El anciano hizo virar su gari para entrar en una amplia calle flanqueada de coníferas. Al llegar a la mitad de la avenida, detuvo al caballo.
– Aquí es. Parece que tienes suerte, dojtar yo. Ése es su coche.
Mariam se bajó de un salto. El anciano sonrió y reanudó su camino.
Era la primera vez que Mariam tocaba un automóvil. Acarició el capó del coche de Yalil, que era negro y reluciente, con ruedas resplandecientes en las que vio una imagen ensanchada y plana de sí misma. Los asientos eran de cuero blanco. Tras el volante había esferas indicadoras.
Por un momento le pareció oír la voz de Nana burlándose de ella, apagando el resplandor de sus más íntimas esperanzas. Mariam se acercó al portón de la casa con piernas temblorosas. Apoyó las manos en sus muros. Eran muy altos, los muros de Yalil, llenos de malos presagios. Tuvo que levantar mucho la cabeza para ver las copas de los cipreses que sobresalían al otro lado. Las copas se balanceaban impulsadas por la brisa, y Mariam imaginó que se inclinaban para saludar su llegada. Tuvo que dominarse para reprimir la consternación que la atenazaba.
Una joven descalza abrió el portón. Llevaba un tatuaje bajo el labio inferior.
– He venido a ver a Yalil Jan. Soy Mariam, su hija.
El rostro de la joven expresó un desconcierto momentáneo. Después vino la comprensión, que suscitó una leve sonrisa y cierto aire de vehemencia, de expectación.
– Espera aquí -indicó rápidamente, y cerró el portón.
Transcurrieron unos minutos. Luego salió un hombre. Era alto, de hombros anchos, ojos soñadores y rostro sereno.
– Soy el chófer de Yalil Jan -dijo, no sin cierta amabilidad.
– ¿Su qué?
– Su conductor. Yalil Jan no está en casa.
– Veo ahí su coche -señaló Mariam.
– Está fuera, atendiendo un negocio urgente.
– ¿Cuándo volverá?
– No lo ha dicho.
Mariam respondió que esperaría.
El hombre cerró el portón. Mariam se sentó y dobló las rodillas hasta pegarlas contra su pecho. Era ya tarde y empezaba a tener hambre. Se comió el caramelo que le había dado el hombre del gari. Poco después, el chófer volvió a salir.
– Tienes que irte a casa -dijo-. Falta menos de una hora para que anochezca.
– Estoy acostumbrada a la oscuridad.
– También va a refrescar. ¿Por qué no dejas que te lleve a casa en el coche? Ya le diré que has venido.
Mariam se limitó a mirarlo.
– Pues te llevo a un hotel. Allí podrás dormir cómodamente. Ya veremos qué podemos hacer por la mañana.
– Déjeme entrar en la casa.
– No me lo permiten. Mira, nadie sabe cuándo volverá. Podría tardar días.
Mariam cruzó los brazos.
El chófer suspiró y le dirigió una mirada de leve reproche.
A lo largo de los años, Mariam tendría numerosas ocasiones para pensar en lo que podría haber ocurrido si hubiera accedido a que el chófer la llevara de vuelta al kolba. Pero no fue así. Pasó la noche ante la puerta de la casa de Yalil. Vio cómo se oscurecía el cielo y las sombras engullían las fachadas de las casas vecinas. La joven tatuada salió con pan y un plato de arroz para ella, pero Mariam lo rechazó. La joven lo dejó todo a su lado. De vez en cuando, la muchacha oía pasos en la calle, puertas que se abrían, saludos amortiguados. Se encendieron luces eléctricas y de las ventanas surgió un tenue resplandor. Unos perros ladraron. Cuando no pudo resistir más el hambre, Mariam se comió el pan y el plato de arroz. Luego estuvo escuchando el sonido de los grillos de los jardines. Las nubes se deslizaban en lo alto, ocultando la pálida luna.
Por la mañana, alguien la zarandeó para despertarla. Mariam vio entonces que durante la noche la habían tapado con una manta.
Quien la sacudía por el hombro era el chófer.
– Ya basta. Ya has hecho tu escena. Bas. Ahora tienes que irte.
Mariam se incorporó y se frotó los ojos. Tenía la espalda y el cuello doloridos.
