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Un domingo de septiembre, Laila está acostando a Zalmai, que tiene un resfriado, para que haga la siesta, cuando Tariq irrumpe en el búngalo.
– ¿Te has enterado? -dice, un poco jadeante-. Lo han matado. A Ahmad Sha Massud. Está muerto.
– ¿Qué?
Tariq le cuenta lo que sabe desde el umbral.
– Dicen que concedió una entrevista a dos periodistas que afirmaban ser belgas oriundos de Marruecos. Mientras hablaban, detonaron una bomba que llevaban oculta en la cámara. El artefacto mató a Massud y a uno de los periodistas. Al otro le dispararon cuando trataba de huir. Por lo visto los periodistas eran hombres de Al Qaeda.
Laila piensa en el póster que su madre había colgado en la pared de su dormitorio. En él aparecía Massud inclinado hacia delante, enarcando una ceja y con expresión concentrada, como si escuchara a alguien respetuosamente. Recuerda lo agradecida que estaba su madre porque Massud había rezado una oración junto a la tumba de sus hijos, y cómo se lo había contado a todo el mundo. Incluso después de que estallara la guerra entre la facción de Massud y las otras, su madre se había negado a censurarlo. «Es un buen hombre -decía-. Sólo busca la paz. Quiere reconstruir Afganistán. Pero los demás no lo dejan. Simplemente no quieren que lo haga.» Para su madre, incluso al final, incluso después de que todo se hubiera ido al traste y Kabul estuviera en ruinas, Massud seguía siendo el León de Panyshir.
Ella no es tan indulgente. El violento fin de Massud no le causa alegría, pero recuerda demasiado bien los barrios arrasados, los cadáveres que se sacaban de debajo de los escombros, las manos y los pies infantiles que se encontraban en las azoteas o las ramas altas de algún árbol días después del funeral. Evoca con excesiva claridad la expresión de su madre momentos antes de que cayera el cohete, y por mucho que ha tratado de olvidarlo, recuerda el torso decapitado de su padre aterrizando cerca de ella, con el puente estampado en su camiseta asomando por entre la densa humareda y la sangre.
– Se le va a hacer un funeral -dice Tariq-. Estoy convencido. Seguramente en Rawalpindi. Será digno de verse.
Zalmai, que casi se había dormido, se incorpora, frotándose los ojos con los puños.
Dos días más tarde, están limpiando una habitación cuando oyen un gran alboroto. Tariq deja caer la fregona y sale corriendo. Laila lo sigue.
El ruido procede del vestíbulo del hotel. A la derecha de la recepción hay un salón con varias sillas y dos sofás tapizados de ante beige. En el rincón se encuentra un televisor, frente a los sofás, y Sayid, el portero y varios huéspedes se han congregado en torno a él.
Laila y Tariq se abren paso.
Han sintonizado la BBC. En la pantalla aparece un edificio, una torre, de cuyas plantas superiores se eleva una enorme columna de humo negro. Tariq dice algo a Sayid, y mientras éste le responde, por la esquina de la pantalla surge un avión que se estrella contra la torre contigua y estalla en una bola de fuego que empequeñece cualquier otra que Laila haya podido ver. De la multitud apiñada en el vestíbulo surge un grito colectivo.
En menos de dos horas las dos torres se desploman.
Pronto todas las cadenas de televisión hablan sobre Afganistán, los talibanes y Osama bin Laden.
***
– ¿Has oído lo que decían los talibanes sobre Bin Laden? -pregunta Tariq.
Aziza está sentada en la cama frente a él, observando el tablero con aire pensativo. Tariq le ha enseñado a jugar al ajedrez. La pequeña frunce el ceño y se da golpecitos en el labio inferior, imitando el lenguaje corporal de su padre cuando está decidiendo su siguiente movimiento.
Zalmai se encuentra un poco mejor del resfriado. Duerme, y Laila le frota el pecho con Vicks.
– Lo he oído -asiente.
Los talibanes han anunciado que no entregarán a Bin Laden porque es un mehman, un huésped, al que han dado refugio en Afganistán, y que va en contra del código ético Pashtunwali entregar a un huésped. Tariq ríe amargamente y Laila comprende que le repugna que tergiversen así una honorable tradición pastún, que falseen de tal forma las costumbres de su pueblo.
