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Un día, estando así tumbadas, mammy dijo:

– Ahmad iba a ser un líder. Tenía carisma. Hombres que le doblaban la edad lo escuchaban con respeto, Laila. Era digno de verse. Y Nur. Oh, mi Nur. Siempre estaba dibujando puentes y edificios. Iba a ser arquitecto, ¿sabes? Iba a transformar Kabul con sus proyectos. Y ahora los dos son shahid, mis dos niños son mártires.

Laila la escuchaba, esperando que se diera cuenta de que ella no se había convertido en un shahid, que estaba viva, allí, tumbada a su lado, que tenía esperanzas y un futuro por delante. Sin embargo, Laila sabía que su futuro no podía rivalizar con el pasado de sus hermanos. La habían eclipsado cuando estaban vivos, y la borrarían por completo en su muerte. Mammy se había convertido en la conservadora del museo de su vida y Laila no era más que una mera visitante, un receptáculo para su mito. El pergamino sobre el que mammy quería escribir su leyenda.

– El mensajero que vino a traernos la noticia dijo que, cuando llevaron a los chicos de vuelta al campamento, Ahmad Sha Massud en persona presidió el funeral y pronunció una plegaria por ellos ante su tumba. Fíjate cómo eran tus jóvenes y valientes hermanos, Laila, que hasta el comandante Massud en persona, el León de Panyshir, que Dios lo bendiga, presidió su funeral.

Mammy se tumbó de espaldas y Laila cambió de postura para descansar la cabeza sobre el pecho de su madre.

– Algunos días -prosiguió mammy con voz ronca-, escucho el tictac del reloj del pasillo. Entonces pienso en todos los segundos y minutos y horas y días y semanas y meses y años que me esperan. Y todos sin mis hijos. Y entonces no puedo respirar, como si alguien me aplastara el corazón con los pies, Laila. Y me siento tan débil que lo único que deseo es tirarme en alguna parte.

– Ojalá pudiera hacer algo -dijo Laila con sinceridad, pero sus palabras sonaron trilladas, superficiales, como el consuelo simbólico de un amable desconocido.

– Eres una buena hija -murmuró mammy tras emitir un hondo suspiro-. Y yo no he sido demasiado buena madre para ti.

– No digas eso.

– Oh, es cierto. Lo sé y lo lamento, cariño mío.

– Mammy?

– Mm.

Laila se sentó y miró a su madre, que ahora tenía mechones grises. Y le sorprendió comprobar lo mucho que había adelgazado, cuando siempre había sido más bien regordeta. Tenía las mejillas hundidas. La blusa le colgaba de los hombros y se le había formado un hueco entre el cuello y la clavícula. En más de una ocasión Laila había visto cómo le resbalaba la alianza en el dedo.

– Quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué?

– Tú no… -empezó.

Laila lo había hablado con Hasina. Por sugerencia de su amiga, ambas habían vaciado el tubo de aspirinas por la alcantarilla, habían escondido los cuchillos de cocina y los pinchos de kebab bajo la alfombra que había debajo del sofá. Hasina había encontrado una cuerda en el patio. Y cuando babi buscó sin éxito sus cuchillas de afeitar, Laila tuvo que confesarle sus temores. Babi se sentó en el borde del sofá con las manos entre las rodillas. Laila esperaba de su padre alguna frase tranquilizadora, pero sólo obtuvo una mirada perpleja y hueca.

– Tú no… Mammy, tengo miedo de que…

– Lo pensé la noche que recibimos la noticia -admitió su madre-. No te mentiré, también lo he pensado otras veces. Pero no. No te preocupes, Laila. Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero ver el día en que los soviéticos vuelvan a su país deshonrados, el día en que los muyahidines entren en Kabul victoriosos. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos.

Mammy se durmió enseguida, dejando a Laila debatiéndose entre emociones contradictorias: tranquilizada porque su madre quería seguir viviendo, pero dolida porque la razón no era ella. Nunca dejaría una huella indeleble, como habían hecho sus hermanos, porque el corazón de su madre era como una playa donde las huellas de Laila se borrarían siempre bajo las olas de su dolor, que crecían y se estrellaban contra la arena, una y otra vez.

