Espero que no pienses que pretendo comprar tu perdón, porque sé bien que tu perdón no puede comprarse. Simplemente te hago entrega, aunque sea con retraso, de lo que siempre te ha pertenecido por ley. No fui un buen padre para ti en vida. Tal vez pueda serlo tras mi muerte.
Ah, la muerte. No te cansaré con detalles, pero mi momento está ya muy cerca. Tengo el corazón débil, dicen los médicos. Una forma adecuada de morir, creo, para un hombre débil.
Mariam yo, me atrevo, me atrevo a esperar que, después de haber leído esto, serás más caritativa conmigo de lo que yo he sido contigo. Que se te ablandará el corazón y vendrás a ver a tu padre. Que llamarás a mi puerta un día y me concederás la oportunidad de abrirte esta vez, de darte la bienvenida, de abrazarte, hija mía, como debería haber hecho ese día, hace tantos años. Es una esperanza tan débil como mi corazón. Soy consciente. Pero seguiré esperando. Esperaré oír tu llamada. Mantendré la esperanza.
Que Alá te conceda una vida larga y próspera, hija mía. Que Alá te conceda muchos hijos saludables y hermosos. Que encuentres la felicidad, la paz y la aceptación que yo no te ofrecí. Te dejo en las manos amantes de Alá.
Tu indigno padre,
Yalil
Esa noche, cuando regresan al hotel, después de que los niños hayan jugado un rato y se hayan acostado, Laila le habla de la carta a Tariq. Le muestra el dinero de la bolsa de arpillera. Cuando se echa a llorar, su esposo la besa en la cara y la estrecha entre sus brazos.
51
Abril de 2003
La sequía ha llegado a su fin. Nevó por fin el invierno pasado, y la nieve llegaba hasta la rodilla. Y ahora lleva varios días lloviendo. El río Kabul de nuevo lleva agua. Las crecidas primaverales han barrido Ciudad Titanic.
Ahora las calles están embarradas. Los zapatos rechinan. Los coches se quedan atascados. Los burros avanzan trabajosamente con su carga de manzanas, salpicando barro al pisar los charcos. Pero nadie se queja del lodo, ni se lamenta de la desaparición de Ciudad Titanic. «Necesitamos que Kabul vuelva a ser verde», dice la gente.
Ayer, Laila vio a los niños jugando a pesar del aguacero, saltando en los charcos del patio, bajo el cielo plomizo. Los miraba desde la ventana de la cocina de la pequeña casa de dos habitaciones que han alquilado en Dé Mazang. En el patio crecen un granado y arbustos de eglantina. Tariq ha encalado los muros y ha construido un columpio y un tobogán para los niños, y un pequeño cercado para la nueva cabra de Zalmai. Laila se fijó en las gotas que se deslizaban por el cuero cabelludo de su hijo: ha querido afeitarse la cabeza, igual que Tariq, que ahora se encarga de rezar las oraciones Babalu con él. La lluvia empapaba los largos cabellos de Aziza, convirtiéndolos en tirabuzones mojados que salpicaban a su hermano cuando ella movía la cabeza.
Zalmai está a punto de cumplir seis años. La niña tiene diez: celebraron su cumpleaños la semana pasada. La llevaron al Cinema Park, donde por fin se proyectó Titanic abiertamente para el público de Kabul.
– Vamos, niños, o llegaremos tarde -grita Laila, mientras mete el almuerzo de sus hijos en una bolsa de papel.
Son las ocho de la mañana. Laila se ha levantado a las cinco. Como siempre, Aziza la ha despertado para el namaz. Ella sabe que las oraciones son una manera de recordar a Mariam, es la forma que tiene la pequeña de mantener el recuerdo de su jala, antes de que el tiempo todo lo borre, antes de que la arranque del jardín de su memoria, como si se tratara de un hierbajo.
Después del namaz., Laila ha vuelto a acostarse, y estaba profundamente dormida cuando se ha ido Tariq, aunque recuerda vagamente que le ha dado un beso en la mejilla. Él ha encontrado trabajo en una ONG francesa que proporciona prótesis a gente que ha perdido alguna extremidad por culpa de las minas antipersona.
