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Laila le preguntó a qué montañas se refería.

– A Pir Panjal, en Pakistán -respondió él-. Vivo en un sitio que se llama Murri; es un refugio estival a una hora de Islamabad. Es montañoso y muy verde, con muchos árboles, y está muy por encima del nivel del mar, así que en verano refresca. Perfecto para los turistas.

En la época victoriana, los británicos habían levantado la ciudad cerca de su cuartel general de Rawalpindi, explicó, para que sus funcionarios y militares pudieran escapar al calor. Aún quedaban algunas reliquias de la época colonial, algún que otro salón de té, búngalos con tejado de zinc, y demás. La ciudad era pequeña y agradable. En la calle principal, llamada el Mall, había una estafeta de correos, un bazar, unos cuantos restaurantes y tiendas donde pedían precios desorbitados a los turistas por objetos de cristal pintados y alfombras tejidas a mano. Curiosamente, en el Mall, el tráfico de un solo sentido cambiaba de dirección cada semana.

– Los nativos dicen que en Irlanda también hay sitios donde el tráfico es así -explicó Tariq-. No lo sé. Pero de todas formas es un lugar agradable. Llevo una vida sencilla, pero me gusta. Me gusta vivir allí.

– Con tu cabra. Con Alyona.

Laila lo dijo no tanto como una broma, sino como una subrepticia manera de desviar la conversación hacia otros temas, como por ejemplo, quién más se ocupaba con él de que los lobos no se comieran a las cabras. Pero Tariq se limitó a asentir.

– Yo también siento mucho lo de tus padres -dijo.

– Te has enterado.

– Antes he hablado con unos vecinos -asintió Tariq, e hizo una pausa, que sirvió para que Laila se preguntara qué más le habrían contado-. No conozco a nadie. De los viejos tiempos, quiero decir.

– Todos se han ido. Ya no queda nadie de la gente que tú conocías.

– No reconozco Kabul.

– Ni yo tampoco -dijo Laila-. Y eso que no he salido de aquí.

– Mammy tiene un nuevo amigo -dijo Zalmai después de la cena, esa misma noche, cuando Tariq ya se había ido-. Un hombre.

Rashid alzó la vista.

– ¿Ah, sí?

Tariq preguntó si podía fumar.

Él y sus padres habían pasado una temporada en el campamento de refugiados de Nasir Bag, cerca de Peshawar, explicó, al tiempo que echaba la ceniza en un platito. Cuando llegaron, había ya sesenta mil afganos viviendo allí.

– Gracias a Dios, no era tan malo como otros campamentos, como el de Yalozai, por ejemplo. Supongo que fue incluso una especie de campamento modelo en la época de la guerra fría. Un sitio que los occidentales podían señalar para demostrar al mundo que no se limitaban a enviar armas a Afganistán.

Pero eso había sido durante la guerra contra los soviéticos, añadió Tariq, en la época de la yihad y del interés internacional, de las generosas aportaciones y de las visitas de Margaret Thatcher.

– Ya conoces el resto, Laila. Después de la guerra, la Unión Soviética cayó y Occidente pasó a preocuparse de otros temas. Ya no había nada que les interesara en Afganistán, de manera que dejaron de mandar dinero. Ahora Nasir Bag no es más que polvo, tiendas de campaña y cloacas abiertas. Cuando llegamos nosotros, nos entregaron un palo y pedazo de lona, y nos dijeron que con eso montáramos una tienda.

Tariq dijo que lo que más recordaba de Nasir Bag, donde había pasado un año, era el color marrón.

– Tiendas marrones. Gente marrón. Perros marrones. Gachas marrones.

Había un árbol pelado al que trepaba todos los días para sentarse a horcajadas en una rama y contemplar a los refugiados tumbados, exponiendo llagas y muñones al sol. Veía a los niños raquíticos que llevaban agua en bidones, recogían excrementos de perro para encender fuego, tallaban en madera rifles AK-47 de juguete con cuchillos embotados, y arrastraban sacos de harina de trigo, con la que nadie podía amasar un pan decente. El viento azotaba las tiendas. Hacía rodar las matas de hierba por todas partes y levantaba las cometas que se echaban a volar desde los tejados de las casuchas de adobe.

