Era por su forma de hacerlo, como si representara un papel. Era su intento, astuto y patético a la vez, de impresionar a la muchacha, de cautivarla.
Y de repente Mariam comprendió que sus sospechas eran ciertas. Comprendió, con un miedo que la asaltó como un terrible y doloroso mazazo, que estaba presenciando nada más y nada menos que un cortejo.
Cuando por fin se armó de valor, Mariam fue a ver a Rashid a su habitación.
– ¿Y por qué no? -preguntó él, encendiendo un cigarrillo.
Entonces comprendió que estaba derrotada de antemano. Había albergado una leve esperanza de que Rashid lo negara todo, que fingiera sorpresa, quizá indignación incluso, por lo que ella daba a entender. Entonces quizá habría tenido cierta ventaja. Tal vez habría podido hacer que se avergonzara. Pero al ver que él lo admitía tranquilamente, con total naturalidad, Mariam se quedó desarmada.
– Siéntate -le ordenó. Estaba tumbado en su cama, con la espalda apoyada en la pared y las largas piernas extendidas sobre el colchón-. Siéntate antes de que te desmayes y te partas la crisma.
Ella se dejó caer en la silla plegable que había junto al lecho.
– Pásame el cenicero, anda.
Mariam se lo pasó obedientemente.
El hombre debía de tener ya sesenta años o más, aunque Mariam no sabía su edad exacta, y de hecho el propio Rashid tampoco. Tenía el pelo blanco, pero tan espeso e hirsuto como siempre. Sus párpados eran flácidos, y también la piel del cuello, que estaba arrugada y curtida. Las mejillas le colgaban un poco más que antes. Por la mañana, caminaba un poco encorvado. Pese a todo ello, conservaba los hombros fornidos, el torso corpulento, las manos fuertes y el vientre abultado que entraba en la habitación antes que cualquier otra parte de su cuerpo.
En conjunto, Mariam pensaba que los años lo habían tratado bastante mejor que a ella.
– Tenemos que legitimar esta situación -declaró Rashid, colocando el cenicero en equilibrio sobre su vientre. Sus labios se fruncieron en un pícaro mohín-. La gente empezará a rumorean No es decente que una mujer joven y soltera viva aquí. Mi reputación se resentiría. Por no mencionar la de ella y la tuya, claro.
– En dieciocho años nunca te he pedido nada -dijo Mariam-. Nada en absoluto. Pero lo hago ahora.
Rashid dio una chupada al cigarrillo y exhaló el humo lentamente.
– No puede quedarse aquí tal cual, si es eso lo que sugieres. No puedo seguir alimentándola y proporcionándole ropa y cama. Yo no soy la Cruz Roja, Mariam.
– Pero ¿lo otro?
– ¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Crees que es demasiado joven? Tiene catorce años. Ya no es una niña. Tú tenías quince, ¿recuerdas? Mi madre tenía catorce años cuando me tuvo a mí. Trece cuando se casó.
– Yo… yo no quiero -insistió Mariam, aturdida por el desprecio y la impotencia.
– La decisión no es tuya, sino mía y de la chica.
– Soy demasiado vieja.
– Ella es demasiado joven, tú eres demasiado vieja. Sólo dices tonterías.
– Soy demasiado vieja. Demasiado vieja para que me hagas esto -continuó Mariam, estrujándose el vestido con los puños con tanta fuerza que las manos le temblaban-. Para que después de tantos años me conviertas en una ambag.
– No te pongas melodramática. Es algo corriente y tú lo sabes. Amigos míos tienen dos, tres, cuatro esposas. Tu propio padre tenía tres. Además, lo que hago ahora, la mayoría de los hombres que conozco lo habría hecho hace tiempo, y tú lo sabes de sobra.
– No lo permitiré.
Rashid sonrió tristemente.
– Hay otra salida -dijo, rascándose la planta de un pie con el calloso talón del otro-. Puede marcharse. No se lo impediré. Pero sospecho que no llegaría muy lejos sin comida, sin agua y sin una rupia en el bolsillo, con balas y misiles silbando por todas partes. ¿Cuántos días crees que tardarían en secuestrarla, violarla o arrojarla a una cuneta degollada? ¿O las tres cosas?
Rashid tosió y se arregló la almohada detrás de la espalda.