– Me quedo para esperarlo.
– Mírame -ordenó el chófer-. Yalil Jan dice que he de llevarte a tu casa ahora mismo. ¿Lo entiendes? Lo ha dicho Yalil Jan.
El chófer abrió la puerta de atrás del automóvil.
– Bia. Vamos -indicó amablemente.
– Quiero verlo -insistió Mariam con los ojos llenos de lágrimas.
El chófer suspiró.
– Deja que te lleve a casa. Vamos, dojtar yo.
Mariam se levantó y se dirigió al coche. Pero en el último momento, cambió de dirección y echó a correr hacia el portón. Notó la mano del chófer, que intentaba agarrarla por el hombro. Lo rehuyó e irrumpió en la casa.
En los pocos segundos que estuvo en el jardín de Yalil, los ojos de Mariam captaron una reluciente estructura de cristal con plantas en su interior, las uvas de un emparrado, un estanque de peces construido con bloques grises de piedra, árboles frutales y arbustos de flores vistosas por doquier. Su mirada pasó por encima de todas estas cosas antes de encontrar un rostro al otro lado del jardín, en una de las ventanas de arriba. La cara permaneció allí apenas un instante, como un destello, pero fue suficiente. Suficiente para que Mariam viera sus ojos de espanto y la boca abierta. Luego desapareció. Apareció una mano y tiró de un cordón frenéticamente. Las cortinas cayeron.
Después un par de manos la sujetaron por las axilas y la alzaron del suelo. Mariam pataleó. Se le cayeron los guijarros del bolsillo. Siguió pataleando y llorando mientras la llevaban al coche y la sentaban en el frío cuero del asiento posterior.
***
El chófer hablaba en tono apagado mientras conducía, tratando de consolarla. Mariam no lo escuchaba. No dejó de llorar, dando botes en el asiento de atrás, durante todo el trayecto. Eran lágrimas de dolor, de ira, de desilusión. Pero, sobre todo, eran lágrimas de una profundísima vergüenza por su estupidez al haberse entregado plenamente a Yalil, al haberse preocupado tanto por el vestido que debía ponerse y por el hiyab que no hacía juego, al haber ido a pie hasta su casa y haberse negado luego a marcharse, y por haber dormido en la calle como un perro vagabundo. Y sentía vergüenza de no haber hecho caso del rostro desconsolado de su madre, de sus ojos hinchados. Nana, que se lo había advertido, que siempre había tenido razón.
Mariam tenía grabado a fuego el recuerdo del rostro en la ventana. Había permitido que durmiera en la calle. En la calle. Mariam siguió llorando, tumbada en el asiento. No quería sentarse, no quería que la vieran. Imaginaba que todo Herat conocía ya su vergüenza. Deseó que el ulema Faizulá estuviera allí para apoyar la cabeza en su regazo y dejar que la consolara.
Al cabo de un rato, las sacudidas aumentaron y el morro del coche empezó a inclinarse hacia arriba. Se hallaban en la carretera que subía hasta Gul Daman desde Herat.
¿Qué iba a decirle a Nana?, se preguntó. ¿Cómo se disculparía? ¿Cómo la miraría a la cara?
El coche se detuvo y el chófer la ayudó a salir.
– Te acompañaré -se ofreció.
Mariam lo siguió al otro lado de la carretera y luego enfiló el sendero tras él. Al borde del camino crecían las madreselvas y también los algodoncillos. Las abejas zumbaban alrededor de las flores silvestres. El chófer la tomó de la mano y la ayudó a cruzar el arroyo. Luego la soltó y comentó que pronto empezarían a soplar los famosos vientos de ciento veinte días en Herat, desde media mañana hasta el anochecer, y que los mosquitos iniciarían su febril actividad, cuando de pronto se detuvo delante de ella, tratando de taparle los ojos y obligándola a retroceder.
– ¡Vuelve atrás! -ordenó-. No, no mires. ¡Date la vuelta! ¡Vuelve atrás!
Pero no fue lo bastante rápido. Mariam lo vio. Una ráfaga de viento levantó las ramas caídas del sauce llorón como si fueran una cortina y Mariam vislumbró lo que había bajo el árbol: la silla volcada. La cuerda colgando de una rama alta. Nana balanceándose al final de la cuerda.