Rashid la arrastró entonces por el pelo. Laila vio que cogía a Aziza del suelo y que la niña perdía las sandalias al patalear. A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor, al notar que le arrancaban mechones de cabello. Vio que él abría la puerta de la habitación de Mariam de una patada y arrojaba a Aziza sobre la cama. Rashid le soltó el pelo a Laila y le asestó una patada en la nalga izquierda. Ella aulló de dolor mientras él salía y cerraba la puerta de golpe. Luego oyó que echaba la llave.
Aziza seguía berreando. Laila se quedó tirada en el suelo, encogida, jadeando. Luego consiguió ponerse a cuatro patas y gatear hasta la cama para coger a su hija.
Abajo empezó la paliza. Los sonidos que oía Laila correspondían a un procedimiento metódico, casi familiar. No oyó maldiciones, ni aullidos, ni súplicas, ni gritos de sorpresa; sólo los ruidos sordos de los golpes, de algo sólido que vapuleaba la carne repetidamente, de algo o alguien que se estrellaba contra una pared, de tela que se rasgaba. De vez en cuando, también oía unos pasos apresurados, una persecución silenciosa, muebles que se volcaban, cristales que se rompían, y luego otra vez los golpes.
Laila cogió a Aziza en brazos y notó el calor que se extendía en su regazo, cuando Aziza se le orinó encima.
Abajo, las carreras y la persecución cesaron finalmente. Sólo se oía un sonido como el de un garrote de madera sacudiendo repetidamente un pedazo de carne de buey.
Laila meció a Aziza hasta que ya no hubo más ruidos. Y cuando oyó que la puerta mosquitera de la casa se abría y se cerraba, dejó a su hija en el suelo y miró por la ventana. Vio a Rashid cruzando el patio, llevando a Mariam sujeta por el cuello. Mariam iba descalza y doblada sobre sí misma. Laila vio sangre en las manos de Rashid, en el rostro de Mariam, en sus cabellos, en el cuello y la espalda. Tenía la camisa rasgada por delante.
– Lo siento mucho, Mariam -gritó Laila al cristal.
Vio que Rashid metía a la mujer en el cobertizo de las herramientas de un empellón y entraba tras ella. Rashid salió con un martillo y varios tablones de madera. Cerró la doble puerta del cobertizo y le echó el candado. Comprobó que las puertas estaban bien aseguradas y luego rodeó el cobertizo para ir en busca de una escalera.
Minutos después, su rostro apareció en la ventana de Laila, con unos clavos en las comisuras de la boca. Estaba despeinado y tenía un trazo de sangre en la frente. Al verlo, Aziza chilló y ocultó el rostro en la axila de Laila.
Rashid empezó a clavar los tablones sobre la ventana.
La oscuridad era absoluta, impenetrable y constante, sin capas ni textura. Rashid había rellenado las grietas que quedaban entre los tablones y había colocado un objeto grande debajo de la puerta para que no entrara luz por la rendija. También había metido algo en el ojo de la cerradura.
A Laila le era imposible determinar el paso del tiempo con la vista, de modo que usó su oído bueno. Azan y el canto de los gallos señalaban la mañana. El ruido de cacharros en la cocina y el de la radio indicaban la noche.
El primer día, Laila y Aziza anduvieron a tientas, palpando y buscándose en la oscuridad. La joven no veía a su hija cuando lloraba, cuando se alejaba gateando.
– Aishi -pedía Aziza, lloriqueando-. Aishi.
– Pronto. -Laila intentó besar a su hija en la frente, pero la caricia acabó en la coronilla-. Pronto habrá leche. Has de tener paciencia. Sé una niña buena y paciente por mammy, y te daré aishi.
Laila le cantó unas canciones.
