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Luego se estrelló contra la pared y se desplomó. Sobre su rostro y sus brazos cayó una lluvia de polvo, piedras y cristales. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue un objeto que caía pesadamente al suelo cerca de ella, un trozo sanguinolento de alguna cosa. Encima asomaba el extremo de un puente rojo a través de una densa niebla.

Formas que se mueven alrededor. Fluorescentes que brillan en el techo. El rostro de una mujer aparece sobre ella.

Laila vuelve a sumirse en la oscuridad.

Otro rostro. Esta vez de un hombre. Sus rasgos parecen grandes y flácidos. Sus labios se mueven, pero no producen ningún sonido. Laila sólo oye un pitido.

El hombre agita la mano delante de sus ojos. Pone mala cara. Sus labios vuelven a moverse.

Le duele. Le duele respirar. Le duele todo.

Un vaso de agua. Una píldora rosa.

De vuelta a la oscuridad.

La mujer otra vez. Rostro alargado, ojos juntos. Dice algo. Laila no oye nada más que el pitido. Pero ve las palabras, brotando de la boca de la mujer como espeso jarabe negro.

Le duele el pecho. Le duelen los brazos y las piernas.

Formas moviéndose a su alrededor.

¿Adónde ha ido Tariq?

¿Por qué no está aquí con ella?

Oscuridad. Una constelación de estrellas.

Babi y ella de pie en un lugar muy alto. Él señala un campo de cebada. Un generador cobra vida.

La mujer de rostro alargado se inclina sobre ella y la mira.

Le duele respirar.

En alguna parte suena un acordeón.

Gracias a Dios, la píldora rosa otra vez. Luego un profundo silencio. Un silencio que se cierne sobre cuanto la rodea.

Tercera Parte

27

Mariam

– ¿Sabes quién soy?

Los ojos de la muchacha parpadearon.

– ¿Sabes lo que ha ocurrido?

Le tembló la boca. Cerró los ojos. Tragó saliva. Se tocó la mejilla izquierda con la mano. Trató de decir algo.

Mariam se inclinó más sobre ella.

– Por este oído -musitó la joven- no oigo nada.

Durante la primera semana, la muchacha no hizo más que dormir con la ayuda de las píldoras rosas por las que Rashid había pagado en el hospital. Murmuraba en sueños. A veces balbuceaba incoherencias, chillaba, gritaba nombres que Mariam no reconocía. Lloraba en sueños, se alteraba y apartaba las mantas a puntapiés, y ella tenía que sujetarla. A veces no hacía más que vomitar todo lo que le daba para comer.

Cuando no estaba alterada, la chica no era más que un par de ojos muy abiertos que miraban desde debajo de la manta, susurrando lacónicas respuestas a las preguntas de ellos dos. Algunos días se portaba como una niña pequeña y movía la cabeza de un lado a otro cuando uno tras otro trataban de alimentarla. Se ponía rígida cuando Mariam le acercaba una cuchara a la boca. Pero se cansaba fácilmente y acababa sometiéndose. Después de la rendición venían los largos episodios de llanto.

Rashid y Mariam le untaban una crema antibiótica en los cortes del cuello y la cara, y en las heridas suturadas de los hombros, los brazos y las piernas. Ella le ponía luego unas vendas que lavaba y reutilizaba. Y le sujetaba los cabellos cuando tenía que vomitar.

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -preguntó Mariam a Rashid.

– Hasta que mejore. Mírala. No está en condiciones de irse a ninguna parte. Pobrecita.

Fue él quien encontró a la chica, quien la sacó de debajo de los escombros.

– Fue una suerte que estuviera en casa -dijo. Estaba sentado en una silla plegable junto a la cama de Mariam, donde yacía la muchacha-. Una suerte para ti, quiero decir. Te saqué con mis propias manos. Tenías un trozo de metal así de grande clavado en el hombro -explicó, separando el pulgar y el dedo índice para mostrar, y doblar al menos, según la apreciación de Mariam, el tamaño real-. Así de grande. Estaba muy profundo. Pensé que tendría que usar unas tenazas para sacarlo. Pero ya estás bien. Enseguida estarás nau socha. Como nueva.