21

El taxi se detuvo para dejar que pasara otro largo convoy de jeeps y vehículos blindados soviéticos. Tariq se inclinó hacia el taxista y gritó:

– Payalusta! Payalusta!

Un jeep hizo sonar el claxon y el muchacho lo saludó con un silbido, sonriendo y agitando las manos alegremente.

– ¡Estupendos rifles! -gritó-. ¡Jeeps fabulosos! ¡Magnífico ejército! ¡Qué lástima que os estén ganando unos campesinos con hondas!

Cuando el convoy se alejó, el taxi volvió a incorporarse a la carretera.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Laila.

– Una hora como mucho -respondió el taxista-. Salvo que encontremos más convoyes o puestos de control.

Laila, babi y Tariq habían salido de excursión. Hasina también habría querido ir, y de hecho se lo había rogado a su padre, pero él se había negado. La idea había sido de babi. Aunque con su sueldo difícilmente podía permitírselo, había alquilado un taxi para todo el día. No quiso decirle a Laila cuál era su destino, salvo que contribuiría a su educación.

Estaban en la carretera desde las cinco de la mañana. A través de la ventanilla de Laila, el paisaje cambiaba de los picos nevados a los desiertos, los cañones y las formaciones rocosas abrasadas por el sol. A lo largo del camino, encontraron casas de adobe con techo de paja y campos en los que se esparcían las balas de trigo segado. Aquí y allá, en medio de labrantíos polvorientos, Laila reconoció las negras tiendas de los nómadas kuchi. Y con frecuencia aparecían también los armazones calcinados de tanques soviéticos y helicópteros derribados. Aquél, pensó, era el Afganistán de Ahmad y Nur. En las provincias era, al fin y al cabo, donde se libraba la guerra; no en Kabul, donde reinaba una paz relativa. De no ser por las ocasionales ráfagas de disparos, los soldados soviéticos que fumaban en las aceras y los jeeps soviéticos que recorrían las calles, en Kabul la guerra no habría parecido más que un rumor.

Ya era casi mediodía cuando llegaron a un valle después de superar otros dos controles. Babi pidió a Laila que se inclinara para ver una serie de muros rojos de aspecto antiguo que se alzaban a lo lejos.

– Eso es Shahr-e-Zohak. La Ciudad Roja. Antes era una fortaleza. La construyeron hace unos novecientos años para defender el valle de los invasores. El nieto de Gengis Kan la atacó en el siglo XIII, pero lograron acabar con él. Tuvo que ser Gengis Kan en persona quien la destruyera.

– Y ésa, mis jóvenes amigos, es la historia de nuestro país: una invasión tras otra -intervino el taxista, echando la ceniza del cigarrillo por la ventanilla-. Macedonios, sasánidas, árabes, mongoles. Y ahora, los soviéticos. Pero nosotros somos como esas murallas, maltrechas y no demasiado bonitas, pero seguimos en pie. ¿No es cierto, badar?

– Cierto -convino babi.

Media hora más tarde, el taxista aparcó el vehículo.

– Vamos, salid -indicó babi-. Venid a echar un vistazo.

Los dos niños bajaron del coche.

– Ahí están. Mirad -dijo babi, señalando.

Tariq dejó escapar un grito ahogado. Laila también, y supo entonces que no volvería a ver cosa igual aunque viviera cien años.

Los dos budas eran enormes, y alcanzaban una altura mucho mayor de lo que ella había imaginado por las fotos. Tallados en una pared rocosa blanqueada por el sol, los contemplaban desde lo alto tal como habían contemplado las caravanas que atravesaban el valle siguiendo la Ruta de la Seda, casi dos mil años antes. A ambos lados de las estatuas, en toda la extensión del nicho se abrían multitud de cuevas en la pared rocosa.

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