Sonó la llamada al azan por segunda vez y Rashid seguía sin darles comida, y lo que era peor, tampoco agua. Ese día empezó a hacer un calor denso y sofocante. La habitación se convirtió en una olla a presión. Laila se pasaba la lengua por los labios, pensando en el pozo, en el agua fría. Aziza no dejaba de llorar, y Laila se alarmó al descubrir que cuando trataba de secar las lágrimas de su hija, retiraba las manos secas. Le arrancó la ropa, trató de encontrar algo para abanicarla y estuvo soplando sobre ella hasta que empezó a marearse. Pronto Aziza dejó de gatear. Sólo dormitaba.
Durante ese día, Laila golpeó varias veces las paredes con los puños, gastando energías en chillar pidiendo ayuda con la esperanza de que la oyera algún vecino. Pero nadie acudió, y sus chillidos no sirvieron más que para asustar a Aziza, que empezó a llorar de nuevo con un gemido débil y ronco. Laila se deslizó hasta el suelo. Pensó en Mariam, ensangrentada y encerrada en el cobertizo con el calor que hacía, y se sintió culpable.
Por fin la joven se quedó dormida, mientras su cuerpo se cocía lentamente. Soñó que veía a Tariq en la otra acera de una calle llena de gente, bajo el toldo de una sastrería, y que echaba a correr hacia él con la niña en brazos. Estaba sentado en cuclillas y probaba los higos de una caja. «Ése es tu padre -decía Laila-. Ese hombre de ahí, ¿lo ves? Ése es tu baba de verdad.» Laila lo llamó por su nombre, pero el jaleo de la calle apagó su voz y Tariq no la oyó.
Laila se despertó al oír
el silbido de los misiles. En alguna parte, el cielo que no podía ver se llenó de estallidos y se oyó el frenético tableteo de las ametralladoras. Cerró los ojos. Se despertó de nuevo con las fuertes pisadas de Rashid en el pasillo. La joven se arrastró hasta la puerta y la golpeó con las manos abiertas.
– Sólo un vaso, Rashid. No es para mí. Hazlo por ella. No querrás tener su muerte sobre la conciencia.
El hombre pasó de largo, pero ella siguió suplicando. Le pidió perdón, hizo promesas. Lo maldijo.
Rashid cerró la puerta de su habitación. Puso la radio.
El muecín llamó al azan una tercera vez. De nuevo el calor aplastante. La niña, cada vez más apática, dejó de llorar y de moverse.
Laila aplicaba el oído a la boca de su hija, temiendo en cada ocasión no oír el débil silbido de su respiración. Incluso el sencillo acto de incorporarse le causaba mareos. Se quedó dormida, tuvo sueños que luego no recordaba. Al despertar, comprobó que Aziza seguía respirando, le palpó los labios agrietados, le buscó el débil pulso en el cuello y volvió a tumbarse. Estaba convencida de que iban a sucumbir allí encerradas, pero lo que más pavor le causaba era ver morir a Aziza, que era tan pequeña y frágil. ¿Cuánto tiempo más resistiría? La pequeña se ahogaría de calor y Laila tendría que permanecer junto a su rígido cuerpecito, aguardando su propio fin. Volvió a dormirse. Se despertó. Se durmió. La línea entre el sueño y la vigilia se difuminó.
No fue el canto de los gallos ni el azan lo que volvió a despertarla, sino el ruido de algo pesado al ser arrastrado. Oyó la llave en la cerradura. De pronto, la habitación se llenó de luz, que la deslumbró cruelmente. Laila alzó la cabeza, esbozó una mueca de dolor y se protegió los ojos con la mano. Por entre los dedos vislumbró una silueta grande y borrosa recortada sobre un rectángulo de luz. La forma se movió, se agachó, se inclinó sobre ella y le habló al oído.
– Si vuelves a intentarlo, te encontraré. Te juro por el nombre del profeta que te encontraré. Y cuando dé contigo, no habrá tribunal en este maldito país que me condene por mis actos. Primero a Mariam, luego a la niña y por último a ti. Y te obligaré a verlo todo. ¿Me has comprendido? ¡Te obligaré a verlo!
Y tras estas palabras, abandonó la habitación, pero no antes de patearle el costado. De resultas de ello, Laila estuvo orinando sangre durante días.