Fue Rashid quien salvó unos pocos libros de Hakim.

– Casi todos estaban hechos cenizas. Me temo que el resto los robaron.

Ayudó a Mariam a cuidar de la chica durante la primera semana. Un día volvió del trabajo con una manta nueva y una almohada. Otro día, con un frasco de pastillas.

– Vitaminas -explicó.

Fue Rashid quien dio a Laila la noticia de que habían ocupado la casa de su amigo Tariq.

– Un regalo -dijo-. De uno de los comandantes de Sayyaf a tres de sus hombres. Un regalo. ¡Ja!

Los tres hombres eran en realidad muchachos de rostro juvenil y tostado por el sol. Mariam los veía al pasar, siempre con el uniforme de faena, acuclillados junto a la puerta de la casa de Tariq, fumando y jugando a las cartas, con los kalashnikovs apoyados contra la pared. El más musculoso, que se comportaba con suficiencia y desprecio, era el líder. El más joven era también el más reservado, el que parecía más reacio a adoptar el aire de impunidad de sus amigos. Había adquirido la costumbre de sonreír e inclinar la cabeza para saludar a Mariam. Al hacerlo, su petulancia superficial se desvanecía y Mariam vislumbraba cierta humildad aún no corrompida.

Hasta que una mañana cayeron misiles sobre la casa. Más tarde se rumoreó que los habían lanzado los hazaras de Wahdat. Durante un tiempo, los vecinos fueron encontrando trozos de los muchachos.

– Se lo estaban buscando -dijo Rashid.

La chica había tenido una suerte increíble al escapar con heridas relativamente leves, pensaba Mariam, teniendo en cuenta que el misil había dejado su casa convertida en ruinas humeantes. Lentamente, la joven fue mejorando. Empezó a comer más, a cepillarse el pelo ella sola, a bañarse. Empezó a compartir las comidas con Mariam y Rashid.

Pero de repente le venía a la cabeza un recuerdo y se sumía en un silencio sepulcral o períodos de malhumor. De retraimiento y desmayos. De rostro pálido y cansado. De pesadillas y súbitos accesos de pena. De vómitos.

Y a veces, de arrepentimiento.

– No debería estar aquí -dijo un día.

Mariam estaba cambiando las sábanas. La chica la observaba desde el suelo, con las rodillas llenas de heridas apretadas contra el pecho.

– Mi padre quería sacar las cajas. Los libros. Dijo que pesaban demasiado para mí. Pero yo no le dejé. Estaba impaciente. Debería haber estado dentro de casa cuando ocurrió.

Mariam sacudió la sábana limpia y dejó que se posara sobre la cama. Miró a la joven, sus rizos castaños, su esbelto cuello, sus ojos verdes, sus altos pómulos y sus labios carnosos. Mariam recordaba haberla visto en la calle de pequeña, trotando tras su madre camino del tandur, a caballito en los hombros de su hermano más joven, el que tenía un mechón de pelos en la oreja. Jugando a las canicas con el hijo del carpintero.

La chica la miraba como si esperara que Mariam le transmitiera un fragmento de sabiduría, que le dijera unas palabras de aliento. Pero ¿qué sabiduría podía ofrecerle ella? ¿Qué aliento? Mariam recordó el día en que enterraron a Nana y el escaso consuelo que había hallado en las palabras del ulema Faizulá, cuando le había citado el Corán. «Bendito Aquel en Cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.» O cuando le había dicho, hablando del sentimiento de culpa: «Esos pensamientos no te hacen ningún bien, Mariam yo. Te destruirán. No fue culpa tuya. No fue culpa tuya.»

¿Qué podía decirle a aquella joven para aliviar su carga?

Al final Mariam no tuvo que decir nada, porque la chica hizo una mueca y se puso a gatas diciendo que iba a vomitar.

– ¡Espera! Aguanta, iré por una cazuela. En el suelo no. Acabo de limpiar… Oh. Oh. Jodaya. Dios.

Y luego, un día, aproximadamente un mes después de la explosión que había matado a los padres de la chica, un hombre llamó a la puerta. Le abrió Mariam. El desconocido se explicó.

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