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– Ahora deja que te cure a ti. Estás llena de heridas, Laila yo.

Mariam dijo que necesitaba consultar con la almohada para aclarar las ideas y trazar un plan concreto.

– Existe un modo de solucionar esto -aseguró-; sólo hay que encontrarlo.

– ¡Tenemos que huir! No podemos quedarnos aquí -dijo Laila con voz ronca. De repente pensó en el sonido que debía de haber hecho la pala al golpear la cabeza de Rashid, y se dobló por la cintura con la sensación de la bilis que le subía a la garganta.

Mariam aguardó pacientemente a que Laila se recuperara. Luego la obligó a tumbarse con la cabeza apoyada en su regazo y, mientras le acariciaba el pelo, le dijo que no se preocupara, que todo se arreglaría. Le prometió que se irían todos: ella, Laila, los niños, y también Tariq. Abandonarían aquella casa y aquella ciudad implacable. Saldrían de aquel destrozado país, prosiguió Mariam, sin dejar de acariciar los cabellos de Laila, para irse a algún lugar remoto y seguro donde nadie los encontrara, donde pudieran renegar de su pasado y hallar refugio.

– Algún lugar con árboles -añadió-. Sí, con muchos árboles.

Vivirían en una casita a las afueras de alguna ciudad de la que nunca hubieran oído hablar, continuó Mariam, o en una aldea remota de callejuelas estrechas y sin asfaltar, pero bordeadas de toda clase de plantas y arbustos. Habría un sendero que conduciría a un prado donde jugarían los niños, o quizá un camino de grava que los llevaría hasta un lago azul de aguas cristalinas, lleno de truchas y con juncos asomando a la superficie. Tendrían ovejas y gallinas, y amasarían el pan juntas y enseñarían a leer a los niños. Forjarían juntos una vida nueva, pacífica y solitaria, y se librarían de la pesada carga que durante tanto tiempo habían tenido que soportar, y obtendrían toda la felicidad y la sencilla prosperidad que merecían.

Laila musitó palabras de aliento. Sabía que en esta nueva vida no faltarían las dificultades, pero serían dificultades placenteras, de las que causaban orgullo y se apreciaban como una vieja reliquia de familia. La dulce voz maternal de Mariam siguió hablando y procurándole cierto consuelo. «Existe un modo de solucionar esto», había afirmado, o sea que a la mañana siguiente Mariam le contaría lo que debían hacer y lo harían, y quizá a esa misma hora habrían emprendido ya el camino hacia su nueva vida, llena de abundantes posibilidades, alegrías y dificultades. Laila agradecía que Mariam se hiciera cargo de todo sin alterarse, con lucidez, que fuera capaz de pensar por las dos. Porque ella estaba muerta de miedo, nerviosa, hecha un lío.

– Ahora deberías ir a ver a tu hijo -dijo Mariam, levantándose. En su rostro, Laila vio la expresión más acongojada que había visto jamás en un ser humano.

Laila encontró a Zalmai a oscuras, acurrucado en el lado de la cama donde dormía Rashid. Se deslizó bajo las sábanas y echó la manta por encima de ambos.

– ¿Estás dormido?

– Todavía no puedo ponerme a dormir -respondió él, sin darse la vuelta-. Baba yan no ha rezado las oraciones Babalu conmigo.

– ¿Qué te parece si hoy las rezamos tú y yo juntos.

– Tú no sabes hacerlo como él.

Laila apretó el hombro de su hijo. Le dio un beso en la nuca.

– Puedo intentarlo.

– ¿Dónde está baba yan?

– Baba yan se ha ido -contestó Laila, notando de nuevo un nudo en la garganta.

Ahí estaba: había pronunciado por primera vez la gran mentira condenatoria. ¿Cuántas veces más tendría que soltar esa misma falsedad?, se preguntó Laila con abatimiento. ¿Cuántas veces más tendría que engañar a su hijo? Recordó el júbilo con que Zalmai acudía corriendo cuando Rashid regresaba a casa, y a éste levantándolo por los codos para girar con él una y otra vez hasta que las piernas del niño se levantaban en el aire, y luego los dos se echaban a reír cuando Zalmai caminaba tambaleándose, mareado como un borracho. Recordó sus ruidosos juegos, sus risas bullangueras, sus miradas de complicidad.