Zalmai entra corriendo en la cocina detrás de Aziza.
– ¿Lleváis los cuadernos? ¿Los lápices? ¿Los libros?
– Sí, aquí dentro -asegura la niña, mostrando la mochila. Una vez más, Laila comprueba que ya no tartamudea tanto.
– Pues vamos.
Laila sale de casa con sus hijos y cierra la puerta. La mañana es fría, pero hoy no llueve. El cielo está despejado y no hay nubes en el horizonte. Los tres se dirigen a la parada del autobús cogidos de la mano. Las calles son ya un hervidero, con un intenso tráfico de rickshaws, taxis, camiones de las Naciones Unidas, autobuses y jeeps de la ISAF. Los comerciantes abren las puertas de sus negocios con ojos somnolientos. Tras las pilas de chicles y paquetes de cigarrillos están sentados ya los vendedores ambulantes. Ya las viudas ocupan sus esquinas para pedir limosna.
A Laila le resulta extraño vivir de nuevo en Kabul. La ciudad ha cambiado. Ahora ve todos los días a gente que planta árboles o pinta casas viejas, y a otros que acarrean ladrillos para levantar nuevos hogares. Se cavan pozos y alcantarillas. En los alféizares de las ventanas hay flores plantadas en casquillos de antiguos misiles muyahidines; flores misil, las llaman en Kabul. Hace poco, Tariq llevó a toda la familia a los jardines de Babur, que se están arreglando. Por primera vez en años, Laila oye música en las esquinas de la capital, rubabs y tablas, dutars, armonios y tamburas, y las viejas canciones de Ahmad Zahir.
La mujer desearía que sus padres estuvieran vivos para ver estos cambios. Pero el arrepentimiento de Kabul llega demasiado tarde, como la carta de Yalil.
Laila y los niños están a punto de cruzar la calle en dirección a la parada de autobús, cuando de repente un Land Cruiser negro con los cristales ahumados pasa por delante a toda velocidad. El coche da un volantazo y la esquiva por muy poco, pero salpica a los niños de agua sucia. Con el corazón en un puño, la madre tira bruscamente de los niños para que suban a la acera.
Laila siente como una herida en el corazón que se haya permitido volver a Kabul a los cabecillas militares, que los asesinos de sus padres vivan en casas lujosas con jardines tapiados, que los hayan nombrado ministros de esto y de lo otro, que viajen impunemente en vehículos blindados por los barrios que ellos mismos arrasaron. Es una puñalada.
Pero Laila ha decidido que no se dejará llevar por el resentimiento. Mariam no lo querría. «¿Para qué? -habría dicho, con una sonrisa inocente y sabia a la vez-. ¿De qué sirve, Laila yo?» Así pues, se ha resignado a seguir adelante por su propio bien, por el bien de Tariq y el de los niños. Y por Mariam, que sigue visitándola en sueños, que nunca se aleja demasiado de sus pensamientos. Ella sigue adelante. Porque sabe que no puede hacer otra cosa. Eso y tener esperanza.
Zaman se encuentra en la línea de tiros libres con las rodillas flexionadas, haciendo botar una pelota de baloncesto. Está entrenando a un grupo de chicos que llevan camisetas iguales y forman un semicírculo en la cancha. Divisa a Laila, sujeta la pelota bajo el brazo y saluda con la mano. Les dice algo a los chicos, que saludan a su vez, gritando: «Salam moalim sahib!» Laila les devuelve el gesto.
El patio del orfanato tiene ahora una hilera de manzanos jóvenes plantados a lo largo del muro que da al este. Laila proyecta plantar otra fila a lo largo de la pared que da al sur en cuanto la hayan reconstruido. Hay columpios nuevos y estructuras de barras para jugar.
Laila vuelve a entrar en el edificio por la puerta mosquitera.
Han pintado el orfanato, tanto las paredes de dentro como la fachada. Tariq y Zaman han reparado todas las goteras, han enyesado los muros, han puesto cristales en las ventanas y han alfombrado las habitaciones donde duermen y juegan los niños. El invierno pasado, Laila compró unas cuantas camas para los dormitorios infantiles, y también almohadas, y mantas de lana. Además hizo que instalaran estufas de hierro forjado.