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En el espejo, Mariam vislumbró por primera vez a Rashid: el rostro grande, redondo y rubicundo; la nariz aguileña; las mejillas coloradas que daban la impresión de una traviesa jovialidad; los ojos llorosos e inyectados en sangre; los dientes apretados; la frente arrugada como un tejado de dos aguas; el nacimiento del pelo increíblemente bajo, apenas a dos dedos de las cejas hirsutas; la masa de espesos y ásperos cabellos entrecanos.

Sus miradas se encontraron brevemente en el espejo y luego se desviaron.

«Es el rostro de mi marido», pensó Mariam.

Se pusieron mutuamente las finas alianzas de oro que Rashid sacó del bolsillo de su chaqueta. Las uñas de él eran amarillentas, como el interior de una manzana podrida, y algunas se curvaban hacia arriba. Las manos de Mariam temblaban cuando trató de deslizarle el anillo en el dedo, y él tuvo que ayudarla. A ella el anillo le quedaba un poco justo, pero Rashid no tuvo dificultad alguna en hacerlo pasar.

– Ya está -dijo.

– Es un bonito anillo -observó una de las esposas-. Es precioso, Mariam.

– Y ahora ya sólo queda firmar el contrato -dijo el ulema.

Mariam firmó con su nombre -la mim, la ré, la ya, y la mim, otra vez-, consciente de que todos los ojos estaban puestos en su mano. Cuando volviera a firmar un documento por segunda vez en su vida, veintisiete años más tarde, también habría un ulema presente.

– Ahora sois marido y mujer -anunció el ulema-. Tabrik. Felicidades.

Rashid esperaba en el autobús multicolor. Mariam no lo veía desde donde estaba ella con Yalil, junto al parachoques trasero; sólo veía el humo de su cigarrillo que salía por la ventanilla abierta. A su alrededor había apretones de manos y despedidas. Se besaban ejemplares del Corán, cambiaban de manos. Unos niños descalzos iban de un viajero a otro, invisibles sus rostros tras las bandejas en las que ofrecían chicles y cigarrillos.

Yalil se afanaba por explicarle que Kabul era precioso, que el emperador mogol Babur había pedido ser enterrado allí. Mariam ya sabía que después continuaría con los jardines de Kabul, sus tiendas, sus árboles y su aire, y poco después, ella subiría al autobús y él se quedaría abajo saludando alegremente con la mano, indemne, libre.

Ella no se resignaba a permitirlo.

– Yo te adoraba -dijo.

Yalil calló a mitad de una frase. Cruzó los brazos y luego los dejó caer. Una joven pareja hindú, ella con un niño en brazos y él arrastrando tras de sí una maleta, pasaron entre ellos. Yalil pareció agradecer la interrupción. La pareja se excusó y él les sonrió cortésmente.

– Los jueves, me pasaba horas esperándote. Me moría de preocupación pensando que no aparecerías.

– Es un viaje largo. Deberías comer algo. -Yalil se ofreció a comprarle pan y queso de cabra.

– Pensaba en ti todo el tiempo. Rezaba para que vivieras hasta los cien años. No lo sabía. No sabía que te avergonzabas de mí.

Su padre bajó la vista y escarbó en la tierra con la punta del zapato, como un niño grande.

– Te avergonzabas de mí.

– Te visitaré -musitó él-. Iré a Kabul a visitarte. Nosotros…

– No, no -replicó ella-. No vengas. No quiero verte. No vengas. No quiero saber nada de ti. Nunca más. Nunca más.

Él la miró con expresión dolida.

– Aquí se acaba todo para ti y para mí. Despídete.

– No te vayas así -dijo él con un hilo de voz.

– Ni siquiera has tenido la decencia de darme tiempo para despedirme del ulema Faizulá.

Mariam dio media vuelta y se dirigió a la parte delantera del autobús. Oyó que Yalil la seguía. Cuando llegó a las puertas hidráulicas, lo oyó a su espalda.

– Mariam yo.