La vergüenza y el dolor por su hijo se abatieron sobre Laila como una mortaja.

– ¿Adónde ha ido?

– No lo sé, mi amor.

¿Cuándo volvería? ¿Le traería un regalo baba yan cuando regresara?

Finalmente, rezaron juntos. Veintiún Bismalá-e-rahman-e-rahims, uno por cada articulación de siete dedos. Laila vio a su hijo juntar las manos frente a la cara y soplar sobre ellas, y colocárselas luego con el dorso sobre la frente y hacer un movimiento de rechazo, al tiempo que susurraba: «Babalu, vete, no vengas a Zalmai, no quiero saber nada de ti. Babalu, vete.» Para terminar, dijeron tres veces Alá-u-akbar. Más tarde, en medio de la noche, a Laila la sobresaltó una voz apagada: «¿Se ha ido baba yan por mi culpa? ¿Por lo que he dicho del hombre que estaba abajo contigo?»

Laila se inclinó sobre él con intención de tranquilizarlo, de asegurarle que él no había hecho nada malo, que no tenía nada que ver con él. Pero Zalmai ya se había quedado dormido, y su pecho bajaba y subía al ritmo de la respiración.

Cuando Laila se acostó, estaba aturdida, ofuscada. Era incapaz de razonar. Sin embargo, al despertarse con la llamada del muecín a la oración de la mañana, había recobrado la lucidez.

Se sentó en la cama y estuvo un rato contemplando a Zalmai, que dormía con la barbilla apoyada en un puño. Laila imaginó a Mariam entrando en la habitación a hurtadillas durante la noche, mientras el pequeño y ella dormían, para observarlos mientras consideraba posibles planes.

Laila se levantó. Le costó un gran esfuerzo ponerse en pie. Le dolía todo el cuerpo. En el cuello, los hombros, la espalda, los brazos y los muslos tenía las heridas causadas por la hebilla del cinturón de Rashid. Salió de la habitación silenciosamente, haciendo muecas de dolor.

La habitación de Mariam estaba sumida en una penumbra un poco más que gris, del tipo que Laila siempre había asociado con gallos cacareando y gotas de rocío en la hierba. La mujer estaba sentada en un rincón, sobre una estera de rezo, de cara a la ventana. Laila se agachó despacio para sentarse delante de ella.

– Deberías ir a ver a Aziza esta mañana -observó Mariam.

– Sé lo que piensas hacer.

– No vayas a pie. Coge el autobús, así pasarás desapercibida. Los taxis son demasiado llamativos. Si coges uno tú sola seguro que te detienen.

– Anoche me prometiste que…

Laila no pudo terminar la frase. Los árboles, el lago, la aldea sin nombre. Comprendió que todo era una ilusión vana, una bonita mentira para apaciguarla, el consuelo que se arrulla a un niño afligido.

– Lo decía en serio -la interrumpió Mariam-. Lo decía en serio para ti, Laila yo.

– No quiero nada si no es contigo -gimió ella.

La mujer mayor esbozó una sonrisa lánguida.

– Quiero que sea tal como dijiste para todos, Mariam -replicó la joven-. Para mí, para ti y los niños. Tariq tiene una casa en Pakistán. Podemos ocultarnos allí durante un tiempo, esperar a que se olvide todo…

– Eso no va a ser posible -replicó la otra en tono paciente, como hablaría una madre con un niño con buenas intenciones, pero equivocado.

– Nos cuidaremos la una a la otra -dijo Laila atropelladamente, con los ojos llenos de lágrimas-. Como tú dijiste. No. Yo cuidaré de ti, para variar.

– Oh, Laila yo.

La mujer más joven se lanzó a una atropellada perorata. Trató de negociar haciendo promesas. Ella se encargaría de todas las tareas de la casa, dijo, y también de cocinar.

– Tú no tendrás que hacer nada nunca más. Tú descansarás, dormirás hasta tarde, tendrás tu jardín. Todo lo que quieras me lo podrás pedir y yo te lo iré a buscar. Pero no hagas esto, Mariam. No me dejes. No le rompas el corazón a Aziza.

– Cortan manos por robar pan. ¿Qué crees que harán cuando encuentren a un marido muerto y dos esposas desaparecidas?

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