Unos cuantos días después del ataque, Laila y Tariq están de nuevo en el vestíbulo del hotel. En la pantalla del televisor, habla George W. Bush. A su espalda hay una gran bandera americana. En cierto momento, se le quiebra la voz y Laila cree que va a echarse a llorar.
Sayid, que sabe inglés, les explica que Bush acaba de declarar la guerra.
– ¿Contra quién? -pregunta Tariq.
– Contra tu país, para empezar.
– Puede que no sea tan malo -dice él.
Acaban de hacer el amor. Tariq está tumbado junto a ella con la cabeza apoyada en su pecho y el brazo rodeándole el vientre. Las primeras veces que lo intentaban, tenían problemas. Él no hacía más que disculparse y Laila no hacía más que tranquilizarlo. Aún tienen problemas, pero no son físicos, sino logísticos. La casita que comparten con los niños es pequeña. Los pequeños duermen en catres, justo al lado, de modo que el matrimonio no disfruta de mucha intimidad. La mayoría de las veces, Laila y Tariq hacen el amor en silencio, con pasión muda, controlada, completamente vestidos bajo la manta por si los interrumpen los niños. Siempre se preocupan por el ruido de las sábanas y el crujido de los muelles. Pero ella sobrelleva de buen grado todos esos temores, con tal de estar junto a Tariq. Cuando hacen el amor, Laila se siente apoyada, protegida. Se disipan sus temores de que esa nueva vida sea sólo una bendición temporal, de que pronto se haga nuevamente pedazos. Desaparece el miedo a la separación.
– ¿A qué te refieres? -pregunta.
– A lo que ocurre en Afganistán. Tal vez no resulte tan malo, después de todo.
En su tierra vuelven a caer las bombas, esta vez americanas. Todos los días Laila ve imágenes de guerra en la televisión, mientras cambia las sábanas y pasa la aspiradora. Los americanos han armado a los cabecillas militares una vez más y han conseguido ayuda de la OTAN para expulsar a los talibanes y encontrar a Bin Laden.
Pero las palabras de Tariq hieren a Laila, y le aparta la cabeza del pecho bruscamente.
– ¿Que no será tan malo? ¿La muerte de mujeres, niños y ancianos? ¿La destrucción de sus hogares, de nuevo? ¿Que no será tan malo?
– Shhh. Despertarás a los niños.
– ¿Cómo puedes decir eso después del supuesto error de Karam? -le espeta ella-. ¡Un centenar de inocentes! ¡Tú mismo viste los cadáveres!
– No -aduce Tariq. Se incorpora, apoyándose en un codo, y mira a Laila-. Me has entendido mal. Lo que quería decir…
– Tú no sabes lo que es -insiste Laila. Se percata de que está alzando la voz, de que están teniendo su primera riña conyugal-. Tú te fuiste cuando los muyahidines empezaron a luchar entre ellos, ¿recuerdas? Yo me quedé. Yo conozco la guerra. Perdí a mis padres por culpa de la guerra. Mis padres, Tariq. ¿Y ahora tengo que oírte decir que la guerra no es tan mala?
– Lo siento, Laila. Lo siento. -Tariq le toma la cara entre las manos-. Tienes razón. Perdóname. Lo que quería decir es que al final de la guerra quizá haya una esperanza, que quizá por primera vez en mucho tiempo…
– No quiero seguir hablando de esto -lo interrumpe Laila, sorprendida por cómo ha arremetido contra su marido.
Sabe que no ha sido justa con él -¿acaso la guerra no se llevó también a sus padres?-, y su encendida reacción empieza ya a apagarse. Tariq sigue hablando dulcemente, y cuando intenta atraerla hacia sí, ella se lo permite. Tariq le besa la mano y luego la frente, sin hallar resistencia. Laila sabe que seguramente tiene razón. Sabe a qué se refería. Tal vez todo esto sea necesario. Tal vez sea cierto que habrá una esperanza cuando las bombas de Bush dejen de caer. Pero no puede decirlo en voz alta, porque la tragedia de sus padres se está repitiendo para otras personas en Afganistán, porque algún niño desprevenido que volvía a casa acaba de quedarse huérfano por culpa de un misil, igual que le ocurrió a ella. No, Laila no puede expresarlo en voz alta. Es difícil alegrarse de eso. Le parece hipócrita, perverso.