¿Y cómo sería besarlo a él, que el vello que tenía sobre el labio le hiciera cosquillas?
Entonces Tariq se agitó en su asiento.
– ¿Sabías que si lanzas mocos al aire en Siberia, se convierten en carámbanos verdes antes de tocar el suelo? -dijo con voz tensa.
Los dos se echaron a reír, pero fue una risa corta, nerviosa. Cuando terminó la película y salieron a la calle, a ella le alivió ver que había oscurecido y que no tendría que mirar a Tariq a los ojos a la luz del día.
23
Abril de 1992
Transcurrieron tres años.
Durante ese tiempo, el padre de Tariq sufrió varios ataques al corazón. Como consecuencia, la mano izquierda le quedó un poco torpe y tenía dificultades para hablar. Cuando se ponía nervioso, cosa que ocurría con frecuencia, aún le costaba más.
Al crecer, Tariq tuvo que cambiarse la pierna ortopédica. Se la proporcionó la Cruz Roja, aunque tuvo que esperar seis meses.
Tal como Hasina temía, su familia se la llevó a Lahore y la obligó a casarse con el primo que era dueño de una tienda de coches. La mañana en que emprendieron el viaje, Laila y Giti fueron a su casa para despedirse de ella. Hasina les contó que su futuro marido había iniciado ya los trámites para emigrar a Alemania, donde vivían sus hermanos. Ella creía que no tardarían más de un año en instalarse en Frankfurt. Las tres amigas se abrazaron y lloraron juntas. Giti estaba desconsolada. La última vez que Laila vio a Hasina, su padre la ayudaba a acomodarse en el atestado asiento de un taxi.
La Unión Soviética se desmoronaba con asombrosa rapidez. Laila tenía la impresión de que cada semana babi volvía a casa con la noticia de que una nueva república se había declarado independiente: Lituania, Estonia, Ucrania. En el Kremlin ya no ondeaba la bandera soviética. Había nacido la Federación Rusa.
En Kabul, Nayibulá cambió de táctica y trató de presentarse como un musulmán devoto.
– Demasiado tarde -dijo babi-. No se puede ser jefe de la KHAD un día, y al siguiente ir a rezar a una mezquita con los familiares de aquellos a quienes has torturado y asesinado.
Viendo que se estrechaba el cerco sobre Kabul, Nayibulá trató de llegar a un acuerdo con los muyahidines, pero éstos lo rechazaron.
Desde su cama, mammy dijo: «Me alegro mucho.» Esperaba que llegaran los muyahidines y desfilaran por las calles de Kabul. Esperaba la caída de los enemigos de sus hijos.
Finalmente, la caída llegó. Fue en abril de 1992, el año en que Laila cumplió los catorce.
Nayibulá se rindió por fin y buscó refugio en la sede de las Naciones Unidas cercana al palacio Darulaman, al sur de la ciudad.
La yihad había terminado. Los diversos regímenes comunistas que habían detentado el poder desde el nacimiento de Laila habían sido derrotados. Los héroes de mammy, los camaradas de armas de Ahmad y Nur, habían ganado. Y después de más de una década de sacrificarlo todo, de separarse de las familias para vivir en las montañas y luchar por la soberanía de Afganistán, los muyahidines volvían a Kabul, cansados de mil batallas.
Mammy sabía todos sus nombres.
Dostum, el extravagante comandante uzbeko, líder de la facción Yunbish-i-Milli, que tenía fama de cambiar fácilmente de aliados. El apasionado y adusto Gulbuddin Hekmatyar, líder de la facción Hezb-e-Islami, un pastún que había estudiado ingeniería y que en una ocasión había matado a un estudiante maoísta. Rabbani, el líder tayiko de la facción Yamiat-e-Islami, que enseñaba islam en la Universidad de Kabul en la época de la monarquía. Sayyaf, un corpulento pastún de Pagman con parientes árabes, líder de la facción Ittehad-i-Islami. Abdul Ali Mazarí, líder de la facción Hizb-e-Wahdat, conocido como Baba Mazarí entre sus compatriotas hazaras, con estrechos vínculos con chiíes de Irán.
