Fue Rashid quien tuvo la idea de ir al hammam. Mariam no había estado nunca en unos baños, pero él le aseguró que no había nada mejor que salir del agua y respirar la primera bocanada de aire fresco, notando aún el calor que desprendía el cuerpo.
En el hammam de mujeres, las figuras se movían en medio del vapor alrededor de Mariam, y ella vislumbraba una cadera aquí y el contorno de un hombro allá. Los chillidos de las jovencitas, los gruñidos de las viejas y el sonido del agua resonaban entre las paredes, mientras se frotaban la espalda y se enjabonaban los cabellos. Mariam se sentó en el rincón más alejado, sola, y se frotó los talones con piedra pómez, aislada por una cortina de vapor de las figuras que pasaban cerca.
Hasta que vio la sangre y empezó a chillar.
Oyó el sonido de pisadas sobre las losas húmedas. Vio rostros que la escudriñaban entre el vapor y oyó chasquidos de lengua.
Esa noche, en la cama, Fariba le contó a su marido que, al oír el grito y acercarse corriendo, había encontrado a la esposa de Rashid encogida en un rincón, abrazándose las rodillas y con un charco de sangre a sus pies.
– Se le oían castañetear los dientes a la pobre chica, Hakim, de tanto como temblaba.
Al verla, explicó Fariba, Mariam le había preguntado con voz aguda y suplicante: «Es normal, ¿verdad? ¿Verdad? ¿Verdad que es normal?»
Otro viaje en autobús con Rashid. Nevaba de nuevo. Esta vez copiosamente. La nieve se amontonaba en las aceras, en las azoteas, en los troncos de árboles diseminados. Mariam contemplaba a los mercaderes que abrían caminos en la nieve frente a sus tiendas. Un grupo de niños perseguía a un perro negro y todos agitaron la mano para saludar juguetonamente al autobús. Mariam miró a Rashid. Su marido tenía los ojos cerrados. No tarareaba. Ella recostó la cabeza y cerró también los ojos. Quería quitarse los fríos calcetines y el húmedo suéter de lana que le producía picor. Quería abandonar aquel autobús.
En casa, Rashid la tapó con una colcha cuando ella se tumbó en el sofá, pero su gesto era envarado, maquinal.
– ¿Qué clase de respuesta es ésa? -volvió a quejarse-. Eso es lo que se espera de un ulema. Pero cuando uno paga a un médico espera una respuesta mejor que «Es la voluntad de Alá».
Mariam se acurrucó bajo la colcha y le dijo que debería descansar.
– La voluntad de Alá -repitió él, con ira sorda.
Rashid se pasó el día en su habitación, fumando.
Mariam se quedó acostada en el sofá con las manos metidas entre las rodillas, contemplando la nieve que se arremolinaba frente a la ventana. Recordó que Nana le había dicho en una ocasión que cada copo de nieve era el suspiro de una mujer a la que habían ofendido en algún lugar del mundo. Que todos los suspiros subían al cielo, formaban nubes y luego se deshacían en trocitos diminutos que caían silenciosamente sobre las personas.
«Para recordar cuánto sufren las mujeres como nosotras -había dicho-. Con cuánta resignación soportamos todo lo que nos toca sufrir.»
14
La pena no dejaba de sorprender a Mariam. Sólo tenía que pensar en la cuna sin terminar en el cobertizo, o el abrigo de ante en el armario de Rashid, para que volviera a desatarse. El bebé cobraba vida entonces y ella lo oía, oía sus quejidos de hambre, sus gorjeos y balbuceos. Lo notaba olisqueándole los pechos. El dolor la inundaba, la arrastraba, la zarandeaba. A Mariam le asombraba que pudiera echar tanto de menos a un ser al que ni siquiera había llegado a ver, a tal punto que la nostalgia la paralizaba.
Pero había días en que la tristeza no le resultaba tan implacable. Días en los que la mera idea de reanudar las viejas rutinas no le parecía tan agotadora, en que no precisaba de un gran esfuerzo de voluntad para levantarse, rezar, lavar, preparar las comidas para Rashid.