– Muchos niños murieron. De disentería, de tuberculosis, de hambre, de todo lo habido y por haber. Sobre todo de la maldita disentería. Dios mío, Laila. He visto enterrar a tantos niños… No hay nada peor que eso.

Tariq cruzó las piernas y el silencio volvió a instalarse entre ellos.

– Mi padre no sobrevivió al primer invierno -añadió él-. Murió mientras dormía. No creo que sufriera.

Ese mismo invierno, añadió, su madre enfermó gravemente de neumonía, y de hecho habría muerto de no ser por un médico del campamento que trabajaba en una camioneta convertida en clínica móvil. Su madre se pasaba la noche en vela, abrasada de fiebre y tosiendo unas flemas espesas y amarillentas. Había largas colas para ver al médico. Todo el mundo temblaba, gemía, tosía. Algunos con la mierda resbalándoles por las piernas, otros demasiado cansados, o hambrientos, o enfermos, para poder hablar.

– Pero el médico era un hombre decente. Trató a mi madre, le dio unas pastillas y le salvó la vida.

Ese mismo invierno, Tariq había atacado a un muchacho.

– Tendría unos doce o trece años -dijo, sin alterarse-. Le puse un trozo de cristal en la garganta y le robé una manta para dársela a mi madre.

Después de la enfermedad de su madre, continuó Tariq, se juró a sí mismo que no pasarían otro invierno en el campamento. Trabajaría y ahorraría dinero para instalarse en Peshawar, en un apartamento con calefacción y agua corriente. Y, en efecto, cuando llegó la primavera buscó trabajo. De vez en cuando, llegaba un camión al campamento por la mañana temprano y se llevaba a un par de docenas de chicos a un campo a quitar piedras, o a un huerto a recoger manzanas, a cambio de algo de dinero, o a veces una manta o un par de zapatos. Pero a él nunca lo querían, dijo Tariq.

– En cuanto me veían la pierna, nada.

Había otros trabajos, como cavar zanjas, construir chozas, acarrear agua, o sacar los excrementos de las letrinas a paladas. Pero los jóvenes competían con fiereza por esos trabajos, y Tariq nunca tuvo la menor oportunidad.

Hasta que un día, en otoño de 1993, conoció a un tendero.

– Me ofreció dinero por llevar una chaqueta de piel a Lahore. No era gran cosa, pero bastaría para pagar uno o dos meses de alquiler de un apartamento.

El tendero le dio un billete de autobús, añadió Tariq, y la dirección de la esquina de una calle cerca de la estación de trenes de Lahore, donde debía entregar la chaqueta a un amigo del tendero.

– Yo sabía de qué iba. Por supuesto que lo sabía -admitió Tariq-. Me advirtió que si me pillaban, estaría solo, y que recordara que él sabía dónde vivía mi madre. Pero el dinero era demasiado tentador, y el invierno estaba a punto de empezar.

– ¿Hasta dónde llegaste? -preguntó Laila.

– No muy lejos -contestó él, y se echó a reír, pero como disculpándose, con expresión avergonzada-. Ni siquiera llegué a subir al autobús. Me creía inmune a todo, ¿entiendes? Como si allá arriba hubiera una especie de contable, un tipo con un lápiz en la oreja que se ocupara de estas cosas, que lo hiciera cuadrar todo, y que al verme diría: «Sí, sí, puede hacerlo, lo dejaremos pasar. Ya ha pagado lo suyo.»

El hachís, que estaba en las costuras, quedó esparcido por toda la calle cuando la policía rompió la chaqueta con un cuchillo.

Tariq volvió a reír al decir esto, con una risa temblorosa, que iba haciéndose agua, y Laila recordó que cuando de niño se reía así, siempre era para disimular la vergüenza, para restarle importancia a algún acto imprudente o escandaloso que hubiese cometido.

– Cojea -dijo Zalmai.

– ¿Es quien yo creo que es? -preguntó Rashid.

– Sólo ha venido de visita -intervino Mariam.

– Tú calla -espetó Rashid, alzando un dedo amenazador, y se volvió hacia Laila-. Bueno, ¿qué te parece? Laili y Maynun reunidos de nuevo, como en los viejos tiempos. -Su rostro se volvió pétreo-. Así que le has dejado entrar. Aquí. En mi propia casa. Le has dejado entrar. Ha estado aquí con mi hijo.

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