Y, por supuesto, estaba el héroe de mammy, el aliado de Rabbani, el reflexivo y carismático comandante tayiko Ahmad Sha Massud, el León de Panyshir, cuya imagen aparecía en un póster que la madre de Laila había colgado en su dormitorio. El rostro apuesto y pensativo de Massud, con una ceja levantada y el característico pakol ladeado, se haría omnipresente en Kabul. Sus conmovedores ojos negros devolvían la mirada desde vallas publicitarias, paredes, escaparates y banderitas sujetas a las antenas de los taxis.
Para mammy, aquél era el día que tanto había anhelado y que convertía sus sueños en realidad.
Por fin habían terminado los años de espera: sus hijos ya podrían descansar en paz.
El día después de la rendición de Nayibulá, mammy se levantó convertida en una mujer nueva. Por primera vez en los cinco años transcurridos desde que Ahmad y Nur habían muerto como shahid, no se vistió de negro, sino que se puso un vestido de lino azul cobalto con lunares blancos. Limpió las ventanas, barrió el suelo, aireó la casa y se dio un buen baño. Su voz tenía un estridente tono de alegría.
– Hay que celebrarlo -anunció. Y envió a Laila a invitar a los vecinos-. ¡Diles que mañana daremos un gran festín!
En la cocina, mammy miró
alrededor con los brazos en jarras.
– ¿Qué has hecho con mi cocina, Laila? -preguntó con afable tono de reproche-. Lo has cambiado todo de sitio.
Empezó a mover cacharros con grandes aspavientos, como si reclamara nuevamente la posesión de su territorio. Laila se mantuvo a cierta distancia. Era lo mejor. Mammy podía resultar tan avasalladora en sus arranques de euforia como en sus ataques de ira. Con inquietante energía, la mujer se dispuso a preparar la comida: sopa aush con judías blancas y eneldo, kofta, mantu humeante macerado en yogur espolvoreado con menta.
– Te has depilado las cejas -observó mammy, mientras abría un gran saco de arroz que había junto a la encimera.
– Sólo un poco.
La madre de Laila midió arroz del saco y lo puso en una olla negra llena de agua. Se arremangó y empezó a removerlo.
– ¿Cómo está Tariq?
– Su padre ha estado muy enfermo -contestó la hija.
– ¿Qué edad tiene ya?
– No lo sé. Sesenta y tantos, supongo.
– Me refiero a Tariq.
– Ah. Dieciséis.
– Es un niño muy agradable, ¿verdad?
Laila se encogió de hombros.
– Aunque ya no es tan niño, ¿no? Dieciséis. Casi un hombre, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir con eso, mammy?
– Nada, nada -contestó ella, sonriendo inocentemente-. Sólo pensaba que… Ah, tonterías. Será mejor que me lo calle.
– Pero si estás deseando decirlo -soltó la muchacha, irritada por la retorcida acusación que adivinaba.
– Bueno. -Cruzó las manos sobre el borde de la olla. A Laila le pareció que la forma en que decía «bueno» y cruzaba las manos era muy poco natural, casi ensayada. Mucho se temía que le caería un buen sermón-. Una cosa es que jugarais juntos de pequeños. No había nada malo en eso. Resultaba enternecedor. Pero ahora… Veo que ya llevas sujetador, hija.
A Laila el comentario la pilló desprevenida.
– La verdad es que podrías habérmelo contado. No lo sabía. Me decepciona que no me lo hayas dicho. -Percibiendo cierta ventaja, mammy siguió adelante, lanzada-. De todas formas, no se trata de mí ni del sujetador, sino de Tariq y tú. Es un chico, ¿entiendes?, y como tal no tiene que preocuparse por su reputación. Pero ¿y tú? La reputación de una mujer, sobre todo si es tan guapa como tú, es un asunto muy delicado, Laila. Es como tener un pájaro entre las manos. Si aflojas un poco, echa a volar.
– ¿Y qué me dices de cuando tú saltabas la tapia y te escondías en el huerto con bab?-replicó la muchacha, complacida por su rápida reacción.
– Nosotros éramos primos. Y luego nos casamos. ¿Ha pedido tu mano Tariq?
– Es un amigo. Un rafiq. Nada más -declaró Laila, poniéndose a la defensiva pero sin mucha convicción-. Para mí es como un hermano -añadió. Antes incluso de que la expresión de su madre se ensombreciera, comprendió su error.