Temía salir a la calle. De repente, envidiaba a las mujeres del vecindario con su abundante prole. Algunas tenían siete u ocho hijos y no comprendían lo afortunadas que eran por haber sido bendecidas con el fruto de su vientre, que había vivido para agitarse entre sus brazos y mamar de sus pechos. Sus hijos no se habían ido por el desagüe de una casa de baños con su propia sangre, agua jabonosa y suciedad corporal de mujeres desconocidas. A Mariam le molestaba oírlas quejarse del mal comportamiento de sus hijos y la pereza de sus hijas.
Una voz interior trataba de tranquilizarla con palabras de consuelo bienintencionadas, pero torpes: «Tendrás otros hijos, Inshalá. Eres joven. Seguro que tendrás muchas otras oportunidades.» Pero la congoja de Mariam no era abstracta. Lloraba por aquel bebé concreto que la había hecho tan feliz durante un tiempo.
Algunos días le parecía que el bebé había sido una bendición que no merecía, que estaba siendo castigada por lo que le había hecho a Nana. ¿Acaso no era verdad que prácticamente le había puesto ella misma la soga al cuello? Las hijas traidoras no merecían ser madres y aquél era su castigo. Tenía sueños intermitentes en los que el yinn de Nana se metía en su habitación por la noche, le clavaba sus garras en el vientre y le robaba a su bebé. En esos sueños, Nana reía con el deleite de la revancha.
Otros días, Mariam se llenaba de cólera. La culpa era de Rashid, por su prematura celebración. Por su fe temeraria en que sería un varón. Por haberle puesto nombre. Por dar por sentada la voluntad de Alá. Y principalmente por haberla llevado a los baños. Algo había allí, el vapor, el agua sucia, el jabón, algo de aquello había sido la causa… Alto ahí. No, Rashid no. La culpable era ella. Y entonces se enfurecía consigo misma por dormir en una postura incorrecta, por comer platos demasiado especiados, por no tomar suficiente fruta, por beber demasiado té. Incluso Dios tenía la culpa. Por mofarse de ella. Por no concederle lo que concedía a tantísimas mujeres. Por ponerle delante, casi como provocándola, lo que Él sabía que sería su mayor felicidad, para luego arrebatárselo.
Sin embargo, de nada servía buscar culpables, ni hilvanar una acusación tras otra en su cabeza. Era kofr, un sacrilegio, pensar tales cosas. Alá no era rencoroso. No era un dios mezquino. Las palabras del ulema Faizulá resonaban en su cabeza: «Bendito Aquel en cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.»
Atormentada por un sentimiento de culpabilidad, Mariam se arrodillaba y rezaba pidiendo perdón por tales pensamientos.
***
Mientras tanto, en Rashid se había operado un cambio desde el día en los baños. La mayoría de las noches, cuando llegaba a casa, ya casi no hablaba. Cenaba, fumaba y se acostaba. A veces iba a la habitación de Mariam en medio de la noche para un coito breve y cada vez más violento. Tendía a mostrarse malhumorado, a encontrar defectos en su forma de cocinar, a quejarse del desorden del patio, o a señalar la más mínima suciedad que encontrara en la casa. De vez en cuando, los viernes la llevaba a pasear por la ciudad como antes, pero caminaba deprisa y siempre unos pasos por delante de ella, sin hablar, sin prestar atención a su esposa, que casi tenía que correr para no rezagarse. Durante aquellas salidas ya no se mostraba tan propenso a la risa como antes. Ya no le compraba dulces o regalos, ni se detenía para decirle el nombre de cada lugar. Y las preguntas que ella le hacía parecían irritarlo.
Una noche estaban sentados en la sala escuchando la radio. El invierno tocaba a su fin. Habían cesado los fuertes vientos que arrojaban la nieve contra la cara y dejaban los ojos llorosos. Pelusas de nieve plateada se derretían en las ramas de los altos olmos, y al cabo de unas semanas serían sustituidas por pequeños brotes verde pálido. Rashid movía el pie distraídamente siguiendo el ritmo de la tabla al son de una canción de Hamahang, con los ojos entrecerrados para protegerse del humo del cigarrillo.