, compañera y protectora. Como madre. Como una persona importante, al fin. No. No era tan malo, pensó, morir de esa manera. No era tan malo. Era el fin legítimo para una vida de origen ilegítimo.
Los pensamientos finales de Mariam fueron unas palabras del Corán, que musitó para sí.
«Él ha creado el cielo y la tierra con la verdad; Él hace que la noche se cierna sobre el día y que el día venza a la noche; Él ha creado el sol y la luna, supeditados el uno al otro, ambos sucediéndose tras el período que tienen asignado: porque sin duda Él es el Todopoderoso, Él es el que todo lo perdona.»
– Arrodíllate -le ordenó el talibán.
«¡Oh, Señor! Perdóname y apiádate de mí, pues Tú eres Misericordioso.»
– Arrodíllate aquí, hamshira. Y agacha la cabeza.
Mariam obedeció por última vez.
Cuarta Parte
48
Tariq tiene migrañas.
Algunas noches, Laila se despierta y lo encuentra sentado al borde de la cama, meciéndose, con la camiseta por encima de la cabeza. Las migrañas empezaron en Nasir Bag, dice, y empeoraron en prisión. A veces le producen náuseas, le dejan un ojo ciego. Dice que se siente como si le horadaran la sien con un cuchillo de carnicero, lo retorcieran lentamente en el cerebro y luego asomara por el otro lado.
– Cuando empiezan, incluso noto el regusto del metal.
A veces Laila le aplica un paño húmedo en la frente y eso lo alivia un poco. Las pequeñas píldoras blancas que le recetó el médico de Sayid también ayudan. Pese a todo ello, algunas noches Tariq no puede hacer más que sujetarse la cabeza y gemir, con los ojos enrojecidos y moqueando. Cuando él sufre así, Laila se sienta a su lado, le frota la nuca, le toma la mano y nota el frío metal de su alianza.
Se casaron el día de su llegada a Murri. Sayid pareció aliviado cuando Tariq se lo dijo. Le habría incomodado tener que abordar el delicado tema de tener una pareja viviendo en su hotel sin estar casada.
Sayid no es en absoluto como Laila lo había imaginado, rubicundo y con los ojillos como guisantes. Tiene un mostacho canoso que se atusa hasta que los extremos se levantan formando una punta, y largos cabellos grises que se peina hacia atrás. Es un hombre de hablar pausado, cortés, con un lenguaje mesurado y elegantes movimientos.
Fue Sayid quien llamó a un amigo y a un ulema para el nikka, quien se llevó al novio aparte y le dio dinero. Tariq no quería aceptarlo, pero él insistió. Tariq fue entonces al Mall y volvió con dos sencillas alianzas. Se casaron por la noche, cuando los niños ya se habían acostado.
En el espejo, bajo el velo verde que el ulema les echó sobre la cabeza, los ojos de Laila se encontraron con los de Tariq. No hubo lágrimas, ni sonrisas de boda, ni se susurraron juramentos de amor eterno. En silencio, ella contempló su imagen en el espejo, los rostros avejentados, observó las bolsas y arrugas que marcaban aquellas caras flácidas, juveniles en otro tiempo. El novio abrió la boca y se dispuso a decir algo, pero justo entonces alguien apartó el velo y Laila se quedó sin saber qué era ello.
Esa noche, se acostaron como marido y mujer, mientras los niños roncaban en sendos catres, a los pies de su cama. Laila recordaba la facilidad con que, de jóvenes, Tariq y ella llenaban los espacios con palabras, el torrente de frases atropelladas con que siempre se interrumpían mutuamente, la manera de tirarse del cuello de la ropa para dar énfasis a sus argumentos, la risa fácil, la avidez por deleitar al otro. Muchas cosas habían ocurrido desde aquellos días de la infancia, mucho era lo que debían decirse. Pero esa primera noche, la enormidad de todo aquello la dejó sin palabras. Esa noche, le bastó con estar junto a él. Le bastó con saber que estaba allí, notar el calor de su cuerpo, y acostarse a su lado con las cabezas tocándose y la mano derecha de él enlazada con su mano izquierda.