– Las carreteras son peligrosas, Mariam, sé lo que me digo. Hay bandidos y hombres sanguinarios en cada recodo. No me gustaría estar en su pellejo. Pero pongamos que milagrosamente consigue llegar a Peshawar. ¿Qué haría allí? ¿Tienes idea de cómo son los campos de refugiados?
Miró a Mariam desde detrás de una columna de humo.
– La gente vive bajo pedazos de cartón. Hay tuberculosis, disentería, hambre, crímenes. Y eso antes del invierno. Luego llegará la estación del frío helador. Empezará la neumonía y se quedarán helados como carámbanos. Esos campos se convierten en cementerios helados.
»Por supuesto -añadió, haciendo un pícaro ademán con la mano-, podría calentarse en uno de los burdeles de Peshawar. Un negocio floreciente ahora mismo, según he oído decir. Una belleza como ella no tardaría en ganar una pequeña fortuna, ¿no crees?
Rashid dejó el cenicero sobre la mesita de noche y puso los pies en el suelo.
– Mira -añadió, empleando el tono conciliatorio que sólo pueden permitirse los vencedores-, sabía que no te lo tomarías bien. Y en realidad no me extraña. Pero es lo mejor para todos. Ya lo verás. Míralo de esta forma: tú tendrás ayuda con la casa y ella conseguirá un refugio seguro, una casa y un marido. En los tiempos que corren, una mujer necesita un marido. ¿No has visto todas esas viudas que duermen en la calle? Matarían por una oportunidad como ésta. De hecho, esto es… Bueno, creo que estoy siendo muy caritativo. -Sonrió-. Desde mi punto de vista, me merezco una medalla.
Más tarde, Mariam se lo dijo a la chica en la oscuridad de su cuarto.
Ella permaneció en silencio un buen rato.
– Quiere que le des una respuesta por la mañana -dijo la esposa.
– Puedes dársela ahora mismo -dijo la muchacha-. Dile que acepto.
30
Laila
Al día siguiente, Laila se quedó en la cama. Estaba debajo de las mantas por la mañana cuando Rashid asomó la cabeza y anunció que se iba al barbero. No se había levantado cuando él regresó a última hora de la tarde y le mostró el corte de pelo, el traje nuevo de segunda mano, azul a rayas de color crema, y la alianza que le había comprado.
Se sentó en el lecho junto a ella y con grandes aspavientos desató la cinta, abrió el estuche y sacó el anillo con movimientos delicados. Como quien no quiere la cosa, dejó escapar que lo había cambiado por la vieja alianza de boda de Mariam.
– A ella no le importa, en serio. Ni siquiera se dará cuenta.
Laila se acurrucó en el otro lado de la cama. Oía el siseo de la plancha abajo.
– Ya no se lo ponía nunca -insistió Rashid.
– No lo quiero -murmuró Laila débilmente-. Así no. Tienes que devolverlo.
– ¿Devolverlo? -Una sombra de impaciencia cruzó su rostro. Sonrió-. Y he tenido que poner dinero, un buen pellizco, por cierto. Este anillo es mejor, de veintidós quilates. ¿Ves cuánto pesa? Toma, míralo tú. ¿No? -Cerró el estuche-. ¿Y qué me dices de unas flores? Eso sería bonito. ¿Te gustan las flores? ¿Tienes alguna predilección? ¿Margaritas? ¿Tulipanes? ¿Lilas? ¿Flores no? ¡Bueno! Yo tampoco veo para qué. Sólo pensaba que… Bien, conozco a un sastre aquí en Dé Mazang. He pensado que podríamos ir a verlo mañana para que te haga el vestido.
Ella negó con la cabeza.
Rashid enarcó las cejas.
– Preferiría que… -empezó Laila.
Él puso una mano sobre su cuello. La muchacha esbozó una mueca y fue incapaz de reprimir un respingo. El tacto de aquella mano era como el de un viejo suéter de lana rasposa sobre piel desnuda.
– ¿Sí?
– Preferiría que lo hiciéramos cuanto antes.
Rashid abrió la boca y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes amarillentos.
– Qué ansiosa -comentó.
Antes de la visita de Abdul Sharif, Laila había decidido irse a Pakistán. Incluso después de recibir la noticia de la que Sharif era portador, podría haberse marchado a algún lugar lejos de Kabul, haber abandonado aquella ciudad en la que cada esquina era una trampa, en la que todos los callejones ocultaban un fantasma que saltaba sobre ella como un muñeco de resorte. Podría haber corrido el riesgo.