Ella subió al autobús, y aunque con el rabillo del ojo vio a Yalil caminando junto al vehículo, siguiéndola, no miró por la ventanilla. Recorrió el pasillo central hasta el fondo, donde Rashid se había sentado con la maleta de su flamante esposa entre los pies. Ella no se volvió para mirar cuando Yalil apoyó las manos en el cristal, ni cuando lo golpeó una y otra vez con los nudillos. El autobús inició la marcha con una sacudida, pero Mariam no se asomó para ver a su padre corriendo junto al costado. Y cuando el autobús se alejó, no se acercó al cristal para mirarlo, para verlo desaparecer en medio de la nube de gases y polvo.

Rashid, que ocupaba el asiento de la ventanilla y también el contiguo, puso su pesada mano sobre la de Mariam.

– Vamos, muchacha. Ya, ya -dijo, mirando por la ventanilla con los ojos entrecerrados, como si algo más interesante hubiera captado su atención.

9

Al día siguiente por la tarde llegaron a la casa de Rashid.

– Esto es Dé Mazang -anunció él. Estaban en la acera, frente a la casa. Él llevaba la maleta en una mano y abría el portón de madera con la otra-. En la parte sudoeste de la ciudad. El zoo está cerca y también la universidad.

Mariam asintió. Ya se había dado cuenta de que tenía que prestar mucha atención para entenderle cuando hablaba. No estaba acostumbrada al dialecto farsi de Kabul, ni al acento pastún que Rashid conservaba de su nativo Kandahar. Rashid, por su parte, no parecía tener dificultad alguna en comprender su farsi de Herat.

Mariam echó un rápido vistazo a la estrecha calle sin asfaltar en que estaba situada la casa de Rashid. Los edificios de aquella calle se apiñaban unos contra otros, compartiendo muros, y tenían pequeños jardines rodeados por tapias que los aislaban de la calle. La mayoría de los tejados eran planos, hechos de ladrillos cocidos, otros de barro del mismo color grisáceo que las montañas que rodeaban la ciudad. Por las alcantarillas que separaban la acera de la calzada a ambos lados de la calle fluía agua fangosa. Mariam vio pequeños montones de basura cubiertos de moscas esparcidos por la calle. La casa de Rashid tenía dos plantas. Se notaba que en otro tiempo había sido azul.

Cuando Rashid abrió el portón, Mariam se encontró en un pequeño jardín descuidado, en el que crecían con dificultad pequeñas franjas de hierba amarillenta. También vio un excusado a la derecha, en un lado del jardín, y a la izquierda descubrió un pozo con una bomba de mano junto a una hilera de árboles jóvenes y raquíticos. Cerca del pozo se alzaba un cobertizo de herramientas, una bicicleta apoyada contra la pared.

– Tu padre me dijo que te gusta pescar -comentó Rashid mientras cruzaban el jardín. Mariam vio que la casa no tenía patio trasero-. Hay valles hacia el norte. Con ríos llenos de peces. A lo mejor puedo llevarte algún día.

Abrió la puerta principal e hizo pasar a Mariam.

La casa de Rashid era mucho más pequeña que la de Yalil, pero comparada con el kolba de Mariam y Nana era una mansión. En la planta baja estaba el zaguán, la sala de estar y la cocina, donde Rashid le mostró los cacharros, una olla a presión y una ishtop de queroseno. En la sala de estar destacaba un sofá de piel verde pistacho. Tenía un desgarrón en el lado, con un tosco remiendo. Las paredes estaban desnudas. Había una mesa, dos sillas con el asiento de mimbre, dos sillas plegables y, en un rincón, una estufa negra de hierro forjado.

Mariam se plantó en el centro de la sala y miró en derredor. En el kolba alcanzaba el techo con la punta de los dedos. Podía tumbarse en su jergón y deducir qué hora era por la inclinación del sol que entraba por la ventana. Sabía hasta dónde se abriría la puerta sin que chirriaran los goznes. Conocía todas las rendijas y grietas de cada una de las treinta tablas de madera del suelo. Pero todas esas cosas familiares habían desaparecido. Nana había muerto y ella estaba allí, en una ciudad desconocida, separada de su vida anterior por valles, cadenas de montañas de cumbres nevadas y desiertos. Se encontraba en una casa extraña, con sus diferentes habitaciones y su olor a tabaco, con sus alacenas llenas de utensilios desconocidos, sus gruesas cortinas verde oscuro y un techo demasiado alto. Tanto espacio la ahogaba. Se sintió invadida por la nostalgia de Nana, del ulema Faizulá, de su antigua vida.

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